En Guatemala, se consolidó la ciudadanía social como consecuencia de la revolución del 20 de octubre de 1944, que llevaría a la promulgación de la Constitución de 1945 y posteriormente a la presidencia por voto universal al Dr. Juan José Arévalo.
Parafraseando al historiador británico Tony Judt, si partimos desde una narrativa del horror, el siglo XX se nos presenta como un memorial de tragedias, pero si nos alejamos de esa retórica, también puede ponderarse como un siglo de importantes mejoras de la condición humana en general.
Guatemala, como el resto del hemisferio occidental, tuvo una transformación radical del Estado a través de lo que los historiadores han llamado “Revolución de Octubre”, o “Revolución del 44”. Sobre esto, vale la pena preguntarse si se trató de una “revolución”[1] en sensu stricto, entendida ésta como re-formulación del proyecto nacional republicano formulado, con más rupturas que continuidades, en el siglo XIX.
Para unos, fue la clásica revolución militar, que sucedió en toda América Latina por esos tiempos; para otros, fue el hito que permitió la entrada definitiva de la sociedad civil a la vida política del país. Para los liberales, se trató de una revolución socialista; y para los marxistas, se trató de un proceso reformista-burgués o socialdemócrata.
No es nuestro interés hallar la “esencia” de un hecho con interpretaciones tan dispares. Sin embargo, nos guiaremos por el análisis de sus resultados dentro de un contexto internacional de políticas de apertura democrática y de ampliación de la ciudadanía que siguieron todos los países occidentales al término de la II Guerra Mundial.
En ese sentido, suscribimos al análisis del historiador Jorge Luján Muñoz al afirmar que, en el ámbito político “el talante y el espíritu eran de reforma y renovación, inspirados en la Carta del Atlántico y la lucha contra el totalitarismo”[2]. Y en el ámbito económico, agregamos la inspiración en los acuerdos de Bretton-Woods, y la instauración del Estado de bienestar en todos los proyectos democráticos de las potencias aliadas.
La llamada “Revolución del 44” se inserta dentro de las reformas sociales que sucederían con la instauración del proyecto democrático de la segunda posguerra en Europa y Estados Unidos. En términos políticos, significó la ampliación de la base electoral con la incorporación definitiva de los analfabetos y las mujeres al sistema democrático a través del voto universal. También significó la aparición de cláusulas en las constituciones llamadas derechos sociales, donde los estados nacionales proveerían de bienes y servicios (salud, educación y seguridad social) a través del llamado Estado de bienestar.
En ese sentido, estamos hablando de la aparición de un nuevo tipo de ciudadanía, producto de la sociedad de masas del siglo XX, la cual trasciende la definición clásica, abordada por la filósofa Adela Cortina:
“es primariamente una relación política entre un individuo y una comunidad política, en virtud de la cual el individuo es miembro de pleno derecho de esa comunidad y le debe lealtad permanente. El estatuto de ciudadano es, en consecuencia, el reconocimiento oficial de la integración del individuo en la comunidad política, comunidad que desde los orígenes de la Modernidad cobra la forma de Estado Nacional de Derecho”[3]
De tal suerte que la ciudadanía política se refiere a una relación unívoca entre los individuos y el Estado. Esta relación estaría instrumentalizada por una serie de deberes y derechos dentro de un marco legal establecido, lo que permitiría la vida libre en sociedad. Sin embargo, este concepto tiene dos vertientes: la vertiente republicana, según la cual la política es el ámbito en la que los ciudadanos buscan su bien; y la liberal, según la cual la política es un medio para poder realizar en la vida privada los propios ideales de felicidad. En ambas tradiciones se consignan también dos interpretaciones sobre el ejercicio de la ciudadanía: la ciudadanía como participación en la comunidad política y la ciudadanía como estatuto legal.
En ese sentido, el ciudadano es aquel que no sólo se ocupa de su fuero privado sino que participa de las cuestiones públicas y delibera el procedimiento más adecuado para tratarlas sin imponer su voluntad con violencia. También, el ciudadano es el que actúa bajo la ley y espera protección de la ley. Es una base para reclamar derechos[4].
Esta definición necesariamente lleva a contemplar otras dimensiones de la ciudadanía que sobrepasan las definiciones presentadas y que desde el siglo XX se amplían para explicar la ciudadanía social:
“Desde esta perspectiva, es ciudadano aquel que en una comunidad política goza no sólo de derechos civiles (libertades individuales), en los que insisten las tradiciones liberales, no sólo de derechos políticos (participación política), en los que insisten los republicanos, sino también de derechos sociales (trabajo, educación, vivienda, salud, prestaciones sociales en tiempos de especial vulnerabilidad)”[5]
En Guatemala, se consolidó como consecuencias de la revolución del 20 de octubre de 1944, que llevaría a la promulgación de la Constitución de 1945 y posteriormente a la presidencia por voto universal al Dr. Juan José Arévalo.
De manera que, la ampliación de la ciudadanía política y social y la constitución del nuevo sujeto político a través del voto universal, guste o no, fue lo que terminó por darle la legitimidad a las democracias liberales occidentales de mediados del siglo XX hasta el presente. Y también ha sido el termómetro para determinar abusos de poder y regresiones en materia de libertades.
En las últimas décadas, ese proyecto democrático de la posguerra ha generado insatisfacción y descontento. Las naciones experimentaron la crisis de su vertiente económica en las décadas de los 80 y 90, con la desaparición del Estado de bienestar hacia una gestión pública que reduce la intervención del Estado y toma en cuenta el funcionamiento de los mercados. En el presente, es la vertiente política de este proyecto democrático la que se halla en crisis en todo el mundo, donde además la idea de ciudadanía se ha desvirtuado con el asunto de las identidades políticas, el cual será un tema de próximas entregas.
Referencias:
[1]La etimología de la palabra “revolución” es harto conocida. Viene del latín “revolutio” y significa "acción y efecto de dar vuelta atrás". En los siglos XVIII y XIX se utilizó como una forma de volver a un ideal político de la antigüedad clásica, pero la acepción moderna significa una ruptura radical con el orden establecido.
[2] LUJÁN MUÑOZ, Jorge. Breve historia contemporánea de Guatemala. Guatemala. FCE. 2016 Pp. 269
[3] CORTINA, Adela. Ibídem; p. 35
[4] CORTINA, Adela. Ibídem; p. 47
[5] CORTINA, Adela.Ibídem, p. 58