Ucrania es hoy el escenario de la peor crisis geopolítica desde la Guerra Fría.
En las últimas semanas, Rusia y Occidente se han enfrascado en una riña por el control de la mayor, más próspera y más rebelde de las exrepúblicas soviéticas.
Partamos de algunos datos básicos. Para Moscú, uno de sus imperativos geoestratégicos desde los años noventa ha sido mantener a todas las exrepúblicas soviéticas bajo su esfera de influencia, promoviendo la deferencia de sus gobiernos, o -en el peor de los casos- asegurando su neutralidad.
Ucrania, en cambio, ha tenido una suerte muy particular. Desde su independencia en 1991, resintieron el tutelaje de Moscú, apostaron por los valores de la democracia liberal y estrecharon sus lazos económicos con Europa. Incluso, en el 2014, los ucranianos defenestraron a su entonces presidente, Viktor Yanukovych, por resistirse a suscribir un Acuerdo de Libre Comercio con la Unión Europea. Desde entonces, los gobiernos de Kiev han sido cada vez más pro-Occidentales y más anti-Kremlin.
Ante la rebeldía de sus vecinos ucranianos, el Kremlin ha recurrido a una amplia variedad de trucos y bromas. Hostigamiento político, presión económica y militar, ciberterrorismo, apoyo a grupos insurgentes dentro de Ucrania, etc, etc., etc. Incluso, en 2014, recurrieron a la acción militar para anexar la región de Crimea, argumentando que la población de dicho territorio manifestaba abiertamente incorporarse a Rusia. En respuesta, Ucrania ha buscado unirse a la OTAN, la alianza militar de los países occidentales.
De tal manera, durante la última década, la frontera geoestratégica entre Rusia y Occidente ha sido Ucrania y por ello ha sido foco de tensiones de alta política. Para muestra, el primer impeachment contra Donald Trump estuvo relacionado precisamente con su manejo de la política respecto de Ucrania.
En el verano de 2021, Vladimir Putin publicó una carta en la que indicaba que “la soberanía de Ucrania sólo es posible si mantiene una línea cercana a Moscú”. Inmediatamente, fortalecieron su apoyo a grupos separatistas de la región de Donbas y enviaron soldados a la frontera -replicando la misma estrategia utilizada en 2014 con Crimea. La respuesta ucraniana fue movilizar tropas a la frontera con Rusia.
Frente a ello, la posición de Occidente ha sido ambivalente. Biden ha dicho que la OTAN no toleraría una agresión militar a gran escala. Pero dejó a interpretación si la alianza respondería ante cualquier acción de menor envergadura, como el apoyo a grupos separatistas o acciones militares limitadas.
El problema de la OTAN es complejo. A lo interno no existe consenso sobre qué tan dispuestos estarían a enfrentar a Moscú en un escenario de agresión limitada contra Ucrania. Para los países industriales del centro de Europa, el costo de perder los suministros de gas proveniente de Rusia es muy alto.
La alternativa intermedia han sido las sanciones económicas contra Rusia, las cuales no le sacan más que unas cuantas carcajadas a Putin y su séquito. Estados Unidos ha amenazado con sacar a Rusia del sistema SWIFT (que permite las transacciones financieras internacionales), pero esto implicaría la ruptura económica de Europa con Moscú, lo que hace temblar a los países dependientes del gas ruso.
La demanda pública del Kremlin es sencilla: el compromiso de la neutralidad ucraniana, asegurando que Kiev nunca se integrará a la OTAN. Sin consensos a lo interno de la OTAN y ante el costo de perder el gas ruso, la pelota está hoy en la cancha de Moscú.