El Estado no se construye importando soluciones foráneas sino en construir capacidades propias.
Las votaciones de 2019 no tienen como agenda lograr un cambio en el país. Todo indica que se seguirá la misma inercia de repetir ideas equivocadas, recetas simples y abulia generalizada en la sociedad civil. Pese a la prédica por reformar al Estado, hacerlo mejor, cambiar las instituciones, reformar leyes, luchar contra la corrupción, depurar el sistema, son cuestiones que no son nuevas, lo que se observa es una rotunda distancia entre el discurso y la realidad.
No es que el discurso sea hipócrita, sino que el discurso es francamente equivocado. Cuando se debate sobre el aspecto institucional se insiste que luce prioritario reformar leyes para mejorar las cosas. Así pues, desde 1985 el mantra político ha consistido contra toda evidencia, en que para que las cosas mejoren debe reformarse la Ley de Servicio Civil, Ley de Contrataciones del Estado, Ley Electoral y de Partidos Políticos y Ley del Organismo Judicial o sector justicia.
Estas leyes han sido los cuatro jinetes del apocalipsis en el discurso político en Guatemala. A tenor del discurso superficial y formalista según la cual las leyes por si solas hacen instituciones, se ha reducido la cuestión institucional a un problema legal que tampoco se discute. Derivado de la institucionalidad disfuncional que cada día empeora, sectores políticos y sociales acusan que el grave problema es la «corrupción» eludiendo que ella es causa y no consecuencia de este modelo.
Luego de más de doscientos años de vida independiente, Guatemala, como muchos países sigue sin tener auténtico Estado. Más allá del papel constitucional, el Estado no tiene las capacidades para llevar a cabo las funciones más simples como proveer seguridad interna y externa frente a grupos delictivos e incluso prestar un servicio de correo decente, como han dicho Andrews, Pritchett y Woolcock.
Cautivos de un discurso ideológico, actores políticos siguen abogando por una expansión inusitada del Estado sin pensar en cómo mejorar la capacidad de implementación del Estado. Más que ver que puede hacer el Estado, la discusión ha girado en lo que puede hacer la caricatura de Leviatán.
No se trata aquí de votar por alguien en 2019 -escoger es algo muy sofisticado que solo se da en democracia-, tampoco se trata de ver si las restricciones constitucionales al poder operan debidamente -eso es un argumento muy liberal para estos tiempos que corren-, tampoco si se respetan los derechos de propiedad - eso es una exquisitez de aquellos países que entienden de economía, no para envidiosos igualitarios- ni tampoco para la participación directa de los ciudadanos en la operación del gobierno -cuestión que le corresponde a aquellos que no entienden nada de derecho administrativo-.
Se trata en su defecto, de mostrar el hecho de que el Estado de Guatemala que heredará el nuevo «mandatario» no tiene ni tendrá capacidad para hacer nada o casi nada bien. El Estado en el ámbito interno se manifiesta en una vasta cantidad de personas jurídicas con organizaciones, funciones y talentos humanos diferentes. Algunas de ellas, son más apegadas al ideal de Estado de Derecho, más eficaces, eficientes y responsables aun cuando no son mostradas como ejemplos de creación de capacidad pese a las condiciones adversas.
La imitación de realidades foráneas acríticamente, además de la ignorancia en materia de administración pública y de avances en ciencias sociales ha desquiciado la discusión. Por ello, desde que Guatemala se presentó ante la comunidad internacional como país soberano (independiente) de España (1821), del Imperio Mexicano y de la República Federal Centroamericana (1839) la capacidad estatal sigue siendo una tarea pendiente.
Tal y como marchan las cosas «Guatemala solo alcanzaría una gran capacidad en el año 2584». Esta predicción realista aunque dolorosa, se debe al análisis de Matt Andrews, Lant Pritchett y Michael Woolcock del Center for International Development (CID) de la Universidad de Harvard, en el que enfatizan que esta predicción obedece a que no se ha comprendido que no se pueden trasplantar prácticas de otros lugares, pero también al hecho, de que los países ricos ya no quieren tirar su dinero en los países en vías de desarrollo.
Casi siempre, la imitación de legislaciones foráneas ha conllevado a muchos a pensar que con el trasplante legal vienen consigo las prácticas que se llevan a cabo en esos países, algo que se ha demostrado que es rotundamente falso. La capacidad del Estado no se construye importando soluciones foráneas sino en «construir capacidades».
La mayoría del empeño legislativo en Guatemala no ha procurado una reforma administrativa a fondo que pueda colmar las lagunas jurídicas existentes en materia de procedimientos administrativos, organización y funcionamiento, control de la administración pública, modernización del contencioso-administrativo y del servicio civil. La administración pública desde el punto de vista legal está años luz de retraso de otros países.
Sin embargo, el mantra político está dirigido a buscar más y más políticas públicas con dinero foráneo, muchas de ellas con resultados insatisfactorios. Como bien se sostiene en Building State Capability: Evidence, Analysis, Action, la clave está en construir capacidad estatal y eso es más parecido a aprender un idioma que importar mecánicamente ideas extranjeras únicamente.