Las fuentes de riqueza cambian; la política también.
La modernidad, la globalización y la revolución de la información, aunado a la corrupción y el crimen organizado, han diversificado las fuentes de riqueza en Guatemala. Economistas, sociólogos y periodistas se refieren al “capital emergente” para aglutinar a aquellos sectores cuya fuente de acumulación es distinta a la del empresariado tradicional. Algunos, incluso, parten de esta dicotomía para analizar el conflicto político. Sin embargo, esta conceptualización dialéctica no considera los matices en cuanto al origen y proyección de los diferentes capitales coexistentes.
Por un lado, encontramos el capital tradicional, entendido como aquellos sectores dedicados a actividades económicas tradicionales en el agro, la industria, el comercio, las finanzas o la exportación. Su proyección ocurre a través de la institucionalidad gremial.
Por otro lado, el capital emergente lícito aglutina a aquellos sectores cuya fuente de riqueza proviene de las nuevas oportunidades y formas de organización económica de fines del siglo XX e inicios del XXI. Aquí encontramos al cooperativismo y a los sectores de servicios, tecnología, o telecomunicaciones. Generalmente, aspiran a incidir por medio de instancias alternas a la gremialidad, y en los últimos años, han buscado ampliar sus mecanismos de incidencia política.
Desligado del anterior, encontramos a una tercera categoría: el capital clientelar que reúne a aquellos intereses entorno a la proveeduría del Estado, como medicamentos, construcción de obra pública, tercerización de servicios, etc. En un país donde el negocio más rentable es vender caro al Estado, dichos actores se esmeran en desarrollar relaciones directas con los partidos, convirtiendo así el financiamiento electoral en la inversión para acceder a la repartición del patrimonio público.
Finalmente, encontramos al capital proveniente del narco, el contrabando, la trata, el lavado y otros ilícitos. Su proyección es más sigilosa, pero bastante efectiva. Logra colar sus masivos recursos en campañas locales y nacionales. Su aspiración es bastante sencilla: esperar que el Estado se haga de la vista gorda frente a los ilícitos que afincan su riqueza.
Para las interpretaciones de carácter materialista, las relaciones económicas configuran el modelo de sociedad y el sistema político. Sin ánimo de caer en determinismos, el caso reciente de Guatemala es quizá el mejor ejemplo de ello.
En 2015, el Informe sobre el Financiamiento de la Política en Guatemala establecía una aproximación a las fuentes del financiamiento de campaña: 50% provenía de corrupción; 25% de recursos del crimen organizado, particularmente, narcotráfico; y tan sólo el último 25% provenía de empresarios tradicionales o de fuentes legítimas de financiamiento.
Si bien no se cuentan con datos de comparación, es intuitivo pensar que esta ponderación de fuentes de financiamiento es reciente. Por lo menos, hacia inicios del mileno, el financiamiento del narcotráfico y de la corrupción seguramente era mucho menor al de las fuentes privadas legítimas. Ese cambio ha venido de la mano con una involución del sistema político.
Por un lado, un incremento en los niveles de saqueo de lo público; en nuevas fuentes y formas de corrupción; y en el mantra de impunidad que beneficia a actores del capital clientelar y del ilícito.
Por otro lado, vemos también un cambio en la agenda política. Quizá nunca habíamos visto un nivel de tanta autonomía de los políticos respecto del capital tradicional o de los capitales emergentes legítimos, como se observa el día de hoy. Mientras la agenda legislativa de reactivación económica duerme el sueño de los justos, aquellas propuestas, iniciativas o leyes que faciliten la repartición de lo público, generan consensos. Ese cambio en el eje de intereses políticos y normativos parecen indicar que hay un proceso gradual de surgimiento y consolidación de una élite de poder autónoma: aquellos capitales emergentes, vinculados a la corrupción y al crimen.