El lunes 19 de octubre amanecimos con la noticia de que Luis Arce, el candidato del MAS (partido de Evo Morales), se perfilaba como virtual ganador de las elecciones presidenciales del país suramericano, con una ventaja de 10 puntos y con el 52.4% del voto popular, que lo ha llevado a la presidencia sin necesidad de ir a una segunda vuelta.
Por su parte, el candidato centrista Carlos Mesa apenas obtuvo el 31.5% de los votos, y una buena parte de los votos opositores fueron canibalizados por el candidato de derecha, el empresario Luis Fernando Camacho, que alcanzó apenas el 14% del apoyo del electorado. El otro golpe letal sucedió en el parlamento, donde el MAS también habría ganado ambas cámaras de la Asamblea Legislativa Plurinacional. La jornada electoral contó con una participación abrumadora del 85% del padrón electoral.
Este es el resultado de los mínimos (o más bien nulos) esfuerzos de la oposición política por concertar una candidatura de unidad nacional que hiciera frente a la opción populista del moralismo. Además, es la consecuencia de una presidencia interina que, a lo largo de 11 meses, se vio envuelta en escándalos de corrupción por la compra irregular de insumos en el Ministerio de Salud para combatir el COVID-19. También, es el corolario de la crisis económica que trajo consigo la pandemia, donde el desempleo se disparó en Bolivia del 3.9% al 11.8% en lo que va de año. Adicionalmente, se ha proyectado una caída del PIB para ese país del -5.2%. Incluso, ha aumentado la pobreza en 3.8 puntos porcentuales y la pobreza extrema, se ha agudizado en 2.5 puntos porcentuales. Se preveé también un incremento de la desigualdad en la distribución de ingreso entre el 3.0 y 3.9%, según datos de la Cepal. En ese sentido, las preferencias del electorado se inclinaron por el modelo interventista, redistributivo y socialista del MAS.
Ciertamente, los demócratas del mundo respetamos el resultado de esta elección, a pesar de las violaciones y desafueros cometidos por Evo Morales al irrespetar la decisión del propio pueblo boliviano de no reelección en 2016, y luego tratar de modificar el ordenamiento jurídico de su país a través de sentencias de interpretaciones antojadizas de jueces activistas para perpetuarse en el poder, eliminando los límites para la reelección indefinida, en 2017.
En ese sentido, es importante precisar que el hecho de que un proyecto político gane elecciones limpiamente, no significa que carezca de vocación autoritaria. De hecho, desde hace más de 10 años existe la categoría de “Autoritarismo Competitivo”[1], para designar regímenes que combinan las elecciones competitivas con serias violaciones a los procedimientos democráticos. Analistas serios como el doctor Sánchez Berzain han declarado (incluso desde mucho antes de la elección), que si bien se removió del poder al dictador Morales en 2019, se dejó intacta la estructura institucional y legal de su sistema autoritario, lo cual hacía imposible y fallida una verdadera transición a la democracia.
De manera que, el efecto inmediato de la victoria de Arce ha sido expuesto por el propio delfín del moralismo durante la campaña: el retorno de Evo Morales a Bolivia, con plena impunidad para retomar su proyecto político populista; la extinción de la policía nacional y la creación de milicias y cuerpos armados paralelos que reemplacen a las Fuerzas Armadas.
Hacia el exterior, continuará la exportación de coca (Bolivia es el tercer productor de cocaína en el mundo) y por ende, veremos una regresión en la lucha contra los cárteles de droga y de redes criminales en la región. Además, continuarán los manejos oscuros, lavado y desvíos ilícitos de capitales de la estructura criminal que existe entre Bolivia y Venezuela desde los gobiernos de Evo Morales y Hugo Chávez. Y no olvidemos, el apoyo irrestricto al régimen autoritario, criminal, terrorista y violador de Derechos Humanos de Nicolás Maduro en Venezuela ante los organismos multilaterales.
Lo cierto, es que, si bien la voz del pueblo debe escucharse cuando se expresa en las urnas, también es válido decir que especialmente en América Latina, la ciudadanía no se caracteriza por elegir liderazgos que representen los valores liberales del mundo civilizado, sino que suele decantarse por las opciones más populistas y decadentes una y otra vez, hasta el infinito. Así como en Nicaragua el electorado en democracia eligió dos veces al sandinismo, y como en Venezuela se votó mayoritariamente por Hugo Chávez hasta 2012; Bolivia hoy vuelve a escoger a su caudillo.
[1] Levitsky, Steve. Competitive Authoritarianism. UK. Cambridge Universuty Press. 2010