Nos queda esperar a que los que tomen el rumbo del país sepan leer el signo de los tiempos y no den marcha atrás a los avances logrados por la lucha contra la corrupción.
El experimento de CICIG llegó a su fin el 3 de septiembre pasado. Es difícil sostener una discusión racional sobre los resultados de la comisión, pero algunos datos pueden ayudar a centrar la discusión a lo que es realmente importante y a discutir los fallos y límites del experimento.
En primer lugar, la CICIG promovió y acompañó durante los 12 años de gestión, 120 casos penales y lograron más de 400 sentencias condenatorias. En total, hablamos de que han imputado a más de 1,000 personas por distintos delitos. Esa lista de imputados incluye a dos ex presidentes (Colom y Pérez), a la ex vicepresidenta Roxana Baldetti, a varios ex ministros, ex diputados, ex magistrados de Corte Suprema de Justicia y otros funcionarios de alto rango.
Es decir, no solo se trata del volumen de casos que salieron a luz, sino del perfil de varios acusados que sin un esfuerzo como el de la Comisión habrían sido intocables.
Ciertamente, del lado de las críticas, encontramos el uso (o abuso para algunos) de la prisión preventiva. Sin embargo, hay varios puntos que aclarar. Primero, que el exceso de aplicación de la prisión preventiva es un mal sistémico, pues desde el año 1999 MINUGUA hizo ver el problema, al igual que el CEJA en un estudio del año 2009 para América Latina, al igual que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos- CIDH- en 2013.
El dato más interesante es que, de acuerdo con un estudio del CIEN, el 33% de imputados en procesos penales son enviados a prisión preventiva después de la primera declaración. Cuando desagregamos el dato, vemos que en los casos que sigue la CICIG, la proporción es casi la misma: el 30% de acusados guarda prisión preventiva. Llevan razón con que hay un abuso de la prisión preventiva, pero no la llevan en cuanto a que sea un mal imputable al trabajo de la comisión o al menos los datos no los respaldan para hacer tal acusación.
La politización de la justicia fue otro de los temas de discusión. Naturalmente muchos de los acusados utilizaron como estrategia de defensa la narrativa de que las persecuciones eran políticas. La misma narrativa usó Lula en Brasil; Dragnea en Rumanía hizo lo propio y aseguró que la Dirección Anti Corrupción de Rumanía, que destapó los casos de corrupción en su contra, “manipulaba testigos e inventaba pruebas”. Narrativas similares a las que vimos en los últimos años, algo frecuente en casos donde hay persecuciones penales de esta envergadura.
Lo anterior no significa que el trabajo de CICIG sea todo color de rosas. Hubo muchos errores e incluso el diseño institucional no era el óptimo. Era necesario algún contrapeso y una supervisión imparcial que diera balance al trabajo de la comisión. Por supuesto, el tema no fue ni propuesto por los políticos ni aceptado por los defensores a ciegas del trabajo de la comisión.
Pero lo que preocupa más es que, con todo y sus desaciertos, la comisión era el único esfuerzo articulado para combatir la corrupción y la impunidad. Ahora que se marcha, no queda un rumbo marcado que seguir. Es cierto, el Ministerio Público de hoy tiene mejores capacidades que aquel que encontró la comisión en 2008, pero el poder judicial continúa cooptado por grupos oscuros que podrían consolidar su control en el mismo y garantizarse impunidad.
La lección principal de este esfuerzo es que, si no hay un liderazgo político local que impulse las reformas institucionales de fondo que quiten los incentivos y espacios a los poderes paralelos como complemento a la persecución penal, la ecuación queda incompleta. La comisión quiso jugar el rol de reformador en 2017 (ante la ausencia de liderazgo político local) y no tuvo éxito, pero la clase política demostró su compromiso con los poderes oscuros y mantuvo un sistema de elección de jueces que ahora está bajo su control.
No cabe duda que la reforma judicial debe ser uno de los principales puntos de consenso que debemos encontrar los actores locales. Tanto para quienes estamos más cerca de la derecha o quienes estén cerca de la izquierda, existe un acuerdo bastante claro en que debemos arrebatar a las mafias el control del poder judicial. Hacia ahí deben ir nuestros esfuerzos, de lo contrario, la lucha contra la impunidad no tendrá futuro.
Por lo demás, nos queda esperar a que los que tomen el rumbo del país sepan leer el signo de los tiempos y no den marcha atrás a los avances logrados y a que nuestros aliados continúen dando apoyo a las políticas de combate a la impunidad y la corrupción. La esperanza es lo último que muere.