Empresario, sociólogo y comunicador. Doctor en Sociología y Ciencias Políticas. Es Presidente de la Fundación Libertad y Desarrollo y Director General del programa Razón de Estado.
Vivimos tiempos difíciles, tiempos de prueba.
La democracia fue la idea política más exitosa del Siglo XX; pero tuvimos que pasar por dos guerras mundiales y una depresión económica para aprender que el respeto y el ejercicio de ciertos valores permite y promueve la evolución del ser humano y el desarrollo de las naciones.
Esos valores encontraron casa y bautizo en esa forma de vida que se llama democracia liberal, republicana y capitalista; una forma de vida que, a pesar de sus defectos y limitaciones, ha demostrado sus ventajas y beneficios.
Las naciones modernas y desarrolladas de hoy son el resultado de la libertad y del ejercicio del respeto a esos valores que también se conocen como “Los valores de Occidente”.
En esta segunda década del Siglo XXI ya quedó claro que la especie humana vive un cambio de era al que todavía no encontramos propósito, rumbo y claridad.
Sabemos que la libertad es el valor con el que se nace y debe ser la condición con la que se muere; sin embargo, desde hace más o menos 15 años, cada vez, menos personas en el mundo tienen la oportunidad de votar en elecciones realmente libres y democráticas.
El carnaval de los tiranos está regreso. La crueldad contra lo humano, la falta de respeto a los derechos fundamentales y el desprecio a la libertad individual son, otra vez y en pleno Siglo XXI, un fenómeno brutal, creciente y con escasa oposición.
A las tiranías del Siglo XX – nazismo, comunismo y fascismo – se sumaron en las últimas décadas el fanatismo islámico y el populismo autoritario, de izquierda o derecha. Siempre con el mismo objetivo: someter a los pueblos, violar sus libertades y convertir naciones enteras en botín de caudillos, sociópatas y bandidos.
Es cierto que una economía global insuficiente, los altos niveles de conflictividad social provocados por la desinformación y la mentira, los impactos del cambio climático, nuestra lentitud en aprender a convivir con ciertos elementos disruptivos de la tecnología y la simbiosis que se ha producido entre la política, la corrupción y el crimen trasnacional, tienen al mundo de cabeza; pero, si no resolvemos y corregimos pronto, llegaremos al borde del precipicio.
A través del drama, la novela y los juegos del poder que ha sido la política a través de la historia, siempre fueron pequeños grupos los que marcaron los momentos estelares, para bien y para mal. Siempre fue la naturaleza humana, la forma de ser de los individuos que estaban al mando, la que definió si lo que se escribía en cada capítulo de nuestro libro, era para nuestra desgracia o para la gloria y la libertad de los pueblos.
Ahora bien, siempre fue, es, y será El Ciudadano, el que hace realidad la ilusión por la evolución y el desarrollo de su familia, de su pueblo, de su nación, a pesar de la política, con la ayuda de la tecnología, en el marco de una cultura societaria que premia la excelencia, reclama el respeto y promueve la solidaridad; una cultura que aprende de sus errores, distingue a quien lo merece, elige a sus mejores y aplaude los éxitos de unos porque sabe que son de todos.
Ese Ciudadano debe vivir sin olvidar lo que dijo uno de los grandes del Siglo XX, respecto a que la democracia es el peor sistema político del mundo, con excepción de todos los demás; y que, en el fondo de su corazón, y aunque sea en su inconsciente, sabe que el valor, el único y el principal, del que depende su bienestar, su honor y su humana dignidad es la libertad.