¿Vale la pena votar cada cuatro años por el "menos peor"?
Estamos en las vísperas de un nuevo proceso electoral. A diferencia de la euforia y el optimismo de 2015, en estas elecciones prevalece un clima de escepticismo e indiferencia. En las votaciones anteriores se creía que a través de las urnas se podían vencer a los candidatos que representaban la continuidad de la corrupción y la impunidad, que tanto indignaba en aquel entonces.
Sin embargo, lo ocurrido en los últimos cuatro años demuestra que las votaciones no garantizan la depuración del sistema. Ni el Ejecutivo, ni el Congreso electo en 2015 lideraron el cambio que tanto necesita este país. Más bien se convirtieron en íconos del inmovilismo, en guardianes de este sistema que utiliza todo lo que está a su alcance para no morir.
El colmo del cinismo es que algunos de los candidatos rechazados contundentemente en las elecciones pasadas, hoy se están postulando nuevamente. Presentan un “rostro nuevo”, apostando a que los guatemaltecos tenemos muy poca memoria y que unos cuantos discursos son suficientes para ocultar las verdaderas intenciones. Nunca faltan los ingenuos que lo creen.
Lamentablemente, aquellos candidatos que se presentan por primera vez, tampoco levantan gran entusiasmo. Muchos de ellos tienen tantos señalamientos como los viejos candidatos. Otros, simplemente son improvisados que no tendrían idea alguna de qué hacer a partir del día uno en la presidencia.
La lección de estos treinta años de experimento democrático, es que realizar elecciones es insuficiente para garantizar el funcionamiento de una democracia liberal. Claramente no estoy sugiriendo que volvamos al esquema de fraudes electorales o de golpes de estado que imperó antes de 1985. Pero sí debemos exigir algo más que elecciones limpias y transparentes.
Los partidos políticos, esas instituciones que son el corazón de una democracia vibrante, simplemente desaparecieron del escenario político guatemalteco. O tal vez nunca existieron. En su lugar, tenemos organizaciones con dueños, cuya única intención es llegar al poder para saquear el Estado. La ideología simplemente es irrelevante.
¿Qué podemos hacer ante un panorama tan desolador? Lo mismo que en otras ocasiones. Elegir entre aquellos candidatos “menos peores”. Es la única opción que tenemos en el corto plazo. Ir a votar, aunque sea con el semblante de un funeral. Porque no nos engañemos. Esto no será una fiesta cívica, cuando la oferta política es tan pobre.
En el largo plazo, sin embargo, debemos exigir un cambio radical de nuestro sistema político. Si seguimos bajo las mismas reglas, la oferta política no se modificará. Seguiremos eligiendo entre los “menos peores” en cada proceso electoral.
Pero también es necesario un cambio en la cultura política del país. Es indispensable que la clase media y el sector urbano se involucren activamente en los partidos políticos, con un sistema de financiamiento transparente, que impida que los partidos tengan dueños.
Debemos comprender que el disgusto y la animadversión que la mayoría de guatemaltecos siente hacia la actividad política, sólo allana el camino para que los peores elementos de esta sociedad se hagan con el control del Estado. En política no hay vacíos y los espacios que dejan las personas decentes, son ocupados por individuos inescrupulosos.
A la mayoría de políticos de este país poco les importa el rechazo de la ciudadanía. Se roban los impuestos que pagamos y gozan de privilegios insultantes, sin tener la más mínima vergüenza. Total, viven en un país en donde la impunidad es la norma.
Esa es la razón por la cual se debe pasar de simplemente votar cada cuatro años por el “menos peor”, a construir una cultura en donde la actividad política sea vista como un derecho y una obligación ciudadana.
Si queremos un país distinto, no podemos esperar a que la oferta política cambie de forma “espontánea”. Nosotros debemos colaborar activamente en construir un sistema político decente. No tenemos opción.
Columna publicada originalmente en El Periódico.