Estados Unidos hoy es una sociedad profundamente dividida.
Durante los últimos veinte años, los centros urbanos y las costas han vivido una revolución de progresismo político y social. El laicismo, el reconocimiento de los derechos civiles de minorías sexuales y el creciente rechazo a la agenda de intervención exterior norteamericana son quizá los hitos de cambio social que caracterizan la transición de la Generación X a los Milenials urbanos. En gran medida, empujado por una generación que en su mayoría ha pasado por las aulas universitarias. Mientras tanto, la discusión sobre la materialización de la desigualdad ha llevado a este mercado demográfico a presionar por una agenda más agresiva en relación con la salud pública universal y el sistema de seguros o la administración de la deuda estudiantil de esa generación que pasará años el crédito universitario.
Entretando, los suburbios o las zonas rurales del centro y centro-oeste mantienen su carácter eminentemente conservador. En su mayoría, encontramos a familias de granjeros, trabajadores de “cuello azul”, operarios industriales y pequeños comerciantes. Es un mercado demográfico que reciente la migración ilegal, en gran medida, porque fácilmente pueden ser desplazados de sus puestos de trabajo por ese ejército de ilegales venidos de la frontera sur. Este núcleo sigue teniendo en las fuerzas armadas un referente de valores cívicos y un hito aspiracional de elevador social (vía el acceso a educación superior gratuita). La oleada de laicismo urbano no ha llegado a estas latitudes, por lo que los valores cristianos siguen muy arraigados. De tal manera, el rechazo a la agenda de género es latente.
Dos mundos, dos formas de entender el entorno y dos visiones distintas sobre lo que aspiran del poder coexisten en el país que durante años ha sido el referente global de las ideas de república, democracia, economía de mercado y respeto a los derechos civiles. Esos dos mundos asumen dos colores en las elecciones: el azul demócrata de los centros urbanos y el rojo republicano de los suburbios y la ruralidad.
A nivel de Estados, la relación es evidente. Aquellos más urbanos (California, Nueva York, Massachussets, Pennsylvania) son totalmente azules; aquellos más rurales (Montana, las Dakotas, Oklahoma, Idaho, Wyoming, Kentucky, Tennessee) son totalmente rojos. Pero la brecha urbano rural destaca incluso en Estados bisagra. Por ejemplo, Florida tiene zonas urbanas por excelencia (Miami, Orlando, Tampa Bay, Jacksonville) donde los demócratas ganan sin problema; mientras en el resto de los suburbios se concentra el apoyo republicano. Caso similar ocurre con Texas, donde a pesar de ser Estado bastión republicano, las ciudades como Dallas, Houston y San Antonio son áreas de incidencia demócrata.
Esa realidad describe la política de los últimos 15 años en Estados Unidos. Barack Obama fue un Presidente urbano-céntrico. Su agenda enfocada en la reforma de salud, en el reconocimiento de los derechos de minorías y una actitud más liberal frente a la migración sirvió al primer público. Trump fue un Presidente de los suburbios. Su actitud más restrictiva frente a la migración, el rechazo a un plan uniforme de salud o una visión más conservadora de la sociedad agradaron al público número dos, quien por cierto (como ocurre tanto en América Latina) le agrada esa forma propia de los populismos autoritarios.
Y así, a un día de llegar Joe Biden a la Casa Blanca, el reto no es menor: compaginar dos visiones del mundo. Una, con 74 millones de voces, que percibe el resultado de noviembre pasado como un gran fraude contra el bastión del tradicionalismo. El otro mundo, con 81 millones de expresiones, se percibe como el referente interno de la modernidad, sin reconocer que a unos pocos kilómetros, existe otro norteamericano con una visión diametralmente opuesta de la realidad. Como no ocurría desde los años sesenta, el reto de la democracia más antigua del mundo, es encontrar la receta institucional para hacer encontrar a estos dos mundos que hoy son Estados Unidos.