
Dionisio Gutiérrez
A lo largo de la historia, esa vieja relatora de elecciones que nadie quiere escuchar, se confirma que todo imperio que se creyó eterno acabó, tarde o temprano, enterrado bajo su propio peso. Los ejemplos abundan: el Imperio romano murió más por exceso de ego que por falta de espada; el español conoció glorias y conquistas que aún retumban en las piedras de los siglos, pero se hicieron insostenibles.
El Imperio británico acabó desangrado por dos guerras mundiales y el precio de gobernar más por intereses que con justicia. Y el soviético, monumento al control total, cayó por el agotamiento moral y económico de un sistema que prometía igualdad mientras repartía miseria. Cuando la verdad pública se hizo obvia, pues el muro no resistió.
¿Qué decir del presente?
Vivimos en un mundo donde algunos, con traje moderno y sonrisa de algoritmo, aún creen que pueden imponer reglas, extender su influencia sin resistencia y dominar el tablero sin consecuencias. Pero la historia no es tonta. La soberbia imperial —de antes y de ahora— lleva en sí misma el germen de su propia destrucción: todo imperio que no corrige, que no duda, que no es capaz de renovarse desde dentro, está condenado.
La historia no perdona a los arrogantes, pues los retrata con claridad y los entierra con precisión. No es pesimismo, es realismo con siglos de respaldo. Cuando los poderosos se creen infalibles, cuando confunden fuerza con derecho, cuando dejan de hacerse preguntas, el principio del fin ya ha comenzado. Y aunque la caída no siempre es rápida, es siempre inevitable. Y cuando llegue —porque llegará—, la historia hará lo que siempre ha hecho: pasará la página, sacudirá el polvo y volverá a empezar con otros nombres, otras banderas y, ojalá, con menos soberbia.
Parece ser que seremos testigos de la caída del siguiente imperio. El drama es que hoy, como otras veces en la historia, son la democracia y la libertad de Occidente las que están en juego.
Más allá —o más acá— del juego de tronos de los imperios, está nuestra América Latina, padeciendo el peor de los subdesarrollos: el subdesarrollo político; causa principal de que nuestra economía sea insuficiente, al mismo tiempo que la frustración y la pobreza aumentan. Este escenario de vergüenza nos dibuja como una región rica en recursos naturales, pero llena de gente pobre, a causa de que la política no funciona. Y, por eso, somos también un territorio en disputa entre otros que quieren imponer nuestro destino.
En nuestra región, la democracia como sistema está quedando acorralada, no con fusiles, sino con votos —donde todavía se puede votar—. La desgracia populista y autoritaria no está llegando en forma de golpe de Estado, sino de gobierno electo.
El nuevo tirano no entra al palacio derribando puertas, sino ganando elecciones. Y una vez adentro, se quita la máscara. Todo comienza con discursos sobre pueblo, justicia y patria, y luego resulta que los jueces estorban, los periodistas mienten, la oposición traiciona y la libertad divide. Y así, lo que era una democracia imperfecta se convierte en una ficción autoritaria, disfrazada de proceso popular.
Pero ¿cómo advertir al ciudadano que cree que esto no va con él? La libertad no desaparece de golpe, se disuelve. No hay un derecho o un decreto que diga: “hoy ya no eres libre”. Lo que hay es una serie de excusas, mandatos y campañas de desprestigio que vacían el significado de la palabra “democracia”.
Se empieza con el control de los medios, sigue la reforma a la justicia, luego se persigue a la oposición, se manipulan elecciones, se envenena el lenguaje y, cuando el ciudadano quiere reaccionar, ya es tarde. La tiranía se ha instalado, y lo hace con traje, sonrisa y mayoría parlamentaria.
El autoritarismo moderno no grita, administra: administra el miedo, la mentira, el relato único. Y si alguien se atreve a discrepar, se le cancela, se le expulsa o se le silencia bajo la acusación de ser enemigo del pueblo.
El nuevo totalitarismo no necesita tanques. Le basta con algoritmos, aplausos y reformas constitucionales. Y lo más trágico es que, muchas veces, lo hace con el consentimiento de los ciudadanos que, hastiados, resignados o confundidos, creen en la mentira populista y votan por su propia servidumbre.
¿Qué hacer entonces? Primero, despertar: nadie está a salvo. Segundo, reconocer que libertad no es solo decir lo que uno quiere, es permitir que el otro diga lo que no queremos oír. Y tercero, actuar: organizarse, vigilar al poder como se vigila al fuego, porque cuando el poder se siente impune deja de gobernar y empieza a mandar.
La historia nos enseña que las democracias mueren cuando los ciudadanos bajan la guardia y se acostumbran al abuso. Por eso, ciudadanos libres: si alguien les promete orden absoluto, unidad sin debate y prosperidad sin esfuerzo, desconfíen. Su libertad está en peligro.
La libertad y la democracia no mueren de un golpe, sino de una rendición lenta y tolerada. Y si hoy tiemblan sus cimientos, no es solo por culpa del populismo autoritario que grita y avanza, ni de los criminales que se organizan y de las redes que manipulan. Es, sobre todo, porque las élites, las llamadas a custodiar el orden civilizado, han abdicado de su deber.
La élite económica ha preferido el dividendo inmediato al destino común. Se ha vuelto ciega ante el subdesarrollo político, muda ante la injusticia, sorda al clamor del ciudadano común. La intelectual, que debiera ser conciencia crítica del tiempo, se refugió en el lenguaje abstracto y la torre de marfil mientras el mundo se llena de ruido, miedo y dogmas. Una razón más por la que extrañaremos tanto a nuestro querido Mario Vargas Llosa.
La dimisión de las élites ha provocado que los pueblos caminen solos. Quienes debían guiar, guardaron sus espadas y cerraron sus libros. La democracia liberal y el libre mercado, únicas fuentes de desarrollo y bienestar, están abandonadas y a la deriva. Esto no es cuestión de optimismo —que es bueno para la salud— o de pesimismo. Es cuestión de datos.
Estamos iniciando una jornada de tres días de discusión y reflexión. Hagamos el compromiso de sentar las bases para construir una propuesta de acción seria, profunda y de largo alcance. Alertemos a las élites sobre que, si no vuelven al ruedo, dejarán de serlo.
Tenemos una tarea formidable frente a nosotros en cada uno de estos eventos donde siempre nos reunimos más o menos los mismos, me hago la misma pregunta: ¿Si no somos nosotros, quién? ¿Y si no es ahora, cuándo? Amigos presidentes, quienes un día gobernaron con altura y dignidad, hoy no pueden callar, porque del que supo y sirvió se espera no silencio ni cálculo, sino ejemplo, palabra firme y presencia activa. Por eso, gracias por estar aquí una vez más.
¿Y qué hacer entonces? Rescatar la política, volver a creer en la libertad y salir a defenderla.
Muchas gracias y bienvenidos.
Ateneo de Madrid
21 de mayo de 2025