El escenario político hacia 2020
Entre 2015 y 2019, Guatemala vivió un proceso sin precedente de lucha contra la corrupción. Ni las manos limpias de la Italia de los 90’s, ni la ofensiva anti-corrupción de Rumania de hace una década, puede compararse en magnitud y profundidad con lo ocurrido en Guatemala en este cuatrienio.
Como todo proceso de cambio político traumático, se generan algunas condiciones recurrentes.
La polarización fue una de ellas. La historia de las Revoluciones recuerda siempre a los radicales y a los defensores del statu quo, y siempre las voces moderadas fenecen ante los extremismos de quienes quieren cambiarlo todo y quienes que no cambie nada. Esa polarización se sobrevino en Guatemala. Lo interesante del caso es que a pesar de la finalización del mandato de la Comisión -el actor central en el proceso- la polarización se mantiene y el enfrentamiento se arrecia con el paso de los días.
Otra condición es el desplome de los depuradores que iniciaron el cambio político. Los Cromwell, Robespierre y Maderos terminan cayendo víctima de la Revolución que ellos mismos iniciaron. La consolidación del cambio político cae en los hombros sobreviven la polarización y la lucha por el poder, al estilo de Guillermo de Orange, Napoleón y Plutarco Elías Calles. Esa dinámica se vive hoy en Guatemala, con los promotores del proceso depurador en franca retirada, o con el péndulo de la regresión en franca aceleración.
La tercera condición es el resultado subóptimo del proceso. Al estilo de la final de Game of Thrones, el poder generalmente no queda en manos de las fuerzas que protagonizaron la contienda, sino del actor que mejor logra posicionarse en medio del caos político.
El riesgo latente en estos procesos es el caos. La polarización, el desplome de los depuradores y la temporalidad que toma gestarse el resultado subóptimo, vienen acompañados de cierto desasosiego político y anarquía. Ninguna de las dos se ha hecho presente en el escenario guatemalteco. Pero lo cierto es que los fantasmas de la anarquía se posan amenazantemente sobre el firmamento.
Primero, se observa un Congreso con una agenda de “nunca más”, envían el mensaje que lo ocurrido no debe repetirse. Y para ello, no sólo tienen que favorecer a la facción victoriosa (véase la Ley de Aceptación de Cargos), sino además, revertir los avances institucionales alcanzados (véase los esfuerzos por desarmar la aplicación de la Ley de Extinción de Dominio, o limitar la autonomía del Fiscal General). Y todo ello, debe coronarse con una narrativa alterna, una versión “oficial” de lo ocurrido que se contraponga a los hechos fácticos recogidos en medios e investigaciones.
Segundo, se observa la persistencia de la atomización y la fragmentación. En el plano político partidista, el resultado de la elección 2019 fue el Congreso más atomizado de la historia, en el cual el proceso de alcanzar mayorías será el más complejo de la historia democrática. Pero en el plano de los actores relevantes, las rencillas y la sed de venganza se mantienen a flor de piel.
Tercero, un debilitamiento de la institucionalidad. Cortes desgastadas y un irrespeto generalizado a sus resoluciones. Organismos del Estado desarmados.
Todos estos fantasmas sí aparecen en la ecuación guatemalteca. El riesgo entonces es replicar la maldición del náufrago que nada durante horas para sólo darse cuenta de que se alejó más de la orilla.
Alejarse de la orilla implica que mientras perdura la anarquía, las mafias se reagrupen y encuentren nuevas formas de operar el control del territorio y de los espacios de poder. Recuperar espacios de poder equivale retomar el control de los negocios, de las viejas formas de hacer política o de restituir el círculo “inversión electoral – rentabilidad corrupta” que sin duda, se vio afectado a partir de 2016.