Poco se ha escrito sobre la génesis de la captura del Estado de Guatemala.
Sabemos que prácticamente desde su nacimiento a la vida independiente, la política en el país se revistió de características patrimonialistas: el uso del poder político como oportunidad para obtener prebendas, privilegios y oportunidades de negocio. Sabemos también que, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, el patrimonio del Estado (dígase fincas estatales, frecuencias radioeléctricas, etc.) fue objeto de una constante repartición entre allegados a los gobernantes de turno y a los amigos permanentes del poder.
Sabemos también que, con la adopción de un modelo de Estado de corte subsidiario, siguiendo las recomendaciones del Plan de Ajuste Estructural a principios de los noventa, la adquisición de bienes por el Estado y la prestación de servicios públicos se convirtieron en la mayor oportunidad de negocio del país. Con el paso del tiempo, ese modelo dio lugar a ese círculo vicioso de concebir el financiamiento de campañas como el ticket de ingreso para participar en la repartición de los negocios públicos, que en el mercado local, parecieran ser lo que generan los márgenes de utilidad más atractivos.
Sin embargo, poco se ha dicho sobre la génesis de algunas de las redes de poder enquistadas en espacios relevantes de la administración pública.
En esta historia, el Gobierno del FRG (2000-2004) generó una especie de “circulación de élites” en cuanto al acceso a las esclusas del poder patrimonial. El modelo de construir un partido sobre una suerte de “federación de caciques locales” dio origen a muchos de los cacicazgos legislativos que han perdurado durante décadas. Las dinastías de los Quej en Alta Verapaz, los López en Quiché, López Villatoro en Huehuetenango, los Arévalo en Totonicapán o Crespo en Escuintla encuentran su denominador común en el paso de estos personajes por el FRG.
Atrás de ellos, como los casos judiciales recientes han demostrado, vienen aparejadas las viejas prácticas de controlar plazas en el Estado, traficar influencias en la gestión de contratos de obra gris, o influencias indebidas sobre otras instituciones públicas.
Pero esto no se queda ahí. El primer gran saqueo del IGSS lo encontramos en la administración de Carlos Wohlers y César Sandoval por allá del 2002-2003. Gustavo Herrera, uno de los poderes silenciosos detrás de las cortes, saltó a la palestra precisamente durante este período gracias a los negocios de compra-venta de propiedades con el IGSS. O qué decir de Roberto López Villatoro, otro personaje relevante en los últimos 15 años del gremio de juristas, también salió a la luz durante el periodo en cuestión.
Y así, podemos reseñar durante horas la forma en que redes patrimonialistas que han ejercido control directo o indirecto sobre ciertas municipalidades, COCODES, la Dirección de Caminos, COVIAL, el Ministerio de Agricultura tienen su génesis durante la administración del FRG.
Hay quienes se han referido a este período como la fase de la “horizontalización de la corrupción”, un momento en donde las llaves de los negocios se abrieron a más actores, a poderes locales y a élites emergentes. Sin duda, ningún régimen contribuyó más a generar un proceso de acumulación de nuevos capitales y el surgimiento de nuevas chequeras en política, como el eferregismo.
La paradoja de la historia es que gran parte de la depuración judicial 2015-2019 afectó precisamente a un grueso de los actores, redes y personajes cuyos orígenes en política los encontramos entre el 2000 y el 2004. Y aún así, actores tradicionales, a quienes se les había empezado a desplazar luego de la circulación de élites generada por el eferregismo, parecieran empecinados en defender un modelo que hace 20 años cuestionaron, y que en el fondo todos sabemos, que les deplazará tarde o temprano.