El 7 de diciembre de 2022 el entonces presidente de Perú, Pedro Castillo, dio un golpe de Estado al pretender, no solamente disolver el Congreso, sino desestructurar todo el sistema de justicia del Perú. Este golpe de Estado estaba destinado a fracasar ya que el maestro rural no contaba con el apoyo de la prensa, ni de las Fuerzas Armadas, ni de la policía y ni siquiera de su propio partido, Perú Libre, cuya bancada incluso votó a favor de su vacancia en el Congreso.
La razón por la que Castillo se lanzó en un dislate golpista tan absurdo tenía que ver con que ese día tenía que ir al Congreso a defenderse de una acusación por corrupción y no contaba con los votos suficientes para mantenerse en el cargo. En medio de la confusión de aquellas horas, y viéndose sin salida cuando intentaba asilarse en la embajada de México, Castillo acabó preso en flagrante delito por su propia escolta. Posteriormente, la vicepresidente de Castillo, Dina Boluarte, asumió el cargo de presidente de la República.
A partir de entonces, se ha desatado en el Perú una profunda crisis política tras la irrupción de manifestaciones violentas y bloqueos en todo el país que ya arriba a más de 45 días y que ha arrojado un saldo funesto de más de 60 muertos y pérdidas económicas de alrededor de 70-80 millones de dólares cada 2 ó 3 días, aproximadamente.
Analizar lo que está sucediendo en Perú es bastante complejo por la cantidad de variables involucradas que han llevado al sistema a hacer aguas por todas partes, precipitándose al borde del colapso. Sin embargo hay tres claves o ejes de análisis que pueden servir de mapa para entender esta crisis.
Sucesos como este no son extraños en un país acostumbrado a estas rotaciones de poder, ya que en los últimos 6 años ha tenido igual número de presidentes. Hasta 2016 Perú parecía gozar de estabilidad política y de un gran crecimiento económico. Sin embargo, los casos de corrupción que salpicaron a gran parte de la élite política (los últimos 5 ex presidentes del Perú están todos presos), condujeron al país a una suerte de depuración del sistema político por la vía judicial, que realmente se convirtió en un “lawfare”: una instrumentalización de la justicia para quitar del camino a los adversarios políticos de ambos lados.
De la salida de PPK en 2017 a la caída de Vizcarra en 2019, la propia centroderecha (demócratas liberales y fujimoristas) comenzó a fagocitarse en esta lucha intestina y fratricida. Todo esto, sumado a la pandemia y a la crisis económica de 2020, haría que en 2021 la extrema izquierda de Perú Libre llegara finalmente a la presidencia de la República con Pedro Castillo.
Eso nos trae al presente, en el que la inexistencia de liderazgos es incuestionable. Luego de estas debacles que engulleron por completo a la clase política peruana, el país se halla en una severa crisis de representación y de legitimidad. De hecho, según la encuestadora IPSOS, 71% de los peruanos desaprueba la gestión de Boluarte. Y por su parte, el Congreso es de los organismos más desprestigiados y denodados con un 80% de desaprobación por parte de los peruanos. Pero más dramático aún es la crisis de liderazgos ya que, de cara a unas eventuales elecciones, el político con mayor popularidad en el país tiene apenas el 3.6% de aceptación y el que le sigue, el 3.3%.
Luego de la purga de los últimos años, la oferta política del Perú es lo más parecido a un desierto en estos momentos.
Perú tiene estipulado en su sistema constitucional la llamada “muerte cruzada” en la que el Ejecutivo puede disolver al Congreso con el voto de censura por falta de confianza y a su vez el Legislativo también puede destituir al presidente con la figura de la vacancia por incapacidad moral. Estos instrumentos constitucionales, sin importar el signo ideológico y sin importar que derecha o izquierda estén en el oficialismo o en la oposición, se han aplicado indiscriminadamente no ya como una forma de contrapesos republicanos para frenar la concentración de poder, sino como un chantaje político que ha sometido al país a una fuerte inestabilidad e ingobernabilidad en los últimos años.
El 16 de enero de 2023, el Congreso peruano aprobó un proyecto de ley para eliminar la facultad del presidente de convocar votaciones de confianza sobre su gabinete, lo que en la práctica instalaría un injerto parlamentario en un sistema presidencialista. Además caótica porque la alta fragmentación del voto en Perú hace que la composición del Congreso sea de por lo menos 12 bancadas, 2 mayoritarias (Perú Libre partido oficial y Fuerza Popular la oposición fujimorista) con apenas 15 y 24 curules cada una. Y el resto, bancadas muy pequeñas que oscilan entre 5 y 13 escaños.
Hasta que una reforma constitucional parcial modere las facultades de la Presidencia y el Congreso, el Perú seguirá siendo políticamente inestable. Además, que esta guerra política entre el Ejecutivo y el Legislativo lo que hace también es darle argumentos a la extrema izquierda que promueve beligerantemente la agenda de la Asamblea Nacional Constituyente en el que se apruebe una Constitución totalmente nueva y afín a sus intereses.
Las manifestaciones violentas que ya arribaron casi a los dos meses en el Perú tienen como principal demanda la renuncia de la presidenta Dina Boluarte, la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente y que se adelanten las elecciones presidenciales lo antes posible.
Los manifestantes, que llegan aproximadamente a los 1000 o un poco más, son trasladados a Lima en una flota de autobuses rentados diariamente. Es pues, una manifestación política organizada, más que el brote espontáneo de un malestar social. Son unas manifestaciones capaces de sostenerse en el tiempo por más de 45 días con un nivel logístico capaz de bloquear más de 100 carreteras a nivel nacional y tomar violentamente sistemas de transporte público e incluso aeropuertos.
De hecho, al contrario de lo que se quiere proyectar a nivel internacional, las protestas están muy lejos de ser masivas. El 63% de los peruanos consultados en la encuesta de IPSOS a finales de enero cree que las protestas son organizadas de forma deliberada por grupos políticos radicales como Movadef y Sendero Luminoso, vinculados al crimen transnacional y partidarios de Perú Libre que quieren tomar el poder. Apenas un 24% de los encuestados a nivel nacional sostiene que las manifestaciones son espontáneas.
En la historia contemporánea del Perú podemos ver cómo la sociedad peruana ha pasado por dos momentos en los que ha existido un proyecto común de nación. Ambos momentos están en las antípodas ideológicas del otro: el primero, durante el gobierno de izquierda militarista y estatista de Velasco Alvarado (1968-1975), que planteaba el desarrollo a través del Estado y la planificación centralizada; y el segundo, durante el fujimorismo (1990-2000) con un plan de apertura económica que promovía el desarrollo sin la intervención del Estado.
Recordemos que para las elecciones de 1990, en medio de la guerra con Sendero Luminoso y de una hiperinflación, la centroderecha hizo un gran esfuerzo de unidad con la candidatura de Mario Vargas Llosa. Vargas Llosa no ganó, pero Fujimori gobernaría con el plan económico de Vargas Llosa. El reto que se le presenta al Perú en estos momentos es semejante. El Perú del siglo XXI tiene que lograr un proyecto común de nación que integre de nuevo a todo el país en torno a un liderazgo y que todos los peruanos acepten.
Poner a todas estas fuerzas de acuerdo no es fácil, pero en este punto, no hay muchas más alternativas porque los costos de no hacer nada puede costarle a los peruanos su democracia.