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Democracia y derecho “a tener derechos”
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Directora del área de Estudios Latinoamericanos de la Fundación Libertad y Desarrollo. Es licenciada en Historia egresada de la Universidad Central de Venezuela.
14 Nov 2018

Mientras más se “democratice” la democracia, se elevan la apuesta y las expectativas de la ciudadanía.

 

En los últimos meses se ha escrito profusamente sobre este tema. La preocupación en estos momentos pareciera ser, sin dudas, el fin de la democracia. La pregunta es, sin embargo, si la democracia, un concepto tan antiguo, puede efectivamente llegar a su fin, o si lo que estamos viendo como síntoma de ese “fin”, no es más que un cambio en los sistemas representativos occidentales que se inauguraron a mediados del siglo pasado.

El siglo XX se abre al mundo con la aparición de la sociedad de masas y su incorporación a la vida política de los estados nacionales. Es así como a partir de 1945 todas las naciones occidentales comienzan a implementar políticas de apertura democrática y de ampliación de la ciudadanía a través del voto universal, las cuales constituyeron el proyecto político que invistió de legitimidad a las democracias liberales occidentales hasta el presente. 

Sin embargo, en las últimas décadas, ese proyecto democrático ha generado insatisfacción y descontento. Las naciones del Atlántico experimentaron la crisis de su vertiente económica en las décadas de los 80 y 90, con la desaparición del Estado de bienestar y el viraje hacia una gestión pública que toma en cuenta el funcionamiento de los mercados a través del llamado “consenso de Washington”. Y en el presente, es la vertiente política de este proyecto democrático la que se halla en crisis en todo el mundo, con la irrupción de los populismos y de discursos radicales y polarizantes.

Sobre la democracia, específicamente, podemos precisar que el concepto ha sufrido sustanciales cambios y definiciones desde la antigüedad. No es sino hasta el siglo XIX que el término vuelve a tomar auge y esplendor. En ese sentido, Giovanni Sartori distingue tres aspectos fundamentales en la noción moderna de democracia: 

“En primer lugar, la democracia es un principio de legitimidad. En segundo lugar, la democracia es un sistema político llamado a resolver problemas de ejercicio (no únicamente de titularidad) del poder. En tercer lugar, la democracia es un ideal”[1] 

La legitimidad democrática postula que el poder viene del pueblo. En las democracias el poder se constituye a través de elecciones libres y periódicas. Los ciudadanos son los titulares de ese poder en el ejercicio del voto para elegir a sus representantes.

En términos más concretos, la democracia moderna tendría una serie de rasgos interrelacionados: derechos iguales para todos los ciudadanos; libertad de expresión, asociación y oposición política; elecciones libres; plazos definidos y limitados de gobierno; lucha política no violenta; protección a las minorías e imperio de ley comunes para todos los ciudadanos. De tal suerte que las sociedades democráticas se caracterizan por ser plurales, multiculturales, descentralizadas institucionalmente, moderadas, no coercitivas, igualitarias y competitivas. 

En palabras de Sartori, mientras más se “democratice” la democracia, se elevan la apuesta y las expectativas de la ciudadanía. Se pasaría entonces de una democracia en sentido liberal, estrechamente vinculada con la comunidad política como forma de gobierno, a la llamada democracia social, cuyo significado original pone por encima la igualdad a la libertad y que se vincula con las nociones de Estado social y justicia social.

En ese sentido, la interpretación del reconocimiento de los derechos a grupos históricamente rezagados, a mediados del siglo XX, pasó por una fundamentación democrática[3], que consistió en la idea de que todos los miembros de la sociedad reconocen, de forma recíproca, un “derecho general a tener derechos”, independientemente del origen, la posición, el sexo, la propiedad, etc., lo cual constituiría el fundamento de todos los derechos reclamados y codificados en declaraciones históricas.

Bajo esta fundamentación, al individuo no puede negársele su derecho a tener derechos, el cual, a su vez, actúa como “su carta de ciudadanía”[4], y por lo tanto, pasa a ser un miembro más dentro de la dinámica democrática (aunque sea un oponente político), que perfectamente puede ocupar el poder en un futuro.

Es así que en días recientes vimos cómo bajo este principio de fundamentación democrática de derechos, o “derecho a tener derechos”, la Cámara de Representantes del Congreso de los Estados Unidos se pintó de rostros que no suelen ser usuales en la política de nuestros países. 

También es así como se dirimen las tensiones sociales históricas de un país en un contexto plural y abierto. Es ese y no otro el ethos de toda sociedad democrática civilizada. La historia nos ha dado ejemplos de que una sociedad donde la gente no se vea ni se trate como igual, no es en absoluto democrática y terminará lamentable e irrevocablemente empujada hacia la opción “revolucionaria”.


 

Referencias

[1] SARTORI, Giovanni. Elementos de teoría política. Madrid. Alianza Editorial. 2009; p. 29
[2] Sin embargo esa tesis de que la economía es la causa de la democracia, actualmente, en pleno siglo XXI, ya se ha desmentido. La prueba, según Sartori, es el caso de la India, democrática pero pobre (SARTORI, Giovanni. Ibídem; p. 64-65)
[3] La fundamentación de los derechos tiene varias corrientes teóricas: la fundamentación iusnaturalista, la fundamentación pactista, la fundamentación consensualista, la fundamentación positivista, la fundamentación realista, la fundamentación humanista y la fundamentación democrática (PÉREZ CAMPOS, Magaly. Los derechos humanos en la definición de la política democrática. Caracas. Unimet. 2009. Pp. 24-28)
[4] PÉREZ CAMPOS, Magaly. Ibídem; p. 27

El resultado electoral en Estados Unidos: implicaciones para la política exterior
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Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
12 Nov 2018

El 6 de noviembre se celebraron las elecciones de medio periodo en Estados Unidos y los resultados fueron más o menos los esperados. Al final no hubo la ola azul que muchos demócratas esperaban, pero recuperaron el control de la Cámara de Representantes al hacerse con la mayoría.

 

En el senado los republicanos mantienen la mayoría, como era de esperarse. Se sometían a elección únicamente 35 asientos de los cuales 26 eran de senadores demócratas y solo 9 ocupados por republicanos. Era casi una misión imposible ganar control del senado con esas cifras. Los demócratas tendrían que haber defendido todos sus asientos y ganar al menos dos o tres más a los republicanos.

El resultado está dentro de los márgenes normales históricos. Solo en 2002, 1998 y 1934 un partido oficial había salido victorioso en las elecciones de medio periodo. Los presidentes pierden en promedio 33 asientos en las elecciones de mitad de periodo desde 1945. El partido republicano perdió 26 en esta oportunidad, por debajo del promedio. Obama en 2010 perdió 63.  Esto significa que pese al desgaste que ha sufrido Trump, los demócratas no consiguen convencer contundentemente al electorado.

En términos generales es sano que exista un contrapeso en el legislativo. Las leyes en Estados Unidos deben aprobarse en ambas cámaras. Al tener mayoría solo en el senado, el gobierno de Trump necesitará llegar a consensos bipartidistas para aprobar legislación.

Para la política exterior esto tiene implicaciones importantes porque supondrá un balance. Por ejemplo, Trump había sido indulgente respecto del régimen de Arabia Saudí y su relación con el brutal asesinato del periodista Jamal Khashoggi en un consulado saudí en Estambul. Ahora que los demócratas tienen mayoría podrían impulsar sanciones a ese país como bloquear los acuerdos de venta de armas que el presidente Trump habría impulsado meses atrás, entre otras medidas.

Respecto de China y Rusia podría haber cambios interesantes también. Quizá una Cámara mayoritariamente demócrata promueva sanciones a Rusia por la supuesta interferencia en las elecciones de Estados Unidos de 2016. Y con China es probable que exista un contrapeso más fuerte respecto a la guerra comercial que Trump ha emprendido.

Para Guatemala y los países del triángulo norte puede haber implicaciones importantes. Trump había anunciado que retiraría ayuda a Guatemala y Honduras por no detener la caravana de migrantes. Sin mayoría en la Cámara de Representantes es poco probable que prosperen recortes tan drásticos de ayudas ya que necesitarían del consenso bipartidista, lo cual es poco probable.

Por otra parte, el avance de la agenda legislativa de Trump para endurecer las leyes migratorias o su intención de modificar el criterio para adjudicar la nacionalidad a cualquier persona que nazca en territorio estadounidense, parecen estar cuesta arriba en una Cámara controlada por los demócratas.

Asimismo, si Trump decidiera tocar el CAFTA, como ya lo hizo con el NAFTA, tendría un camino complicado en la Cámara de Representantes. Por el momento, los analistas regionales coinciden en que Trump no tiene un interés en renegociar el CAFTA, pero con la nueva configuración del legislativo, seguro habrá menos incentivos para hacerlo.

Reflexiones sobre el escenario electoral 2019 (parte II)
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Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
07 Nov 2018

Una elección austera, sin partidos franquicias y con alto grado de judicialización.

 

En semanas recientes se ha activado la discusión prospectiva en relación a las dinámicas políticas que imperarán en el proceso electoral 2019.

Dos elementos deben considerarse como precondiciones de análisis. Primero, los efectos normativos y los nuevos incentivos que generará la reforma electoral (Decreto 26-2016).Y en segundo lugar, las alteraciones del mapa político generado como consecuencia del proceso 2015-2018, cuyas secuelas seguramente impactarán las dinámicas electorales.

El primer elemento a considerar es el efecto de la prohibición del transfuguismo. Dicha normativa, sujeta de cuestionamiento por más de 70 diputados, implicará un cambio sustancial en las dinámicas políticas y partidarias. El efecto más evidente será la obligada renovación del Congreso en 2019. Pero además, la normativa genera una agudización de la crisis del “partido franquicia”. Al quedar excluida la participación de varios caciques territoriales, los partidos políticos pierden naturalmente un universo de potenciales franquiciados, situación que les obliga ahora a buscar nuevos franquiciados o a generar un modelo alternativo para la construcción de organización. No obstante la renovación de personas no garantiza un funcionamiento distinto de la institucional. Para muestra, la actual legislatura, que tuvo a más de la mitad de diputados novatos.

El segundo elemento a considerar es el financiamiento electoral. Derivado de los recientes casos judiciales y el marco regulatorio aprobado en 2016, resulta relativamente sencillo proyectar que la elección presidencial del año siguiente será austera. Sin embargo, a nivel local, se mantiene el mismo riesgo de la penetración de capitales ilícitos. Por ello, resulta de particular importancia que el Tribunal Supremo Electoral logre operativizar la Unidad de Fiscalización de Partidos Políticos, la cual aparentemente constituye la única barrera frente al recurso ilícito que se cuela en la base.

El tercer elemento es el voto en el extranjero. Si bien los migrantes fueron un sector clave para la elección de Jimmy Morales en 2015, gracias a su apoyo financiero y su influencia “de boca a boca” sobre votantes locales, el reconocimiento del voto en el exterior no necesariamente implica una transformación sustantiva del mapa de poder electoral. Esto se debe a que mientras no se resuelva el problema de identificación de cientos de miles de migrantes que no tienen DPI, el voto en el extranjero será exiguo. De tal forma, seguirá pesando más la influencia indirecta, que el voto directo de los connacionales.

Por último, la elección 2019 se presenta como una con excesiva judicialización. Desde ya se vislumbra que la Corte de Constitucionalidad deberá resolver acciones de inconstitucionalidad contra la prohibición del transfuguismo. Mientras que potenciales candidaturas concretas, como la de Zury Ríos –por ejemplo-, podrán depender también de lo que digan las cortes. Lo mismo ocurre con la normativa relacionada a los medios o la publicación de encuestas, artículos que hoy están en proceso de ser impugnados en materia constitucional.

La sumatoria de todo lo anterior nos deja un escenario electoral atípico, y por ende, incierto.

Las reformas al delito de financiamiento electoral ilícito
28
Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
31 Oct 2018

El 18 de octubre pasado, el Congreso aprobó de forma inesperada las reformas al delito de financiamiento electoral ilícito.

 

Como ya es costumbre, la forma de aprobarla fue la menos feliz: de forma expedita y sin previo aviso. A diferencia de lo sucedido el año pasado con las reformas que algunos bautizaron como el pacto de corruptos, esta vez el Congreso tenía como coartada la resolución del expediente 2951-2017 de la Corte de Constitucionalidad que exhortaba al Congreso a reformar el delito en cuestión.

El artículo 407 “N” del Código Penal, castigaba dos conductas distintas con la misma pena (prisión inconmutable de 4 a 12 años). Por una parte, el financiamiento electoral que provenga de fondos de actividades criminales y, por otra parte, el financiamiento que tiene un origen legal pero que no se reporta de acuerdo con los mecanismos de transparencia que para el efecto establece la legislación electoral.

En ese sentido, la Corte de Constitucionalidad instó al Congreso a reformar el delito teniendo en cuenta dos aspectos: a) distinguir con claridad el delito de financiamiento electoral ilícito cuando los fondos provienen de actividades criminales del financiamiento no registrado o no reportado que tiene origen en fondos procedentes de fuentes legales; y, b) establecer penas distintas para ambos delitos que se ajusten a los «principios de proporcionalidad, racionalidad y justicia» y distinguir las sanciones administrativas de las penales.

En pocas palabras, eso fue lo que sucedió en el Congreso. La reforma dejó en el artículo 407 “N” el delito de financiamiento electoral ilícito y permanece para ello una pena de 4 a 12 años de prisión inconmutables. Adicionalmente, creó el artículo 407 “Ñ” (algunos dicen que es “O”, pero aun no ha sido publicado el decreto) donde se castiga el financiamiento electoral no registrado. Para este último delito, la pena será de 1 a 5 años de prisión y una multa de Q20 mil para quienes reciben fondos no registrados y para quienes hagan aportes no registrados una multa del 100% del monto que se aportó y no se registró.

Recordemos que tanto el Presidente Morales como Orlando Blanco, entre otros, son señalados por el MP de la posible comisión del delito de financiamiento electoral anónimo. ¿En qué situación quedan las acusaciones contra estos políticos acusados de recibir financiamiento electoral de forma anónima o no reportada en 2015? De acuerdo con el artículo 2 del Código Penal, cuando hay dos normas penales, una vigente y otra que ha sido derogada, que castigan la misma acción, deberá aplicarse la norma cuyo castigo sea más benigno. En este sentido, deberá aplicarse a estos sujetos el artículo 407 “Ñ” (u “O”, según lo definan al publicar la norma) ya que establece un castigo menor.

¿Es oportuna la reforma? Desde el punto de vista político, no, ya que las reformas debieron aprobarse de una manera más transparente y con la respectiva discusión parlamentaria. Pero ya está hecho, Ahora bien, desde el punto de vista legal, sí, la reforma es oportuna.

La Corte de Constitucionalidad había dicho que el castigo tan severo al financiamiento electoral anónimo o no reportado iba en contra del principio de proporcionalidad. ¿Qué significa esto? Este principio exige que los actos de gobierno deben ponderarse en función de tres requisitos: a) perseguir fines legítimos; b) Ser medidas adecuadas e idóneas; y, c) ser necesarias.  En pocas palabras, la medida que adopte un gobierno debe ser adecuada en función de los fines que persigue. Establecer una pena de prisión inconmutable de 4 a 12 años por financiamiento electoral no reportado era desproporcional y por lo tanto podía llegar a ser inaplicable si no era reformada. En el derecho comparado, encontraremos que en muchos casos el financiamiento electoral no reportado no es siquiera un delito sino una falta de carácter administrativo. Quizá pueda discutirse que para el contexto social y político de Guatemala es conveniente castigarlo penalmente, pero para ello la pena de prisión debía ser razonable y proporcional.

Tomar el debido proceso en serio (parte II)
33
Jesús María es el Director del Área Institucional en Fundación Libertad y Desarrollo. Es catedrático universitario y Doctorando en Derecho por la Universidad Austral.
05 Nov 2018

La garantía del debido proceso es más que un conjunto de normas, son derechos y principios frente al poder punitivo del Estado.

 

Ronald Dworkin en Taking Rights Seriously (1977) sostuvo -aunque sin originalidad-[1] que el derecho no solo está compuesto por reglas, sino también por principios y directrices[2]. Ello implica diferencias lógicas entre las normas[3], toda vez que en las reglas se define el supuesto de hecho y la consecuencia jurídica; mientras que en los principios se define el supuesto de hecho, pero no la consecuencia jurídica. Además, los principios difieren de las directrices ya que en éstas se define la consecuencia jurídica pero no el supuesto de hecho.

Esta aproximación «dworkiniana» ha sido acusada con razón como de «iusmoralismo», pues propugna que toda norma y decisión judicial debe ser estrictamente moral para poder ser jurídica, dado que «la moral» serviría como marco condicionante del derecho positivo. La crítica al positivismo jurídico según Dworkin se basa en que supuestamente esta concepción era incapaz de dar cuenta de la existencia de principios o directrices[4], obviando que el positivismo solo rechaza la existencia de normas supra-positivas[5].

Con una larga historia que se remonta a la Magna Charta libertatum, Carta Magna Leonesa, English Bill of Rights, Virginia Declaration of Rights, United States Constitution, Declaración Universal de Derechos Humanos[6], Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos[7] y Convención Americana sobre Derechos Humanos[8], el debido proceso se ha convertido en una de las claves del constitucionalismo occidental. Por lo general se le reduce al ámbito penal, pero también abarca ámbitos como el derecho civil, administrativo, laboral, tributario, etc.

La garantía del debido proceso está conformada por un paquete de derechos en constante evolución, los cuales se encuentran enunciados en el ordenamiento constitucional de los países, reconocidos en tratados de derechos humanos e interpretados por tribunales constitucionales y tribunales internacionales de derechos humanos.

Si bien ha sido vista como una garantía eminentemente procesal o adjetiva, el debido proceso está también relacionado con el acceso formal y material a la justicia, aun cuando en los Estados Unidos de América se le ha dado una connotación «material» o «sustantiva». Es decir, como un medio para controlar la «razonabilidad de las leyes»[9] que favoreció el llamado activismo judicial de la Corte.

En efecto, los derechos y garantías que integran el debido proceso son un sistema dinámico en constante formación, son piezas necesarias de éste; si desaparecen o menguan, no hay debido proceso. Por ello, es que se afirma que todo ese haz de derechos debe cumplirse pues de lo contrario, no habría respeto a esta garantía y por tanto al Estado de Derecho como indica el WJP Rule of Law Index 2017–2018[10]

Ello implica que “se trata de partes indispensables de un conjunto; cada una es indispensable para que éste exista y subsista. No es posible sostener que hay debido proceso cuando el juicio no se desarrolla ante un tribunal competente, independiente e imparcial, o el inculpado desconoce los cargos que se le hacen, o no existe la posibilidad de presentar pruebas y formular alegatos, o está excluido el control por parte de un órgano superior”[11].

La incorporación de esta garantía en varios ordenamientos jurídicos de América latina, no ha sido debidamente comprendida en determinados momentos. De hecho, las implicaciones de esta garantía han sido banalizadas cuando ese haz de derechos deviene desplazado en aras de procurar algunos fines que se consideran trascendentales para el Estado o bien para la sociedad civil en su conjunto.

Como afirmó Michael Ignatieff: “Las normas del debido proceso que se han asentado a lo largo del tiempo no deben ser descartadas apresuradamente. Estas normas son más que meros procedimientos, anclados en la tradición legal. Reflejan compromisos importantes con la dignidad individual”[12].

Los vicios de un proceso jurisdiccional en detrimento de la garantía del debido proceso[13] no se subsanan “con la pretensión de acreditar que a pesar de no existir garantías de enjuiciamiento debido, ha sido justa la sentencia que dicta el tribunal al cabo de un procedimiento penal irregular”[14]. 

Esta precisión es vital, toda vez que la garantía es una protección contra el poder punitivo del Estado, pues éste poder no puede ejercerse sin límite, ya que, con arreglo al Estado de Derecho, el poder público no puede valerse de cualquier procedimiento para alcanzar sus objetivos, sin sujeción al derecho o a la moral”[15]. Se reconoce al menos tres garantías claves que han sido reconocidas en los ordenamientos jurídicos hasta el día de hoy: presunción de inocencia[16], hábeas corpus[17] y reserva de jurisdicción.

Adicionalmente existen garantías institucionales relativas a la formación del juez, a su estatus institucional respecto a los demás poderes del estado y a los otros sujetos del proceso. Aspectos como la independencia, imparcialidad, responsabilidad personal, separación entre juez y acusación, juez natural y obligatoriedad de la acción penal entre otras, son claves para el respeto del debido proceso. Donde fallan estas garantías institucionales también habrá violaciones al debido proceso.

Por todo ello, la apelación a un derecho constitucional garantista, conforme a la obra de Luigi Ferrajoli, remite a axiomas que han de tenerse en cuenta:

  • Principio de retributividad o de la sucesividad de la pena respecto del delito
  • Principio de legalidad
  • Principio de necesidad o de economía del derecho penal
  • Principio de lesividad o de la ofensividad del acto
  • Principio de materialidad o de la exterioridad de la acción

 De igual modo, otros axiomas definen el modelo garantista de derecho como:

  • Principio de culpabilidad o de la responsabilidad personal
  • Principio de jurisdiccionalidad
  • Principio acusatorio o de la separación entre juez y acusación
  • Principio de la carga de la prueba o de verificación
  • Principio del contradictorio, o de la defensa.

 

Estas garantías "fueron elaborados sobre todo por el pensamiento iusnaturalista de los siglos XVII y XVIII, que los concibió como principios políticos, morales o naturales de limitación del poder penal  absoluto"[18]. Estas garantías y principios han sido ulteriormente incorporados, más o menos íntegra y rigurosamente, a las constituciones y codificaciones de los ordenamientos desarrollados y conforman aspectos básicos de lo que conocemos como Estado de Derecho.

Por todo ello, la garantía del debido proceso es un conjunto de derechos y de principios que requiere una comprensión de su génesis histórica, de su evolución legal y jurisprudencia. Su entendimiento luce vital, pues también recoge hondas convicciones morales sobre la importancia de la libertad frente al poder punitivo del Estado.


 

Referencias

[1] Es de resaltar que esa discusión es intensa en teoría del derecho. Varios juristas han destacado la falta de originalidad de la perspectiva de Dworkin, además de las falencias teóricas de la aproximación. Véase Haba, Enrique P. «Rehabilitación del no-saber en la actual Teoría del derecho: el Bluff Dworkin» Doxa: Cuadernos de filosofía del derecho, Nº 24, Alicante, 2001, pp. 165-202 y García Amado, Juan Antonio «Pidiendo el principio. Dworkin y la teoría del Derecho en serio» Sauca Cano, José María (dir.), El legado de Dworkin a la filosofía del derecho: Tomando en serio el imperio del erizo, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2015. La posición dworkiniana no se refiere a principios jurídicos legislados o positivizados, ni tampoco a la tradicional terminología de principios generales del derecho, sino a unos principios que, como son morales, son también jurídicos.
[2] Véase Atienza, Manuel y Ruiz Manero, Juan «Sobre principios y reglas» Doxa: Cuadernos de filosofía del derecho, n° 10, Alicante, 1991, pp. 101-120
[3] No debe confundirse la noción de Dworkin de principios con los llamados «principios generales del derecho» (art. 10, d de la Ley del Organismo Judicial) pues éstos últimos se obtienen por una especie de inducción a partir de un grupo de reglas.
[4] Hart, H.L. A., Post scríptum al Concepto del derecho, Universidad Nacional Autónoma de México, 2000.
[5] García Amado, Juan Antonio «Pidiendo el principio. Dworkin y la teoría del Derecho en serio» Sauca Cano, José María (dir.), El legado de Dworkin a la filosofía del derecho: Tomando en serio el imperio del erizo, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2015.
[6] Art. 10
[7] Art. 14
[8] Art. 8
[9] En lengua española sigue siendo clave la obra de Linares, Juan Francisco, Razonabilidad de las leyes: el «debido proceso» como garantía innominada en la Constitución argentina, Editorial Astrea, Buenos Aires, 1970. Para analizar el caso norteamericano, véase por todos: Wolfe, Christopher, How to Read the Constitution, Rowman & Littlefield Publishers, USA, 1996. Sunstein, Cass R. «Due Process Traditionalism» Michigan Law Review, Vol. 106, No. 8, Symposium on Glucksberg and Quill at Ten: Death, Dying, and the Constitution (Jun., 2008), pp. 1543-1570; Easterbrook, Frank H. «Substance and Due Process» The Supreme Court Review, Vol. 1982 (1982), pp. 85-125.
[10] World Justice Project. 
[11] Véase el Voto concurrente razonado del Juez Sergio García Ramírez en Corte Interamericana de Derechos Humanos. Opinión Consultiva Oc-16/99 de fecha 1 de octubre de 1999 solicitada por los Estados Unidos Mexicanos.
[12] Ignatieff, Michael «La Democracia y el Mal Menor» en Anuario de Derechos Humanos, n° 1, Facultad de Derecho-Universidad de Chile, Santiago de Chile, 2005, p. 18
[13] Faúndez Ledesma, Héctor «El derecho a un juicio justo» en Revista de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad Central de Venezuela, n° 80, Universidad Central de Venezuela-Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas, Caracas, 1991, pp. 133-179.
[14] Voto concurrente razonado del Juez Sergio García Ramírez. Corte Interamericana de Derechos Humanos Opinión Consultiva Oc-16/99 de fecha 1 octubre de 1999. Allí se afirma que: «Considerar que es suficiente con lograr un resultado supuestamente justo, es decir, una sentencia conforme a la conducta realizada por el sujeto, para que se convalide la forma de obtenerla, equivale a recuperar la idea de que «el fin justifica los medios» y la licitud del resultado depura la ilicitud del procedimiento. Hoy día se ha invertido la fórmula: «la legitimidad de los medios justifica el fin alcanzado»; en otros términos, sólo es posible arribar a una sentencia justa, que acredite la justicia de una sociedad democrática, cuando han sido lícitos los medios (procesales) utilizados para dictarla»
[15] Véase Corte Interamericana de Derechos Humanos caso Castillo Petruzzi y otros Vs. Perú de fecha 30 de mayo de 1999.
[16] Pese a que la presunción de inocencia está siempre llegada a un proceso jurisdiccional en aras de respetar también el derecho a la libre expresión hay excepciones. En efecto, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha abogado en el caso Allenet de Ribemont vs. Francia, 10 de febrero de 1995, que la presunción de inocencia tiene una dimensión extra-procesal. Esto significa que los órganos jurisdiccionales a la hora de emitir opiniones de valor a los medios de comunicación emitan expresiones que den lugar a pensar que se considera culpable al acusado, se infringe el artículo 6.2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Si esta expresión, en declaraciones u opiniones, contiene un tono dubitativo o genera interrogantes, vulnera el principio conforme al caso del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Al respecto véase el caso Lavents vs. Letonia de 28 de noviembre de 2002. Este principio podría ampliarse a Ministros del Interior o de Gobernación como en el caso de Guatemala o Fiscal General, policías etc., como en el caso Allenet de Ribemont vs. Francia, de 10 de febrero de 1995. A tal respecto, es menester recordar que el 6.2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos no impide que las autoridades estatales informen a la sociedad de las investigaciones criminales en curso, pero están obligadas a que lo hagan con la mayor discreción y reserva» en aras de respetar la presunción de inocencia, pues muchas veces determinadas declaraciones pueden condicionar al público o a creer en la culpabilidad de alguien, pero más grave, prejuzgar la evaluación de los hechos que deben realizar las autoridades competentes. Véase Tribunal Europeo de Derechos Humanos, caso Butkevicius vs. Lituania, de 26 marzo 2002 y de igual forma, Kuzmin v. Russia, de fecha 18 de marzo de 2010. A este respecto se refirió la ex Embajadora Nimrata «Nikki» Haley de los Estados Unidos en la Organización de Naciones Unidas sobre el papel de mantener la independencia e imparcialidad en https://www.reuters.com/article/us-guatemala-usa/u-s-envoy-tells-guatema...
[17] García Laguardia, Jorge Mario «El habeas corpus y el amparo en el derecho constitucional guatemalteco» en Boletín Mexicano de Derecho Comparado, n° 31-32, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), 1978, pp. 41-63.
[18]Ferrajoli, Luigi, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Editorial Trotta, Madrid, 1995, p. 93.

Ni pichar, ni cachar, ni dejar batear
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
23 Oct 2018

La ausencia de un debate sobre el futuro del sistema político nacional

 

En estas épocas de postemporada de béisbol, recordé una frase coloquial que bien aplica a la situación actual de Guatemala. Desde relaciones amorosas hasta dinámicas laborales o de trabajo en equipo, cuando se encuentra a una persona negativa, que no propone soluciones, y que únicamente se dedica a bloquear las ideas y propuestas de terceros, se dice que ni picha, ni cacha, ni deja batear.

Pues bien. Resulta que esa frase sirve para definir el rol actual de las élites políticas en Guatemala en relación a la transformación política 2015-2018.

Una reflexión que se ha repetido hasta la saciedad es que la lucha contra la corrupción no se limita a la persecución penal de personajes vinculados a casos de corrupción o la desarticulación de estructuras que, durante años, se han dedicado al sistemático saqueo de las arcas públicas.

Un verdadero combate a la corrupción requiere –necesariamente- de un proceso de modernización normativa, de actualización de políticas públicas y de cambios en patrones de comportamiento. Sin esas fases ulteriores, el sistema patrimonialista permanecerá intacto en el tiempo, y los corruptos de ayer –algunos presos y otros prófugos- serán sustituidos por los corruptos de hoy y los de mañana.

Sin embargo, la acción de las élites políticas en Guatemala se limita a “no dejar batear”. Oponerse sistemáticamente a la continuación de la fase de depuración judicial de Ministerio Público y CICIG. La discusión de las reformas ulteriores para evitar un “retorno al pasado” está ausente.

Por ejemplo. Para nadie es un secreto que la mayor debilidad del sistema de justicia es la falta de autonomía de las autoridades judiciales frente al poder político y económico. Sin embargo, hoy no vemos una discusión racional sobre una necesaria reforma encaminada a modificar el sistema de comisiones de postulación, a fortalecer la carrera judicial o a aumentar el período de los jueces y magistrados. O peor aún, si nos quejamos que la justicia se politiza, ¿acaso no es un contrasentido que a los magistrados de las altas cortes los elija el Congreso mediante un proceso político? Obvio. Hablar de una reforma constitucional para fortalecer la justicia es un tema tabú.

Lo mismo ocurre con el sistema de contrataciones públicas. Si se sabe que los procesos de licitación han estado sujetos a amaños, trampas y corruptelas, ¿por qué no iniciar un proceso profundo de reforma a la ley de contrataciones? ¿O qué decir del servicio civil y la profesionalización del servicio público? ¿O de las contrataciones de obra gris y la necesaria reforma del Fondo de Conservación Vial (COVIAL)? Estos temas, y muchos otros más, están ausentes en la agenda política del país. De ahí que las élites políticas tampoco “pichen.”

Pero este proceso no se queda aquí. Porque cuando las propuestas provienen de diversos actores, se dejan en la congeladora. Sólo en materia de reforma constitucional están pendientes de atenderse las propuestas de ProReforma del 2008, del Consorcio ASIES-URL-USAC del 2011, y de la gran plataforma nacional por la reforma a la justicia del 2016. La apuesta es al statu quo. Cualquier cosa que implique cambiar las reglas del juego para limitar los espacios de la corrupción, es mejor dejarlos en el olvido. De ahí que las élites políticas tampoco “bateen”.

Por ello, en este juego, el proceso ha degenerado en un mero conflicto de poder. Entre quienes quieren detener de una y para siempre, el proceso de cambio político que inició en 2015. Y quienes quieren que la depuración judicial continúe, sin siquiera reflexionar sobre los puntos pendientes de la agenda. Y en medio, una élite política que no picha, no cacha ni deja batear.

Cuatro cosas que han cambiado en nuestro sistema de justicia
28
Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
19 Oct 2018

El pasado 9 de octubre un tribunal condenó a prisión a diez personas por su participación en el famoso caso "Agua mágica".  

 

Entre las nueve personas condenadas destaca la condena a la exvicepresidenta, Roxana Baldetti, a pasar 15 años en prisión. Tres días después, el tribunal resolvió que los condenados en este caso deben pagar Q34 millones por concepto de reparación digna de los delitos cometidos.

La condena tiene un significado importante para los guatemaltecos por tratarse de la primera condena de los grandes casos de corrupción que se han presentado desde 2015.  Sin embargo, los guatemaltecos debemos entender que esto fue posible gracias a una serie de cambios que ocurrieron tanto en el ámbito legislativo como en el ámbito institucional de nuestro país. Me gustaría destacar tres de estos aspectos que considero claves para entender lo sucedido.

1.     Leyes anticorrupción.

En el 2012 se aprobó el decreto 31-2012, Ley Contra la Corrupción. Esto cambió algunos delitos en materia de corrupción que, o bien tenían penas muy bajas o que no castigaban algunas conductas que son propias de los actos que consideramos corrupción. Por ejemplo, dos de los delitos por el que el tribunal condenó a la exvicepresidenta Roxana Baldetti fueron el de fraude y el de tráfico de influencias. El primero tenía antes de esta reforma una pena menor y era menos claro. Gracias a la reforma hecha por la ley contra la corrupción, los jueces tuvieron más elementos para condenar el fraude ocurrido en el caso del Lago de Amatitlán. El segundo delito, tráfico de influencias, no existía antes de esta reforma. Si este caso hubiera ocurrido antes de 2012, la pena que recibió la señora Baldetti habría sido considerablemente menor porque quizá se le habría logrado demostrar el fraude, pero no se habría podido castigar el tráfico de influencias. Esto explica por qué para el MP y la CICIG ha sido mucho más difícil iniciar investigaciones a hechos de corrupción ocurridos con anterioridad al 2012, ya que tienen menos herramientas legales para castigar los actos de corrupción porque la ley no es retroactiva.

2.     Métodos especiales de investigación.

En el 2006 se aprobó la, no exenta de polémica, Ley Contra la Delincuencia Organizada. Esta ley creó delitos nuevos, pero también le dio nuevas herramientas al MP para investigar la comisión de delitos. También uno de los delitos por los que fueron condenados Baldetti y los demás procesados fue el de asociación ilícita, creado por esta ley. Pero lo que cambió la dinámica fueron los métodos especiales de investigación que creó esta ley. Esto incluye las operaciones encubiertas, las interceptaciones telefónicas, entre otras herramientas. Sin estos elementos al MP le habría sido muy difícil demostrar la participación de los condenados en estos delitos. Es verdad que la curva de aprendizaje ha sido alta, pero hay que tener en cuenta que el apoyo de CICIG en el fortalecimiento de la Fiscalía Especial contra la Impunidad a jugado un rol muy importante.

3.     El apoyo de CICIG.

No puede obviarse que el apoyo de CICIG ha sido crucial en este proceso que inició con alta intensidad desde 2015. Ha habido un soporte importante, especialmente en materia de manejo de pruebas como las descritas en el numeral anterior. Sin duda, el respaldo que ha dado CICIG fue crucial para que las autoridades del MP tuvieran un respaldo “moral” frente al poder político al que se enfrentaban.

4.     La reparación digna.

En 2011 se aprobó el decreto 7-2011 en el que se hicieron reformas al Código Procesal Penal. Una de las reformas fue cambiar la “acción civil” e introducir la reparación digna. Este cambio les da a los jueces más flexibilidad para determinar cuál debe ser la reparación que deban pagar los culpables de la comisión de un delito. Además, hace que el proceso sea más expedito que antes. Gracias a esto se resolvió en el caso agua mágica que los culpables deben pagar Q34 millones al Estado.

A 74 años de la “nueva ciudadanía”
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Directora del área de Estudios Latinoamericanos de la Fundación Libertad y Desarrollo. Es licenciada en Historia egresada de la Universidad Central de Venezuela.
16 Oct 2018

En Guatemala, se consolidó la ciudadanía social como consecuencia de la revolución del 20 de octubre de 1944, que llevaría a la promulgación de la Constitución de 1945 y posteriormente a la presidencia por voto universal al Dr. Juan José Arévalo.

 

Parafraseando al historiador británico Tony Judt, si partimos desde una narrativa del horror, el siglo XX se nos presenta como un memorial de tragedias, pero si nos alejamos de esa retórica, también puede ponderarse como un siglo de importantes mejoras de la condición humana en general.

Guatemala, como el resto del hemisferio occidental, tuvo una transformación radical del Estado a través de lo que los historiadores han llamado “Revolución de Octubre”, o “Revolución del 44”. Sobre esto, vale la pena preguntarse si se trató de una “revolución”[1] en sensu stricto, entendida ésta como re-formulación del proyecto nacional republicano formulado, con más rupturas que continuidades, en el siglo XIX. 

Para unos, fue la clásica revolución militar, que sucedió en toda América Latina por esos tiempos; para otros, fue el hito que permitió la entrada definitiva de la sociedad civil a la vida política del país. Para los liberales, se trató de una revolución socialista; y para los marxistas, se trató de un proceso reformista-burgués o socialdemócrata. 

No es nuestro interés hallar la “esencia” de un hecho con interpretaciones tan dispares. Sin embargo, nos guiaremos por el análisis de sus resultados dentro de un contexto internacional de políticas de apertura democrática y de ampliación de la ciudadanía que siguieron todos los países occidentales al término de la II Guerra Mundial.

En ese sentido, suscribimos al análisis del historiador Jorge Luján Muñoz al afirmar que, en el ámbito político “el talante y el espíritu eran de reforma y renovación, inspirados en la Carta del Atlántico y la lucha contra el totalitarismo”[2]. Y en el ámbito económico, agregamos la inspiración en los acuerdos de Bretton-Woods, y la instauración del Estado de bienestar en todos los proyectos democráticos de las potencias aliadas.

La llamada “Revolución del 44” se inserta dentro de las reformas sociales que sucederían con la instauración del proyecto democrático de la segunda posguerra en Europa y Estados Unidos. En términos políticos, significó la ampliación de la base electoral con la incorporación definitiva de los analfabetos y las mujeres al sistema democrático a través del voto universal. También significó la aparición de cláusulas en las constituciones llamadas derechos sociales, donde los estados nacionales proveerían de bienes y servicios (salud, educación y seguridad social) a través del llamado Estado de bienestar. 

En ese sentido, estamos hablando de la aparición de un nuevo tipo de ciudadanía, producto de la sociedad de masas del siglo XX, la cual trasciende la definición clásica, abordada por la filósofa Adela Cortina:

“es primariamente una relación política entre un individuo y una comunidad política, en virtud de la cual el individuo es miembro de pleno derecho de esa comunidad y le debe lealtad permanente. El estatuto de ciudadano es, en consecuencia, el reconocimiento oficial de la integración del individuo en la comunidad política, comunidad que desde los orígenes de la Modernidad cobra la forma de Estado Nacional de Derecho”[3]

De tal suerte que la ciudadanía política se refiere a una relación unívoca entre los individuos y el Estado. Esta relación estaría instrumentalizada por una serie de deberes y derechos dentro de un marco legal establecido, lo que permitiría la vida libre en sociedad. Sin embargo, este concepto tiene dos vertientes: la vertiente republicana, según la cual la política es el ámbito en la que los ciudadanos buscan su bien; y la liberal, según la cual la política es un medio para poder realizar en la vida privada los propios ideales de felicidad. En ambas tradiciones se consignan también dos interpretaciones sobre el ejercicio de la ciudadanía: la ciudadanía como participación en la comunidad política y la ciudadanía como estatuto legal. 

En ese sentido, el ciudadano es aquel que no sólo se ocupa de su fuero privado sino que participa de las cuestiones públicas y delibera el procedimiento más adecuado para tratarlas sin imponer su voluntad con violencia. También, el ciudadano es el que actúa bajo la ley y espera protección de la ley. Es una base para reclamar derechos[4].

Esta definición necesariamente lleva a contemplar otras dimensiones de la ciudadanía que sobrepasan las definiciones presentadas y que desde el siglo XX se amplían para explicar la ciudadanía social:

“Desde esta perspectiva, es ciudadano aquel que en una comunidad política goza no sólo de derechos civiles (libertades individuales), en los que insisten las tradiciones liberales, no sólo de derechos políticos (participación política), en los que insisten los republicanos, sino también de derechos sociales (trabajo, educación, vivienda, salud, prestaciones sociales en tiempos de especial vulnerabilidad)”[5] 

En Guatemala, se consolidó como consecuencias de la revolución del 20 de octubre de 1944, que llevaría a la promulgación de la Constitución de 1945 y posteriormente a la presidencia por voto universal al Dr. Juan José Arévalo. 

De manera que, la ampliación de la ciudadanía política y social y la constitución del nuevo sujeto político a través del voto universal, guste o no, fue lo que terminó por darle la legitimidad a las democracias liberales occidentales de mediados del siglo XX hasta el presente. Y también ha sido el termómetro para determinar abusos de poder y regresiones en materia de libertades.

En las últimas décadas, ese proyecto democrático de la posguerra ha generado insatisfacción y descontento. Las naciones experimentaron la crisis de su vertiente económica en las décadas de los 80 y 90, con la desaparición del Estado de bienestar hacia una gestión pública que reduce la intervención del Estado y toma en cuenta el funcionamiento de los mercados. En el presente, es la vertiente política de este proyecto democrático la que se halla en crisis en todo el mundo, donde además la idea de ciudadanía se ha desvirtuado con el asunto de las identidades políticas, el cual será un tema de próximas entregas.


 

Referencias:

[1]La etimología de la palabra “revolución” es harto conocida. Viene del latín “revolutio” y significa "acción y efecto de dar vuelta atrás". En los siglos XVIII y XIX se utilizó como una forma de volver a un ideal político de la antigüedad clásica, pero la acepción moderna significa una ruptura radical con el orden establecido.
[2] LUJÁN MUÑOZ, Jorge. Breve historia contemporánea de Guatemala. Guatemala. FCE. 2016 Pp. 269
[3] CORTINA, Adela. Ibídem; p. 35
[4] CORTINA, Adela. Ibídem; p. 47
[5] CORTINA, Adela.Ibídem, p. 58

Brasil da un giro hacia el populismo
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Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
11 Oct 2018

El domingo, 8 de octubre de 2018, se celebraron las elecciones en Brasil. Jair Bolsonaro obtuvo 46% de los votos y el profesor Haddad del Partido de los Trabajadores (PT) apenas llegó a un 29.3%. Todo se decidirá en una segunda vuelta electoral.

 

Pero hace tan solo unos meses, las encuestas colocaban en primer lugar al expresidente izquierdista, Lula da Silva del Partido de los Trabajadores (PT). Algo sorprendente si tenemos en cuenta que Lula da Silva guarda prisión por su participación en el famoso caso Operação Lava Jato. Como segundo lugar aparecía Jair Bolsonaro, del Partido Social Liberal (PSL) quien se posicionaba como exponente de la extrema derecha brasileña.  ¿Qué fue lo que cambió?

En septiembre el Tribunal Electoral resolvió que Lula no podía ser candidato debido a su situación legal. En vista de las circunstancias, el PT decidió postular como presidenciable a Fernando Haddad, un profesor de ciencias políticas que fue alcalde de São Paulo (un candidato con una clara inclinación a la izquierda radical y para nada exento de señalamientos de corrupción). Como vicepresidenciable postularon a Manuela d'Ávila, una joven periodista afiliada al Partido Comunista de Brasil. El binomio propuesto por el PT carecía de la popularidad de Lula pese a respaldo de éste y Bolsonaro se posicionó en poco tiempo como el candidato con mayor intención de voto.

Ahora bien, ¿quién es Jair Bolsonaro? Se trata de un ex militar de reserva y diputado brasileño.  Ha mantenido un discurso lleno de polémica que lo coloca en la extrema derecha del espectro político con un tono que raya en lo antidemócrata, en el racismo y la xenofobia.

En primer lugar, Bolsonaro ha sido muy indulgente con la dictadura brasileña que gobernó entre 1964 y 1985 e incluso llegó a afirmar que el error de la dictadura fue torturar y no matar. En otra oportunidad llamó a los refugiados que venían de países africanos, Haití y Bolivia, “escoria humana” y aseguró que Brasil no tenía por qué tener fronteras abiertas para recibirlos. En otra ocasión al hablar de los cimarrones (quilombolas en portugués los afrodescendientes de esclavos que huyeron del trabajo forzoso para formar pequeños pueblos) aseguró que “no servían ni para procrear” y que eran unos holgazanes. Palabras que no deberían salir de la boca de ninguna persona, menos aún de un candidato.

En estos momentos Brasil vive momentos difíciles. Tras los fracasos de los gobiernos de izquierda del PT de Lula y Dilma, empañados por los enormes escándalos de corrupción que rodearon dichas gestiones, no extraña que un candidato de corte populista como Bolsonaro sea la reacción. Una nota de la BBC recoge la declaración de un votante que afirma “prefiero un presidente homofóbico o racista a uno que sea ladrón".

Quizá a los ojos del votante medio brasileño, cansado del fracaso del “establishment político”, Bolsonaro sea una esperanza. Pero la preocupación radica en que Bolsonaro representa un populismo que además tiene un corte autoritario. Lula fue un populista que dio resultados muy pobres, pero al menos no tenía un sesgo antidemócrata como los populismos de izquierdas en Venezuela o Bolivia. Bolsonaro parece tener un sesgo antidemócrata que puede representar un peligro para las débiles instituciones democráticas y republicanas del Brasil.

La cultura del achinchincle
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Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
03 Oct 2018

Hipoteca su dignidad a cambio de un hueso.

 

En tiempos coloniales, el concepto náhuatl de achichincle era utilizado para referirse a los indígenas que servían voluntariamente a los españoles, y seguían sus órdenes ciegamente. La idea no se enmarcaba dentro del racismo sistémico de la pigmentocracia, sino constituía una expresión de rechazo de los mismos indígenas en contra de aquellos que se plegaban a los conquistadores con el fin de obtener algún privilegio social o económico. 

En El Señor Presidente, Miguel Ángel Asturias utilizó dicho concepto para describir a los funcionarios de Estrada Cabrera que agachaban la cabeza y seguían sus designios sin cuestionar sus directrices. Cual relación amo-siervo del medioevo, el servidor intercambiaba su lealtad a cambio de la protección y beneficios del dictador. 

Hoy la idea mantiene la connotación social de la colonia, y el carácter político que le impregnó nuestro Premio Nobel. El achichincle es aquel activista o servidor público que hipoteca su dignidad, tolera humillaciones y maltratos a cambio de un hueso. Es una relación utilitaria, pues en nuestro sistema clientelar, una plaza, un contrato, o mejor aún, el reconocimiento “del jefe”, son beneficios deseados por muchos. 

El servilismo es la característica que le define. Idolatra a su patrón, por lo que mueve cielo y tierra para agradarle, aún si en el proceso atenta contra la sensatez. Se ofende cuando cuestionan a su patrón: reniega de las críticas y publicaciones que señalan las insolvencias de su señor. 

Está dispuesto todo, incluso, a acatar y ejecutar órdenes sinsentido o ilegales, aún si esto implica violentar la ley y enfrentar las consecuencias. No importa; todo sea por adular a su jefe.

La experiencia 2015-2018 ha demostrado que la cultura del achichincle acarrea riesgos. Testaferros, prestanombres, asistentes o asesores de funcionarios públicos enfrentan proceso penal o están en prisión por haber seguido las insolvencias del señor. Bueno. Alguno que otro ha logrado romper las cadenas que le ataban al señor, y se han convertido en colaborador eficaz.

La cultura del achichincle es el complemento del caudillismo y la corrupción. Así como el conquistador y el dictador representaban la decadencia de antaño, el patrón hoy es referente de la degradación del sistema. Generalmente “el jefe” es un mandatario, ministro, diputado, dirigente partidista o director de una institución, carente de visión de Estado y para quien la política no es más que negocio o auto-promoción.

Si se quiere construir institucionalidad, es imperativo sustituir la obtención de cargos públicos vía la cultura del achichincle, por un régimen de servicio civil que sustente una burocracia profesional. A nivel social, implica reconocer que el “jefe” no es infalible; que sus órdenes pueden ser ilegales y que acatarlas puede acarrear consecuencias graves.