Es bastante probable que esta reforma propicie un estado de crisis para los próximos comicios que ponga en tela de juicio la fiabilidad del sistema electoral.
El pasado domingo 26 de febrero, y bajo el lema de “El INE no se toca”, el Zócalo de México se abarrotó con varios cientos de miles de personas que se concentraron en protesta a la reforma electoral que adelanta el presidente Andrés Manuel López Obrador, la cual limitaría la capacidad del Instituto Nacional Electoral (INE) y además, sostienen los conocedores en la materia, debilitaría la institucionalidad electoral en el país del norte.
Al día siguiente, AMLO en sus Mañaneras descalificó la concentración, argumentando que no fue multitudinaria como aseveran los medios y que se trataba de una estrategia política de la oposición que apoyaba al “narcoestado” (en clara alusión al caso de Genaro García Luna en Estados Unidos por sus vinculaciones con el Chapo), y que al evento concurrieron sólo los “fifís”, es decir, la oligarquía mexicana. Como buen populista de manual, anunció una marcha oficialista en el mismo lugar en los siguientes días, como una forma de medir fuerzas con la oposición.
Para entender cómo se llegó hasta este punto es necesario remontarnos a las elecciones federales de 2021 en las cuales resultó victorioso el oficialismo, obteniendo la mayoría en el Congreso, lo que le sirvió a AMLO para impulsar una agenda de agresivas reformas constitucionales en tres temas críticos: 1) la reforma energética, para básicamente revertir las privatizaciones al sistema eléctrico; 2) la reforma de seguridad, para crear nuevos cuerpos de seguridad y 3) la reforma electoral. No pasaron ni la reforma eléctrica ni la desmilitarización. En ese sentido, la última reforma que le queda a AMLO bajo la manga era la electoral. Para esto, ha lanzado un llamado al “Plan B”, que se propone modificar varias leyes secundarias como la ley de medios, de partidos políticos, y de organización del sistema electoral, entre otras, y ese “Plan B” es el que acaba de aprobarse en el Senado la semana pasada.
El principal argumento que esgrime el presidente y sus acólitos para impulsar la reforma es el presupuestario, ya que el INE presumiblemente absorbe muchos recursos del Estado. Con un presupuesto anual de unos 3.3 millones de dólares, que en su mayoría se destinan a salarios (“estratosféricos” en palabras de AMLO) de los consejeros, los morenistas están apelando a la racionalidad en el gasto y al ahorro de recursos para promover la reforma.
Sin embargo, el mismo AMLO en 2021, aseguraba que el trasfondo era político cuando afirmaba su rechazo a la composición de los jueces que organizan las elecciones: “que no domine el conservadurismo, que haya democracia, porque durante mucho tiempo se han inclinado los que deberían de actuar como jueces en favor de los grupos de intereses creados”.
Si bien le molesta al presidente la supuesta parcialidad de las autoridades electorales, no pareciera molestarle en absoluto que lo mismo suceda en el gobierno, ya que uno de los aspectos más controvertidos de la reforma es la aprobación de la propaganda oficial, que básicamente le abre la puerta a que se haga propaganda con fondos públicos durante las campañas, lo cual a su vez conducirá a un ventajismo electoral para favorecer al oficialismo. Paradójicamente, en las elecciones de 2006, el mismo AMLO tenía como consigna acusar constantemente al presidente Vicente Fox de favorecer la candidatura de Felipe Calderón. Ahora tiene memoria corta y cambia el discurso y no parece importarle la salvaguarda que constituye que el poder de turno se mantenga al margen de la contienda electoral.
¿Cuáles son las implicaciones de la reforma? Limitar las funciones del INE, que es una garantía del sistema mexicano para proteger los derechos políticos de los electores.
Si bien con este análisis no queremos decir que se van a abolir las elecciones en México ni que a partir de ahora se va a erigir un autoritarismo competitivo en el país, esta reforma sí es un mal presagio para la democracia mexicana. Por la premura de las elecciones generales del 2024, es bastante probable que esta reforma propicie un estado de crisis para los próximos comicios que ponga en tela de juicio la fiabilidad del sistema electoral, que por dos décadas había generado mucha confianza.
En una democracia, los derechos cuestan.