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Visto así, el Día de la Biblia no impone prácticas ni castiga a quien no lo conmemora, pero sí es un acto oficial que, por su naturaleza, favorece a una tradición específica.

 

El 12 de agosto, el Congreso aprobó el decreto 5-2025, que declara el primer sábado de agosto de cada año Día Nacional de la Biblia en Guatemala. El artículo 2 permite, aunque no obliga, que “personas e instituciones” realcen la conmemoración con actividades educativas, culturales, cívicas y formativas.

Para evaluar esta ley, conviene empezar por el Artículo 36 de la Constitución: “El ejercicio de todas las religiones es libre. Toda persona tiene derecho a practicar su religión o creencia, tanto en público como en privado, por medio de la enseñanza, el culto y la observancia, sin más límites que el orden público y el respeto debido a la dignidad de la jerarquía y a los fieles de otros credos.” 

La libertad religiosa se mueve en dos planos. El primero es interno y absoluto: el derecho a creer, no creer o cambiar de creencia, un ámbito íntimo donde el Estado no puede entrar. El segundo es externo: la forma en que esas creencias se expresan públicamente. Aquí, el Estado debe proteger tanto la libertad positiva, que cada persona pueda vivir y manifestar su fe, como la libertad negativa, que nadie se vea obligado, presionado o relegado por no seguir la creencia mayoritaria. Esa presión puede ser explícita, mediante leyes que imponen o prohíben, o más sutil, cuando el Estado adopta gestos simbólicos que otorgan a una fe un lugar de privilegio y la presentan como la más legítima o natural.

Visto así, el Día de la Biblia no impone prácticas ni castiga a quien no lo conmemora, pero sí es un acto oficial que, por su naturaleza, favorece a una tradición específica. No es casual que la recepción haya sido distinta dentro del cristianismo guatemalteco. En una nota de Prensa Libre se puede ver cómo voces de la Iglesia católica hablaron de la necesidad de separar lo religioso de lo estatal, mientras que los líderes evangélicos entrevistados celebraron la medida como un reconocimiento a la “palabra de Dios” y a su papel en la vida nacional. Esa diferencia ilustra que la ley, aunque presentada como inclusiva, se alinea más con la visión y la agenda de un sector del propio cristianismo que con la de otro.

La Biblia, además de ser un texto sagrado para millones de creyentes, es también un referente histórico y cultural cuya influencia se extiende mucho más allá de Guatemala. Reconocer ese peso en la vida de las personas y en la historia del país es legítimo. 

Pero cuando ese reconocimiento lo hace el Estado, debe ir acompañado de una condición esencial: la neutralidad en materia religiosa. Esta no significa indiferencia hacia la fe ni negación de su importancia cultural, sino el compromiso de garantizar que todas las creencias (incluida la no creencia) reciban un trato igualitario. Implica que el espacio público y las instituciones permanezcan abiertos por igual a todas las convicciones, y que ninguna sea presentada como la oficial o la más legítima. Su valor radica en proteger a las minorías, por pequeñas que sean, frente a la presión de la mayoría y en asegurar que la convivencia no dependa de la adhesión a una fe específica.

La tradición cristiana, en sus distintas vertientes, seguirá ocupando un lugar central en la vida de millones de guatemaltecos con o sin un decreto que lo recuerde. El verdadero desafío para el Estado es que, al reconocer esa realidad, no termine reforzando divisiones y jerarquías entre credos que la propia Constitución se compromete a tratar en condiciones de igualdad.

 

 

*Columna publicada originalmente el 15 de agosto de 2025 en La Hora.

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