Sus características patrimoniales trascienden ideologías y banderas políticas.
Los primeros dos artículos del texto constitucional establecen la razón de ser del Estado. “El Estado de Guatemala se organiza para proteger a la persona y a la familia; su fin supremo es la realización del bien común”. “Es deber del Estado garantizar a los habitantes de la República la vida, la libertad, la justicia, la paz y el desarrollo integral de la persona.”
Los artículos constitucionales y las mediciones institucionales parten de la premisa que nuestro sistema es moderno en su concepción. Es decir, que el fin de los Estados es organizar y coordinar las relaciones sociales para promover el mayor bienestar del colectivo. No obstante, el Estado de Guatemala se revierte de rasgos de pre-modernos, sobre todo, en la concepción de la razón de ser del aparato estatal.
En estas latitudes no hemos alcanzado una característica de la modernidad: la distinción entre el dominio público y el dominio privado en la esfera de lo político. En Guatemala los bienes del Estado se conciben como patrimonio privado al servicio de los intereses de los gobernantes. Para muestra, los contratos públicos y la proveeduría del Estado se han convertido en la segunda mayor fuente de riqueza emergente, detrás de lo ilícito. Asimismo, las aduanas, la seguridad social, los puertos, el deporte federado y los consejos de desarrollo son las grandes joyas de la corona para los negocios.
Por tanto, el conflicto es no es más que el resultado de la disputa entre diferentes grupos por acceder a la repartición del patrimonio del Estado. La actuación legislativa tiene como principal motivación la búsqueda de asignaciones del listado geográfico de obras. Y el financiamiento de campañas electorales no es más que el pago de derecho de piso para acceder a estas fuentes de enriquecimiento.
No obstante, el modelo no es exclusivo de los partidos. En las últimas décadas, nuevos actores -sindicatos, grupos indígenas, profesionales, etc.- han emergido en la arena política en búsqueda de espacios de incidencia. Sin embargo, en lugar de gestarse nuevas correlaciones de poder, en el caso guatemalteco, el interés de los actores emergentes es acceder a la repartición de bolsones presupuestarios. El rol de los sindicatos de salubristas y educadores es un ejemplo de búsqueda de rentas, vía el Programa de Extensión de Cobertura y los leoninos pactos colectivos. Ocurre lo mismo cuando agrupaciones campesinas juegan el rol de intermediarios en la distribución del fertilizante o en la gestión de conflictos agrarios.
En este sistema patrimonial, la legislación y las decisiones jurídicas se conciben como la otorgación de una gracia, privilegio, concesión o exención a grupos de interés.
La última característica pre-moderna del Estado es su burocracia. Salvo varias excepciones institucionales, la mayoría de funcionarios no se elige por mérito, sino por compadrazgo, afinidad o relación servil con un miembro superior de la jerarquía burocrática. La concepción de los partidos como agencias de empleo evita la consolidación de un funcionariado profesional propio de un Estado moderno. La aspiración de acceder a un puesto público ya no es una expresión de civismo, sino la búsqueda del enriquecimiento vía el abuso de poder.
En este sentido, el Estado de Guatemala es sumamente eficiente y efectivo para realizar las funciones para las que se le concibe: constituir un árbitro gestor de oportunidades de riqueza. La cultura patrimonial trasciende ideologías y colores partidistas. El Estado es un botín donde la protección de la vida, la libertad y el desarrollo integral de la persona no tienen cabida.