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La migración: el camino de la muerte
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Empresario, sociólogo y comunicador. Doctor en Sociología y Ciencias Políticas. Es Presidente de la Fundación Libertad y Desarrollo y Director General del programa Razón de Estado. 

Empresario, sociólogo y comunicador. Doctor en Sociología y Ciencias Políticas. Es Presidente de la Fundación Libertad y Desarrollo y Director General del programa Razón de Estado. 

06 Sep 2019

Los migrantes huyen de la pobreza, del hambre, de la falta de libertad y de la violencia.

 

El testimonio del fracaso de las naciones está en la prueba de coraje y sacrifico que nos dan quienes emprenden el peligroso camino de la migración ilegal, en busca de un mejor destino.

Estados Unidos y Europa son ese envidiable escenario donde las necesidades elementales han sido reemplazadas por otras de rango más alto y los ciudadanos han alcanzado una posición de la que nosotros, como en la alegoría platónica, sólo observamos sus sombras.

Los millones de seres humanos que cruzan clandestinamente las fronteras de esa geografía a la que llamamos primer mundo, van en busca de una oportunidad de vida, de prosperidad, paz y respeto a su integridad física.

Buscan seguridad legal sabiendo que violan la ley, pero sienten que ejercitan un derecho natural y moral que ninguna norma jurídica ha podido contener.

El sueño de atravesar el Río Grande o los riesgos de cruzar las barreras electrificadas de Tijuana, o los muelles de Marsella, o el estrecho de Gibraltar, son solo algunos de los peligros que han costado vidas y separado familias.

Y esto, por huir de la pobreza, del hambre, de la falta de libertad, de la violencia, del desempleo y la desesperanza.

Esa válvula de escape de presión social que es la migración ilegal, se está cerrando. El primer mundo siente que llenó su cuota de latinos y, que hoy, nos toca a nosotros responder y resolver.

Cuando reflexionaba sobre estos temas, recordé que vivimos tiempos marcados por el declive del hombre público, el desprecio por la política y la decepción en la democracia.

En cuatro de los países de Centro América, la pobreza se hizo un mal permanente, la inversión es insuficiente y las oportunidades escasas.

La corrupción es la regla y la impunidad la norma. El Estado es el actor principal en la estafa y el crimen, y el cómplice mayor de la violencia.

Hemos construido una clase política decadente e inservible; un reflejo de nuestras élites y una manifestación de la quiebra moral de la sociedad.

Cuando una nación es víctima de estos males, se hace evidente que la política es un fracaso y que las élites, superficiales e indiferentes , esperan ciegas y sordas la implosión que la historia repite una y otra vez sin que se aprenda la lección.

Nicaragua es el caso dramático. El paradigma congelado en el tiempo y las dictaduras, un pueblo que se resiste y que seguirá luchando hasta rescatar su libertad y refundar su democracia.

No es fácil vivir en una región en laque sus países están entre los últimos cinco lugares del continente en todas las calificaciones socioeconómicas. No es fácil vivir en una región que produce pobreza y expulsa a su gente.

La causa del fracaso de nuestros países está en la política Y también, en la política está la solución. Centroamérica tiene una deuda con la democracia que va mucho más allá de promulgar leyes o celebrar elecciones.

En Nicaragua la deuda es más grande pues las elecciones son un fraude y la dictadura asesina al pueblo, mientras el mundo observa con indiferencia e hipocresía. La OEA, la ONU y la Comunidad Internacional protestan, pero no pasan de palabras vacías.

A Centroamérica, los centroamericanos le debemos la construcción de una institucionalidad confiable que garantice la supremacía de la ley, la vigencia del Estado de Derecho y el respeto a las libertades civiles que algunos gobernantes sin escrúpulos insisten en violar.

A Centroamérica le debemos un nuevo testimonio de coraje y sacrificio que nos comprometa a construir una región exitosa, desarrollada y con oportunidades para todos.

Generación de empleo
28 Abr 2017

Discutiremos sobre la forma en que la economía del país podría generar más y mejores fuentes de empleo. 

 

La economía guatemalteca no es capaz de generar suficientes fuentes de empleo para  los más de 200 mil jóvenes que se incorporan cada año al mercado laboral. La mayor parte de estos jóvenes termina laborando en el sector informal, con salarios precarios y sin ningún tipo de seguridad social. Para otros, la única opción es migrar hacia Estados Unidos.

 

El salario promedio que recibe un trabajador en Guatemala es de Q2,158 y se reduce a Q 1,536 en el área rural. La razón para un salario tan bajo es que el 58.2% de la fuerza laboral trabaja en el comercio o  en el sector agrícola, generalmente en pequeñas empresas informales, en donde el nivel de ventas no les permite pagar altos salarios. 

 

La situación se agrava más, si se considera que el 20% de la fuerza laboral con menores ingresos, reportan un ingreso promedio mensual de tan solo Q341; y el segundo quintil más bajo reporta un ingreso promedio mensual de solo Q970. 

 

A este panorama, se le tiene que sumar que el 12.9% de los niños de entre 7 y 14 años, realizan algún tipo de actividad económica, lo que trunca sus posibilidades de estudiar y tener un futuro promisorio. 

 

La precariedad de las fuentes de trabajo en Guatemala es la razón principal por la que la desigualdad se encuentra profundamente arraiga en el país, así como los altos niveles de pobreza y desnutrición. Sin fuentes de trabajo formales, las personas no pueden aspirar a mejorar sus condiciones económicas.

 

Esta semana en Dimensión, en conmemoración del día internacional del trabajo, discutiremos sobre la forma en que la economía del país podría generar más y mejores fuentes de empleo. 

 

Panelistas: 

 

- Hugo Maul (Director de CIEN)

 

- Ricardo Castañeda (Investigador Senior de ICEFI)

- Edgar Ortiz (Director Ejecutivo de CEES)

 

- Wilson Romero (Director de IDIES)

 

Sintoniza el programa completo este domingo a partir de las 10 p.m. por Canal 3 o encuéntralo aquí el lunes por la mañana:


 

Las altas cortes y sus polémicas decisiones
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Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
26 Sep 2018

Las cortes pueden llegar a ser sumamente polémicas incluso bajo sistemas judiciales sólidos.

 

La famosa Corte Warren en los Estados Unidos es un buen ejemplo de ello. Corría el mes de septiembre de 1953 y la Corte Suprema de los Estados Unidos conocía el icónico caso Brown v. Board of Education. Se trataba de una demanda que presentó una estudiante afroamericana, Linda Brown, que retaba la jurisprudencia (Plessy contra Ferguson, 1896) hasta entonces vigente que declaraba que los afroamericanos y los blancos podían estar “separados pero en iguales condiciones”. Con ello existían en Estados Unidos escuelas públicas exclusivamente para blancos y otras exclusivamente para afroamericanos.

Durante las deliberaciones de la Corte Suprema, el juez presidente Fred Vinson hizo ver a sus colegas jueces que, si bien la segregación era deleznable, la Corte no podía fallar en contra de dicha práctica porque cada estado tenía derecho a decidir su propia política educativa aunque ésta fuera discriminatoria. En medio de las deliberaciones el juez Vinson murió y el entonces presidente, Dwight Eisenhower, nombró a Earl Warren como juez presidente de la Corte Suprema.

Warren tenía una visión de que la Corte Suprema debía servir, además de su función de control constitucional, como un instrumento para defender a los débiles, oprimidos y desaventajados. En tal sentido, ordenó repetir las audiencias del caso Brown y cual activista convenció a sus colegas para que, por unanimidad, resolvieran que la segregación en las escuelas públicas era contraria a la decimocuarta enmienda y así terminar con esta práctica.

Lo que siguió fue una enorme crítica a la decisión de la Corte Suprema. Muchos afirmaron que la decisión deformaba la Constitución, que se basaba en evidencia empírica cuestionable, en tanto que otros afirmaban que la Corte Suprema estaba usurpando el poder legislativo del congreso y los estados en lugar de limitarse a interpretar las leyes.

El Senador demócrata de Georgia, Richard Russell Jr, incluso aseguró entonces que la corte cometió un “claro abuso de su poder judicial” e hizo un llamado a las autoridades a resistirse a la decisión por todos los “medios legales posibles”. De hecho, varios estados intentaron abolir la educación pública para evitar cumplir con la decisión judicial y en la práctica tomó tiempo en que varios estados dieran estricto cumplimiento de la sentencia.

Salvando las distancias, en Guatemala vivimos una coyuntura complicada que ha tenido a la Corte de Constitucionalidad (CC) como un protagonista importante, algo que no ocurría desde el Serranazo probablemente. La decisión de la CC de impedir al presidente declarar al comisionado de CICIG persona non grata hace poco más de un año es en buena parte reflejo de ello.

Llamó la atención al respecto porque en el anuncio que hiciera el presidente Morales de la decisión de impedir al comisionado de CICIG el ingreso al país, él y algunos funcionarios de alto rango de su gobierno aseguraron que no tenían obligación de “acatar órdenes ilegales” y opinaron que la CC se ha “extralimitado” aunque habían respetado varias de sus resoluciones.

Es natural que las decisiones de alta relevancia de las cortes generen descontento. De hecho, son objeto de críticas por parte de la comunidad de abogados y juristas. Yo mismo he sido crítico de varias decisiones de la CC. Pero un funcionario público tiene la obligación de respetar el marco constitucional y eso incluye el respeto a las decisiones de las cortes, sin importar cuán en desacuerdo se pueda estar con sus criterios jurídicos.

En todos lados se cuecen habas, reza el dicho. Estados Unidos, una de las democracias más exitosas del mundo, ha tenido episodios de polémica y descontento con las decisiones judiciales, pero fueron capaces de superarlas en un marco de respeto a la ley y la Constitución. Lo propio es necesario que ocurra en nuestro país si aspiramos a construir una república que aún está en una fase de construcción.

Por supuesto que nuestras altas cortes son muy mejorables. Nuestros esfuerzos deben ir encaminados a generar sistemas en los que estas gocen de mayor Independencia judicial. Es imposible liberarse de la polémica, pero es posible mejorar la calidad de las resoluciones de nuestras cortes si diseñamos mejores sistemas de designación e incentivos con una carrera judicial y con judicaturas vitalicias.

La historia no absuelve
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Paul Boteo es Director General de Fundación Libertad y Desarrollo. Además, es catedrático universitario y tiene una maestría en Economía por la Pontificia Universidad Católica de Chile. 
09 Oct 2018

La historia no perdona. Y quienes hoy están en una posición de poder en Guatemala tienen que estar conscientes de la forma en que se escribirá este capítulo del país. 

 

Ejercer la función pública al más alto nivel conlleva una responsabilidad con la historia de una nación. Las decisiones que se toman afectan la vida de millones de personas, para bien o para mal. Por esa razón, hay políticos que son recordados con honores como Abraham Lincoln, Franklin D. Roosevelt, Winston Churchill y más recientemente John McCain; mientras que otros se convierten en villanos y entran a la historia con deshonra por el sufrimiento que causaron a sus respectivos pueblos, como ha sucedido con tantos dictadores africanos, asiáticos y latinoamericanos.

En Estados Unidos, una buena parte del sector político pareciera tener ese sentido de la historia. Muchos han dejado legados que los colocan en un sitial de honor en la historia de su país. La política en esa nación ha tenido estándares mucho más altos que la política en América Latina. Por supuesto que tienen sus propios escándalos y hoy no se encuentran en su mejor momento; claramente no viven en el paraíso. Pero comparado con Latinoamérica, nos llevan muchas millas de ventaja.

El gran problema del político promedio de América Latina, y de Guatemala en particular, es que sólo busca enriquecerse y sacar provecho de su posición. El prestigio, la ideología, el honor y el sentido histórico están completamente ausentes de sus motivaciones. Y lo que es peor, con el paso de los años, la calidad de la clase política guatemalteca se ha deteriorado aún más. Hoy vemos a políticos dando un espectáculo terrible de ignorancia, cinismo, cobardía y arrogancia que los hace ver como el principal obstáculo para la transformación del país.

Por supuesto, que en medio de la podredumbre que infectó a la política de Guatemala, aún quedan políticos honestos y funcionarios probos que atestiguan con tristeza cómo el Estado ha quedado en manos de personas sin escrúpulos.  Pero son una minoría y poco o nada pueden hacer, sin el apoyo decidido de la ciudadanía.

El panorama para Guatemala es desalentador si al final no logramos construir un Estado administrado por ciudadanos capaces y decentes al servicio de todos. Seguiremos hablando del país que anhelamos, pero nunca se concretará porque no contamos con un Estado funcional que lo impulse. Seremos el país de la eterna promesa y el permanente fracaso.

En medio del ambiente crispado que vive el país, los ciudadanos también hemos olvidado la responsabilidad que tenemos con la historia y las futuras generaciones. Caímos en la trampa de la polarización y el desprestigio. Ya no estamos discutiendo sobre las principales reformas que debemos impulsar para que el país tenga una oportunidad de desarrollo. En vez de eso, nos embarcamos en discusiones viscerales en donde no se aceptan matices y la descalificación ha desplazado al diálogo respetuoso y constructivo.

Hoy más que nunca se necesita que edifiquemos puentes y seamos capaces de dialogar, aun cuando defendamos puntos de vista encontrados. Es lo que hacen los países civilizados para resolver sus diferencias. Lo peor que nos podría pasar es regresar a ese pasado oscuro en donde la violencia se imponía sobre la razón. Ninguna persona decente debería avalar la violencia, la intimidación y las amenazas para silenciar un punto de vista diferente. Eso simplemente es inaceptable y nos convertiría en cómplices de una atrocidad.

La historia no perdona. Y quienes hoy están en una posición de poder en Guatemala tienen que estar conscientes de la forma en que se escribirá este capítulo del país. ¿Quedarán registrados como hombres de Estado que impulsaron y permitieron la primavera de Guatemala? ¿O la historia los recordará como villanos que robaron la esperanza de cambio de todo un pueblo? El país se encuentra en un momento crítico y se necesita de políticos con sentido de historia, que tomen decisiones en función del bienestar de la población y no del interés personal. La historia será implacable. 

 

Publicado originalmente en El Periódico.

La cultura del achinchincle
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Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
03 Oct 2018

Hipoteca su dignidad a cambio de un hueso.

 

En tiempos coloniales, el concepto náhuatl de achichincle era utilizado para referirse a los indígenas que servían voluntariamente a los españoles, y seguían sus órdenes ciegamente. La idea no se enmarcaba dentro del racismo sistémico de la pigmentocracia, sino constituía una expresión de rechazo de los mismos indígenas en contra de aquellos que se plegaban a los conquistadores con el fin de obtener algún privilegio social o económico. 

En El Señor Presidente, Miguel Ángel Asturias utilizó dicho concepto para describir a los funcionarios de Estrada Cabrera que agachaban la cabeza y seguían sus designios sin cuestionar sus directrices. Cual relación amo-siervo del medioevo, el servidor intercambiaba su lealtad a cambio de la protección y beneficios del dictador. 

Hoy la idea mantiene la connotación social de la colonia, y el carácter político que le impregnó nuestro Premio Nobel. El achichincle es aquel activista o servidor público que hipoteca su dignidad, tolera humillaciones y maltratos a cambio de un hueso. Es una relación utilitaria, pues en nuestro sistema clientelar, una plaza, un contrato, o mejor aún, el reconocimiento “del jefe”, son beneficios deseados por muchos. 

El servilismo es la característica que le define. Idolatra a su patrón, por lo que mueve cielo y tierra para agradarle, aún si en el proceso atenta contra la sensatez. Se ofende cuando cuestionan a su patrón: reniega de las críticas y publicaciones que señalan las insolvencias de su señor. 

Está dispuesto todo, incluso, a acatar y ejecutar órdenes sinsentido o ilegales, aún si esto implica violentar la ley y enfrentar las consecuencias. No importa; todo sea por adular a su jefe.

La experiencia 2015-2018 ha demostrado que la cultura del achichincle acarrea riesgos. Testaferros, prestanombres, asistentes o asesores de funcionarios públicos enfrentan proceso penal o están en prisión por haber seguido las insolvencias del señor. Bueno. Alguno que otro ha logrado romper las cadenas que le ataban al señor, y se han convertido en colaborador eficaz.

La cultura del achichincle es el complemento del caudillismo y la corrupción. Así como el conquistador y el dictador representaban la decadencia de antaño, el patrón hoy es referente de la degradación del sistema. Generalmente “el jefe” es un mandatario, ministro, diputado, dirigente partidista o director de una institución, carente de visión de Estado y para quien la política no es más que negocio o auto-promoción.

Si se quiere construir institucionalidad, es imperativo sustituir la obtención de cargos públicos vía la cultura del achichincle, por un régimen de servicio civil que sustente una burocracia profesional. A nivel social, implica reconocer que el “jefe” no es infalible; que sus órdenes pueden ser ilegales y que acatarlas puede acarrear consecuencias graves.

Brasil da un giro hacia el populismo
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Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
11 Oct 2018

El domingo, 8 de octubre de 2018, se celebraron las elecciones en Brasil. Jair Bolsonaro obtuvo 46% de los votos y el profesor Haddad del Partido de los Trabajadores (PT) apenas llegó a un 29.3%. Todo se decidirá en una segunda vuelta electoral.

 

Pero hace tan solo unos meses, las encuestas colocaban en primer lugar al expresidente izquierdista, Lula da Silva del Partido de los Trabajadores (PT). Algo sorprendente si tenemos en cuenta que Lula da Silva guarda prisión por su participación en el famoso caso Operação Lava Jato. Como segundo lugar aparecía Jair Bolsonaro, del Partido Social Liberal (PSL) quien se posicionaba como exponente de la extrema derecha brasileña.  ¿Qué fue lo que cambió?

En septiembre el Tribunal Electoral resolvió que Lula no podía ser candidato debido a su situación legal. En vista de las circunstancias, el PT decidió postular como presidenciable a Fernando Haddad, un profesor de ciencias políticas que fue alcalde de São Paulo (un candidato con una clara inclinación a la izquierda radical y para nada exento de señalamientos de corrupción). Como vicepresidenciable postularon a Manuela d'Ávila, una joven periodista afiliada al Partido Comunista de Brasil. El binomio propuesto por el PT carecía de la popularidad de Lula pese a respaldo de éste y Bolsonaro se posicionó en poco tiempo como el candidato con mayor intención de voto.

Ahora bien, ¿quién es Jair Bolsonaro? Se trata de un ex militar de reserva y diputado brasileño.  Ha mantenido un discurso lleno de polémica que lo coloca en la extrema derecha del espectro político con un tono que raya en lo antidemócrata, en el racismo y la xenofobia.

En primer lugar, Bolsonaro ha sido muy indulgente con la dictadura brasileña que gobernó entre 1964 y 1985 e incluso llegó a afirmar que el error de la dictadura fue torturar y no matar. En otra oportunidad llamó a los refugiados que venían de países africanos, Haití y Bolivia, “escoria humana” y aseguró que Brasil no tenía por qué tener fronteras abiertas para recibirlos. En otra ocasión al hablar de los cimarrones (quilombolas en portugués los afrodescendientes de esclavos que huyeron del trabajo forzoso para formar pequeños pueblos) aseguró que “no servían ni para procrear” y que eran unos holgazanes. Palabras que no deberían salir de la boca de ninguna persona, menos aún de un candidato.

En estos momentos Brasil vive momentos difíciles. Tras los fracasos de los gobiernos de izquierda del PT de Lula y Dilma, empañados por los enormes escándalos de corrupción que rodearon dichas gestiones, no extraña que un candidato de corte populista como Bolsonaro sea la reacción. Una nota de la BBC recoge la declaración de un votante que afirma “prefiero un presidente homofóbico o racista a uno que sea ladrón".

Quizá a los ojos del votante medio brasileño, cansado del fracaso del “establishment político”, Bolsonaro sea una esperanza. Pero la preocupación radica en que Bolsonaro representa un populismo que además tiene un corte autoritario. Lula fue un populista que dio resultados muy pobres, pero al menos no tenía un sesgo antidemócrata como los populismos de izquierdas en Venezuela o Bolivia. Bolsonaro parece tener un sesgo antidemócrata que puede representar un peligro para las débiles instituciones democráticas y republicanas del Brasil.

Redes Sociales: ¿desinformación y polarización?
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Empresario, sociólogo y comunicador. Doctor en Sociología y Ciencias Políticas. Es Presidente de la Fundación Libertad y Desarrollo y Director General del programa Razón de Estado. 

Empresario, sociólogo y comunicador. Doctor en Sociología y Ciencias Políticas. Es Presidente de la Fundación Libertad y Desarrollo y Director General del programa Razón de Estado. 

14 Ago 2018

Las redes sociales mal utilizadas están deformando la realidad y dañando las relaciones sociales de una manera tan brutal, que si las sociedades no aprenden a diferenciar y a descalificar a los delincuentes cibernéticos, seguiremos tirando combustible a un fuego que está fuera de control.

 

Si tuviéramos que describir el estado de ánimo presente en la mayoría de sociedades del mundo, las palabras que aparecen son desacuerdo, división, confrontación, descalificación, prejuicios, desconfianza, desaliento, frustración y, en muchos casos, rabia.

Hacen falta análisis serios sobre el rompecabezas de factores y circunstancias que nos llevaron a la realidad que hoy vivimos y que está provocando peligrosos niveles de polarización y conflicto.

En nuestro hemisferio hay causas identificables que son el combustible del incendio que viven nuestras sociedades. Entre ellas están la pobreza, la desigualdad, la falta de oportunidades, la incompetencia o la corrupción de los políticos y la complicidad o la indiferencia de las elites.

Dicho de otra manera, la ausencia de Estados funcionales, capaces de ofrecer certeza jurídica y su incapacidad de crear condiciones para un crecimiento económico robusto que integre a todos y les permita alcanzar bienestar, está llevando a las naciones en permanente conflicto a escenarios peligrosos.

Las “Redes Sociales” han acercado a millones de seres humanos y han facilitado el diario vivir de muchas maneras, pero también, han separado y enfrentado a millones por la forma irresponsable y oportunista en que muchos las usan.

Las redes sociales mal utilizadas están deformando la realidad y dañando las relaciones sociales de una manera tan brutal que, si las sociedades no aprenden a diferenciar y a descalificar a los delincuentes cibernéticos, seguiremos tirando combustible a un fuego que ya está fuera de control.

Las burbujas que se forman en las redes sociales, el “Cyberbullying” y las “fake news” se están encargando de alimentar ese incendio societario de una manera brutal. Y a esto se suma, como pólvora, la superficialidad y muchas veces la ignorancia de los usuarios.

Una burbuja, en general, la forma una persona con su grupo afín. La “información” que se mueve en esas burbujas es, en general, parcial y limitada al gusto y visión de ese grupo. El problema está en que se llega a pensar que la “información” que llega a cada burbuja es la única verdad. Nada más falso que esto.

Este fenómeno de “las burbujas” es tan disruptivo que ha llegado a enfrentar colegas, socios, familias y hasta parejas.

Los humanos tenemos propensión a creer lo peor, lo fácil, el titular, el chisme o el rumor. No nos preocupamos por investigar o confirmar; y vamos creando un imaginario y una forma de pensar o sentir sobre determinados temas o personas que pueden tener un grado tal de distorsión, que imposibilita el poder alcanzar acuerdos o consensos.

Hay centros – realmente son cuartos o bodegas – con operadores; muchos de ellos jóvenes desempleados, que, por pocos dólares se dedican a inventar noticias, a difamar enemigos de los financistas de “netcenters” y a dividir para “vencer”.

La cobardía del anonimato y la manipulación de “secretos” y mentiras da cierto poder a los mercenarios de las redes. Y están también los charlatanes oportunistas que se atreven a usar su nombre para difamar o decir idioteces para ganar notoriedad. Al final, unos y otros siempre fracasan.

La clave está en que los usuarios se eduquen y cuestionen más las fuentes de información y su contenido. Harían un extraordinario favor a las sociedades de las que son parte, para enfocarse en la búsqueda de soluciones a los verdaderos problemas que tienen

Hay naciones gobernadas por tiranos, asesinos, corruptos, cínicos y payasos – principales contratistas de “netcenteros” - que tienen un futuro de pronóstico reservado. Dependerá de sus pueblos el nivel de daño que estos impresentables personajes puedan causar. Sin duda alguna, las redes sociales son una poderosa herramienta para los ciudadanos. Usémoslas con inteligencia.

Ni pichar, ni cachar, ni dejar batear
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Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
23 Oct 2018

La ausencia de un debate sobre el futuro del sistema político nacional

 

En estas épocas de postemporada de béisbol, recordé una frase coloquial que bien aplica a la situación actual de Guatemala. Desde relaciones amorosas hasta dinámicas laborales o de trabajo en equipo, cuando se encuentra a una persona negativa, que no propone soluciones, y que únicamente se dedica a bloquear las ideas y propuestas de terceros, se dice que ni picha, ni cacha, ni deja batear.

Pues bien. Resulta que esa frase sirve para definir el rol actual de las élites políticas en Guatemala en relación a la transformación política 2015-2018.

Una reflexión que se ha repetido hasta la saciedad es que la lucha contra la corrupción no se limita a la persecución penal de personajes vinculados a casos de corrupción o la desarticulación de estructuras que, durante años, se han dedicado al sistemático saqueo de las arcas públicas.

Un verdadero combate a la corrupción requiere –necesariamente- de un proceso de modernización normativa, de actualización de políticas públicas y de cambios en patrones de comportamiento. Sin esas fases ulteriores, el sistema patrimonialista permanecerá intacto en el tiempo, y los corruptos de ayer –algunos presos y otros prófugos- serán sustituidos por los corruptos de hoy y los de mañana.

Sin embargo, la acción de las élites políticas en Guatemala se limita a “no dejar batear”. Oponerse sistemáticamente a la continuación de la fase de depuración judicial de Ministerio Público y CICIG. La discusión de las reformas ulteriores para evitar un “retorno al pasado” está ausente.

Por ejemplo. Para nadie es un secreto que la mayor debilidad del sistema de justicia es la falta de autonomía de las autoridades judiciales frente al poder político y económico. Sin embargo, hoy no vemos una discusión racional sobre una necesaria reforma encaminada a modificar el sistema de comisiones de postulación, a fortalecer la carrera judicial o a aumentar el período de los jueces y magistrados. O peor aún, si nos quejamos que la justicia se politiza, ¿acaso no es un contrasentido que a los magistrados de las altas cortes los elija el Congreso mediante un proceso político? Obvio. Hablar de una reforma constitucional para fortalecer la justicia es un tema tabú.

Lo mismo ocurre con el sistema de contrataciones públicas. Si se sabe que los procesos de licitación han estado sujetos a amaños, trampas y corruptelas, ¿por qué no iniciar un proceso profundo de reforma a la ley de contrataciones? ¿O qué decir del servicio civil y la profesionalización del servicio público? ¿O de las contrataciones de obra gris y la necesaria reforma del Fondo de Conservación Vial (COVIAL)? Estos temas, y muchos otros más, están ausentes en la agenda política del país. De ahí que las élites políticas tampoco “pichen.”

Pero este proceso no se queda aquí. Porque cuando las propuestas provienen de diversos actores, se dejan en la congeladora. Sólo en materia de reforma constitucional están pendientes de atenderse las propuestas de ProReforma del 2008, del Consorcio ASIES-URL-USAC del 2011, y de la gran plataforma nacional por la reforma a la justicia del 2016. La apuesta es al statu quo. Cualquier cosa que implique cambiar las reglas del juego para limitar los espacios de la corrupción, es mejor dejarlos en el olvido. De ahí que las élites políticas tampoco “bateen”.

Por ello, en este juego, el proceso ha degenerado en un mero conflicto de poder. Entre quienes quieren detener de una y para siempre, el proceso de cambio político que inició en 2015. Y quienes quieren que la depuración judicial continúe, sin siquiera reflexionar sobre los puntos pendientes de la agenda. Y en medio, una élite política que no picha, no cacha ni deja batear.

La independencia atomizada
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Directora del área de Estudios Latinoamericanos de la Fundación Libertad y Desarrollo. Es licenciada en Historia egresada de la Universidad Central de Venezuela.
17 Sep 2018

“Si en todos los países y edades la unión es la fuerza de los pueblos, en el presente es más que en todos los tiempos precisa y necesaria (…) Que haya divisiones cuando la ley misma divide en dos sociedades a los individuos de una sociedad, que las haya cuando la ley eleva a unos pueblos sobre la ruina de otros; pero en un gobierno libre, en un gobierno que debe ser instituido por la voluntad misma de los representantes de los pueblos, deben cesar los motivos de división, triunfar la unión y desaparecer la causa de los partidos…” 1

- Acta de Independencia de Guatemala. 15 de septiembre de 1821.

La atomización es un proceso químico mediante el cual la materia se divide en partículas sumamente pequeñas. Sin embargo, a pesar de ser este un término propio de las ciencias naturales, es apropiado a la hora de describir el fraccionamiento de los procesos políticos latinoamericanos en el contexto de creación de los Estados-nación a inicios del siglo XIX, es decir, de las llamadas independencias.

En vísperas de un año más de celebración independentista en Centroamérica es necesario volver a los textos fundacionales de la república. Tal vez mirar el pasado con ojos críticos y agudos pueda arrojar luces sobre ciertas interpretaciones de un presente que se muestra cada vez más vertiginoso e ininteligible.

Sobre esta balcanización, son esclarecedoras las ideas del prócer de la independencia centroamericana, José Cecilio del Valle, con respecto a la falta de unidad y de una dirección clara y de largo plazo en las élites nacionales en la consolidación las nacientes repúblicas de la América Española, tan sumidas en discrepancias internas (incluso guerras como en Suramérica), que hacían inviable cualquier proyecto republicano:

“La unidad de tiempo es en los grandes planes la que multiplica la fuerza y asegura el suceso; la que hace que dos tengan más poder que un millón. Cien mil fuerzas obrando en períodos distintos sólo obran como una. Diez fuerzas obrando simultáneamente obran como diez” 2

Las raíces de esta desintegración en toda América Latina se hallan en la propias élites nacionales y son, a nuestro juicio, estructurales y transversales a todos los procesos de continuación y ruptura desde la conquista hasta la actualidad. El historiador británico John Lynch habla de una independencia “por defecto” al referirse a Centroamérica,3 pues si bien la élite criolla quería reformas económicas y fiscales, se mostraba dividida ante la cuestión del cambio político.

En Guatemala, tenemos que para ese momento aparecían al menos dos grupos evidentes: los que eran favorables al gobierno central y a la monarquía, formado por actores de las capas medias ilustradas y peninsulares pudientes; y los partidarios de la independencia, formados por miembros de la aristocracia nacional e intelectuales de las capas medias de la sociedad. 

En los inicios de la república (hacia 1825), estas posiciones se cimentan en dos facciones (que modernamente podríamos considerar partidos políticos) que iban de lo moderado a lo radical. Según el propio Del Valle el espectro político de aquellos años se componía de aquellos más cercanos al antiguo régimen, los afectos a “doctrinas envejecidas”, temerosos a lo novedoso y al nuevo orden de las cosas, al cual denominó oposición retrógrada. Y otro grupo que quería un movimiento más rápido, una “convulsión más activa”, afectos a “doctrinas exageradas” y con “necesidad de sangre” a quienes llamó oposición por exceso.4 No obstante, para Del Valle, ambos bandos convergían en el aislamiento de lo que sucedía en Europa, América del Norte y Suramérica.

Prosigue Del Valle:

“los retrógrados quieren poder sin libertad y los exagerados, libertad sin poder; y ambos estados, además de ser imposibles en las naciones cultas y civilizadas, son resultados del triunfo efímero de una facción; y no constituyen la situación constante y permanente de la sociedad…” 5

Con esto se refiere a que no existía una formulación de proyecto nacional,6 es decir, no había un plan de Estado con grandes líneas estratégicas que todos los actores políticos del gobierno (independientemente de los partidos) acordaran seguir y cumplir, como sí lo hubo en Norteamérica.7 Probablemente una respuesta a esta miopía histórica de las élites se refiera a lo que se ha denominado absolutismo originario,8 que tiene que ver con la permanencia y continuidad en el tiempo de ciertas instituciones, patrones de comportamiento y actitudes que tienen sus orígenes en el pasado colonial9 y también a las condiciones materiales tan dramáticas (pocos pobladores, economías de subsistencia, además del tema indígena), que hacían impensable pensar en el largo plazo; de manera que, históricamente, las decisiones tendieron a lo inmediato y a la improvisación:

“Esta indecisión, que es un mal durante la lucha, es un verdadero bien si se atiende a que el momento de la convulsión, no es más a propósito para tomar una resolución prudente. Desgraciada la nación que se decide con ligereza. Es verdad que ninguna se decide, sino cuando la atacan en lo más vivo de su existencia…” 10

En ese sentido, si no hay una idea de Estado, ni un proyecto nacional con líneas estratégicas independiente de líneas partidistas, ni un pacto en las élites; la política estará destinada a servir exclusivamente intereses individuales, extractivos y de corto plazo. Sobre esto, Del Valle es elocuente:

“De aquí se infiere que todo partido puede contar que labra su propia ruina cuando su delirio llega al punto de comprometer los intereses más amados de la nación. No hay fuerza ni poder sino cuando se defienden intereses nacionales” 11

Para el historiador John Lynch “no existía una nación”12. Centroamérica para ese momento tenía una idea vaga de identidad nacional con élites “atomizadas” en regiones e intereses. Sin la unidad impuesta por España no había cohesión alguna y sin el absolutismo español no había ninguna autoridad central. En el período colonial la Corona había sido una fuente de legitimidad política y sus agentes habían arbitrado las disputas entre las élites. Ahora, las redes de familias regionales luchaban simultáneamente por hegemonía, recursos e inmunidad. Tampoco había Estado en el sentido de que entre 1823 y 1826 el gobierno central se abstuvo de actuar como tal, al no reclutar un ejército ni cobrar impuestos,13 características esenciales del Estado moderno.

Estas son las razones por las que no había un gobierno que pudiera hacer frente a ambas lides. Y mientras esta dialéctica se daba en el seno de las élites:

“existe la gran masa nacional, como un escollo eminente e inmoble, contra el cual vienen a estrellarse las olas encontradas que quieren dominarlo. Esta masa sosegada y, por así decirlo, inerte, ve las agitaciones, los furores, las injusticias de los partidos; estudia en silencio los hombres, las instituciones y los acontecimientos…” 14

En ese sentido, básicamente doscientos años de historia republicana no son más que una dilatada recopilación de intentos fallidos de lograr consensos y de acuerdos frustrados. La pregunta es cuándo se logrará ese anhelado concierto de intereses que establezca reformas de Estado tan urgentes como necesarias.


Referencias:

[1]  “Acta de Independencia de Guatemala”. Pensamiento político de la emancipación. Tomo II. Caracas. Biblioteca Ayacucho. Pp. 243-247

[2] DEL VALLE, José Cecilio. “Soñaba el Abad de San Pedro y yo también sé soñar”. Ibídem. Pp. 253. En este texto, Valle expone su proyecto de unidad americana. El título alude a una difundida obra del abate de Saint Pierre, escrita a principios del siglo XVIII, en la que proponía la formación de una federación europea.

[3] LYNCH, John. “Centroamérica, la independencia por defecto”. Las revoluciones hispanoamericanas. Barcelona. Editorial Ariel. 2001. Pp. 325

[4]  DEL VALLE, José Cecilio. “Gobierno representativo y oposición”. Obra Escogida. Caracas. Biblioteca Ayacucho. Pp. 54-55

[5] DEL VALLE, José Cecilio. Ibídem. Pp. 57

[6] Esta es una categoría del historiador Germán Carrera Damas que se refiere a los arreglos políticos, jurídicos y sociales que se fundaron esencialmente en la noción de soberanía nacional durante los procesos de independencia y la creación de repúblicas en América Latina. (CARRERA DAMAS, Germán (coord..) Formación histórico-social de América Latina. Caracas. UCV-CENDES. 1982. Pp. 193-194)

[7] El caso de los Estados Unidos de Norteamérica es elocuente porque ellos sí se plantearon −más allá de los intereses partidistas entre federalistas y anti-federalistas− qué nación querían ser y cómo lograrlo. En relación a lo primero, lo cual tiene que ver con los fines y objetivos, está la doctrina del “Destino Manifiesto”, que se basa en la creencia de que Estados Unidos de América era una nación destinada a expandirse desde las costas del Atlántico hasta el Pacífico, de allí la forma de Estado federal y la expansión territorial. Y en segundo lugar, en relación a los medios para alcanzar esos fines, están las ideas de Alexander Hamilton sobre la industrialización en su famoso Informe sobre manufacturas de 1790.

[8] Más allá de las continuidades y rupturas, la sociedad latinoamericana se conforma bajo el ámbito socio-político y espiritual de la modalidad colonial de la monarquía absoluta (CARRERA DAMAS, Germán. Ibídem. Pp. 122-123)

[9] STANLEY, J. / STEIN, Barbara. La herencia colonial de América Latina. Madrid. Siglo XXI Editores. 1993. Pp- 7-29

[10] DEL VALLE, José Cecilio. Ob. Cit. Pp. 58v

[11] Ídem. 

[12]  LYNCH, John. Ob Cit. Pp. 329

[13]  LYNCH, John. Ibídem. Pp. 331

[14]  Ídem.

Tomar el debido proceso en serio (Parte I)
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Jesús María es el Director del Área Institucional en Fundación Libertad y Desarrollo. Es catedrático universitario y Doctorando en Derecho por la Universidad Austral.
02 Oct 2018

Tomarse el debido proceso en serio debe ser una de las cuestiones básicas cuando se quiere construir una institucionalidad ceñida al ideal político de Estado de Derecho.

El eminente profesor de Harvard Ronald Dworkin irrumpió en el ámbito de la teoría del derecho con el libro cuyo título se toma en préstamo a efectos de nuestro propósito: Taking Rights Seriously (1977). Todo el mundo habla del debido proceso, pero mucho de lo que se dice sobre la garantía no es verdad y es muy superficial.

Tres errores principales dominan la discusión sobre el debido proceso en Guatemala. El primero, reduce el debido proceso al derecho a la defensa, eludiendo el haz de derechos que conforman la garantía con arreglo a la Constitución y a los tratados internacionales en materia de derechos humanos. El segundo, simplifica la noción de derecho a la llamada presunción de inocencia, muchas veces poca comprendida, máxime si se analizan otros derechos rivales como el de libertad de expresión etc.

El tercero, supone que el ordenamiento jurídico de Guatemala satisface los requerimientos del debido proceso con arreglo a estándares internacionales y que las violaciones al debido proceso solo son producto de malas actuaciones por parte de determinados funcionarios o jueces. Estas tres visiones son erróneas como se tendrá ocasión de comprobar.

En una serie de entradas semanalmente me propongo analizar la garantía constitucional del debido proceso, tanto desde el punto de vista teórico como práctico. En Guatemala pese a que se menciona constantemente la palabra«debido proceso», no hay literatura constitucional especializada que analice el tópico. Por ello, trataré en la medida de lo posible, de soportar mi investigación con fuentes documentales del derecho comparado, jurisprudencia nacional e internacional, sin menoscabo de mi propia perspectiva.

En el transcurso de las semanas criticaré con contundencia aquellas opiniones académicas y políticas expresadas por otros en el país. A pesar de que en el debate político se emplea constantemente la palabra «debido proceso» para apelar a su existencia en los distintos casos que se someten a los tribunales, o bien para criticar el comportamiento de los tribunales de justicia, Ministerio Público o CICIG, ello no ha estimulado la producción de libros, artículos, informes o entradas específicas para analizar la situación jurídica.

Es menester destacar que el uso de la palabra ha trascendido del ámbito judicial y se ha convertido en tema de conversación en la televisión, prensa escrita, universidades, centros de pensamiento y hogares. Este hecho singular solo viene a mostrar el interés ciudadano en casos judiciales básicamente relacionados con temas de corrupción o cuando no, con una especie de judicialización de la política.

Al ser la corrupción un problema de Estado[1], no es en rigor un fenómeno eminentemente político, ligado a la estructura de poder, a menos que se quiera referir que el sistema político constitucional se hizo para la corrupción. Es ante la corrupción, un fenómeno politizado que sin tener naturaleza o fines políticos, determina la dinámica política y en muchos casos podría llegar a tener significación e impacto político, en campañas, legislaciones etc.[2]

La mayoría de los casos judiciales mediatizados por la prensa son penales y han desencadenado que el vocabulario judicial sea asumido por “legos” formando parte de los discursos políticos. Uno de estos términos usados es el debido proceso.

Con una larga historia que se remonta a la Magna Carta Libertatum (1215), el debido proceso tiene eco en diversos instrumentos internacionales en materia de derechos humanos como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966) y la Convención Americana Sobre Derechos Humanos (Pacto de San José) de 1969 entre otras.

La referida garantía del debido proceso, implica un haz de derechos que no siempre se analizan en su conjunto. Tales derechos son a título enunciativo y no taxativo, la igualdad ante los tribunales y cortes de justicia[3]; derecho a ser oído públicamente por un tribunal competente; garantías institucionales que favorezcan independencia e imparcialidad judicial e incluso presunción de inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad conforme a la ley.

Con arreglo a la tradición constitucional occidental, la garantía implica a su vez, el derecho a interrogar o hacer interrogar a los testigos de cargo y a obtener la comparecencia de los testigos de descargo y que éstos sean interrogados en las mismas condiciones que los testigos de cargo. Además, protege a los individuos a no declarar contra sí mismo ni a confesarse culpable, en tanto la confesión del inculpado solamente es válida si es hecha sin coacción de ninguna naturaleza.

Además de los derechos antes referidos que conforman ese haz antes mencionado, debe incluirse el derecho a ser notificado en el idioma que la persona comprenda o si fuere el caso, asistido gratuitamente por el traductor o intérprete, si no comprende o no habla el idioma del juzgado o tribunal; el derecho a ser informado en forma detallada de la naturaleza y causas de la acusación formulada e incluso la concesión del tiempo y de los medios adecuados para la preparación de una defensa; la obtención de un defensor, inclusive gratuito, si careciere de medios suficientes para pagarlo; y el ser juzgado sin dilaciones indebidas.

De igual modo, toda persona declarada culpable de un delito tendrá derecho a que el fallo condenatorio y la pena que se le haya impuesto sean sometidos a un tribunal superior, es decir, un derecho de apelación. En el procedimiento judicial aplicable a los menores de edad a efectos penales, se tendrá en cuenta esta circunstancia y la importancia de estimular su readaptación social.

Conforme al principio de responsabilidad patrimonial del Estado, cuando una sentencia condenatoria firme haya sido ulteriormente revocada, o el condenado haya sido indultado por haberse producido o descubierto un hecho plenamente probatorio de la comisión de un error judicial, la persona que haya sufrido una pena como resultado de tal sentencia deberá ser indemnizada conforme a la ley, a menos que se demuestre que le es imputable en todo o en parte el no haberse revelado oportunamente el hecho desconocido.

Por último, conforme al principio non bis in ídem, nadie podrá ser juzgado, ni sancionado por un delito por el cual haya sido ya condenado o absuelto por una sentencia firme de acuerdo con la ley y el procedimiento penal de cada país. Sobre todos estos derechos nos referiremos en las sucesivas entradas sobre este tema.


Referencias

[1] Njaim, Humberto, La corrupción, un problema de estado, Dirección de Cultura, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1995.

[2] García Pelayo, Manuel Idea de la política, Fundación Manuel García-Pelayo, Caracas, 1999.

[3] Art. 14.  Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y 8 de Convención Americana Sobre Derechos Humanos (Pacto de San José)