En diversos análisis es común escuchar el diagnóstico constante sobre los problemas de desempeño institucional de Guatemala, sus debilidades y su baja calidad institucional. Por lo general, se manifiesta que son disfuncionalidades históricas y estructurales que el Estado de Guatemala arrastra prácticamente desde su conformación colonial y que se mantuvieron en su período republicano, para finalmente exacerbarse en la era contemporánea entre finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI.
El contexto del que partiremos para nuestro análisis no es otro que el de la llamada “Apertura democrática”, que se ubica a partir del año 1985 con la nueva Constitución, y que llega hasta el presente. En este período, el Estado de Guatemala sufre una transformación importante, que algunos autores han denominado acertadamente: el Estado postconflicto o el Estado democrático subsidiario (PNUD, 2010, p. 43), donde como consecuencia de la llamada crisis de la deuda latinoamericana, los últimos años del conflicto armado interno y la posibilidad de que participaran civiles y partidos políticos de diverso signo en la vida pública nacional, comienza a configurarse una nueva era en la historia del país en la que ocurren modificaciones “en el grado de centralización y descentralización del poder, en el nivel de concentración e institucionalización, transformándose la representatividad, autonomía y composición de las estructuras del sistema” (ídem).
Es imprescindible diseccionar con agudeza los conceptos que se utilizan a diestra y siniestra a la hora de abordar el tema de la debilidad institucional en Guatemala porque existen confusiones que, en lugar de clarificar, ensombrecen el análisis.
Lo primero entonces, partiendo de la introducción en la sección anterior donde se esboza el contexto histórico del análisis, es diferenciar entre democratización e institucionalización. En ese sentido, una cosa es acceso al poder político y otra es ejercicio del poder político (Mazzuca, 2002, p. 1). La apertura democrática de los ochentas lo que hizo en todo caso fue una ampliación del acceso al poder político, más no significó necesariamente ni trajo consigo una mejora sustancial en el ejercicio del poder político. Es por esta razón que incluso en democracia, los problemas de corrupción, clientelismo, poca profesionalización de la administración pública y nula independencia judicial no sólo persisten, sino que incluso se agravan. De manera que no deben confundirse transición a la democracia con “institucionalización”, como muchas veces se mezclan en un mismo análisis. De hecho, esta confusión en el análisis muchas veces, lejos de permitir identificar y atajar las causas de la disfuncionalidad institucional, más bien la potencian porque se cree que la solución es “más democracia”[1], sin atender las trabas de desempeño y diseño institucional del Estado guatemalteco.
De manera que para entender la base institucional desde la que opera el Estado guatemalteco es preciso remontarse a los dos conceptos clave de patrimonialismo y corporativismo. Para el historiador Richard Pipes, el Estado patrimonial es aquel régimen en el que los derechos de soberanía y de propiedad se funden hasta el punto de ser indistinguibles (Pipes, 1997, p. 435) y, por lo general, se configura alrededor de redes familiares y clientelares. Por su parte, el corporativismo es una forma de ejercicio del poder en donde grupos de interés se reparten cuotas de poder político y de representación en el Estado y en consecuencia, elaboran un arreglo institucional en función de sus intereses.
Finalmente, vale la pena aclarar el concepto de instituciones extractivas, que son instituciones —en lo económico— diseñadas para extraer ingresos y riqueza de un subconjunto de la sociedad para beneficiar a un subconjunto diferente (Acemoglu, 2012, p. 76) y en lo político, son instituciones que concentran el poder en las manos de una élite minoritaria que pone pocas restricciones a su ejercicio del poder (Ibídem, p. 81).
[1] De hecho, como ya se ha referido en otras oportunidades, la vertiente del “ejercicio del poder”, no tiene que ver tanto con la «Democracia», como sí tiene que ver con el concepto de «República», entendida ésta como “buen gobierno”, basado en la virtud cívica y en fuertes mecanismos de control institucional que restrinjan el ejercicio arbitrario del poder (sobre esto ver: Pettit, Philip. Republicanism. A theory of freedom and goverment. New York. Oxford University Press.2002).
El problema de la debilidad institucional de Guatemala impacta negativamente tanto en el desempeño económico como en la estabilidad y calidad de la democracia; y precisamente por sus efectos visibles en la calidad de la democracia, es que se terminan confundiendo las consecuencias con las causas y se termina diagnosticando el asunto de la institucionalidad bajo las premisas erradas.
2020 trajo consigo desafíos inéditos para la región latinoamericana y, específicamente, para Guatemala. Con la pandemia del Covid-19 y las tormentas Eta e Iota, se pusieron en relieve los profundos problemas de desempeño institucional y de ejecución del Estado de Guatemala. Sobre esto, algunas cifras son engañosas y deben leerse bajo la óptica apropiada. Si bien de acuerdo con cifras del Banguat, Guatemala fue la economía que menos decreció de la región, con apenas un -1.5% de caída del PIB en 2020, no se puede pasar por alto que Guatemala más bien arrastraba un crecimiento mediocre en los últimos años. En ese sentido, la caída fue consistente con el pobre desempeño histórico de su economía.
De hecho, de acuerdo con un informe de riesgo operacional en América Latina, publicado por The Economist Intelligence Unit hace pocas semanas, Guatemala se encuentra peligrosamente baja (junto con Venezuela) en el renglón de “Riesgo de efectividad del gobierno”.
Fuente: The Economist Inteligence Unit. 2021
Como se puede apreciar, el Riesgo de Efectividad de Gobierno para Guatemala es del 80/100; una calificación sumamente preocupante porque pone en relieve la poca capacidad del Estado de Guatemala para aplicar, implementar y ejecutar leyes, políticas públicas y otros compromisos básicos de cualquier pacto social (en otras palabras, el “enforcement”).
De acuerdo con los estudiosos del institucionalismo, las capacidades estatales de ejecución a largo plazo están determinadas por decisiones políticas y se relacionan proporcionalmente a la inversión en capacidades realizadas en un determinado momento en el tiempo (Levitsky, 2019, p. 20)[1]. Nos referimos a países que —aunque pobres— tienen al menos “algo” de poder de ejecución pero que, sin embargo, carecen de la capacidad para hacer cumplir sistemáticamente la ley en algunas áreas. A estos estados, se les han denominado “standoffish states”, que son Estados que pueden hacer cumplir algunas de las reglas algunas veces, pero carecen de los recursos para hacer cumplir todas las reglas todo el tiempo. En ese sentido, el enforcement es intermitente en el sentido de que no sigue un patrón identificable, o selectivo en el sentido de que los Estados con recursos limitados se dirigen a algunos individuos o grupos más que otros.
[1] Aunque también es razonable sugerir que, en algunos casos, los gobiernos pueden poseer la voluntad de hacer cumplir ciertas reglas, pero simplemente carecen de la infraestructura con qué hacerlo. En este caso, estaríamos hablando de Estados fallidos con nula capacidad gubernamental, lo cual se sale de nuestro ámbito de análisis (Levitsky, ídem).
En Guatemala, el problema de la disfuncionalidad institucional se ha planteado desde el falso dilema del tamaño del Estado. Realmente el problema está lejos de ser Estado Vs. Mercado, ya que ambos son instituciones sociales necesarias y complementarias[1] para la cooperación social y los fines públicos. Un Estado fuerte no es sinónimo de un Estado grande y un Estado débil tampoco es sinónimo de un Estado pequeño. Se habla de un Estado fuerte no tanto en su tamaño, sino en la medida en que es un Estado eficiente y eficaz, en el sentido de que cumple satisfactoriamente con sus finalidades básicas de seguridad y justicia.
Hace más de una década el PNUD realizó un análisis del funcionamiento del Estado de Guatemala que continúa vigente. En ese momento se precisaba que el tamaño del Estado se ubica en un plano cuantitativo y se relaciona con el volumen de la burocracia y del nivel de gasto público. Y en el plano cualitativo, se alude a la eficiencia y eficacia del Estado en su administración interna, su capacidad de implementar políticas públicas, etc., y que de esa cuenta, se concluía que el Estado de Guatemala era, por tanto, pequeño y débil (PNUD, pp. 82-85).
De acuerdo con Steven Levitsky (2019), la poca capacidad estatal ayuda a explicar la “standoffish nature” de muchos Estados latinoamericanos, así como los incentivos que los gobiernos utilicen las dádivas como una política social informal en lugar de invertir en Estados de bienestar formales. En el caso de Estados débiles con ingresos limitados como Guatemala, se deben elegir muy cuidadosamente las aplicaciones del enforcement estatal y de allí viene la percepción de la arbitrariedad y discrecionalidad del Estado en prácticamente cualquier intervención que éste se plantee.
La medida de debilidad institucional de la que parte Levitsky depende conceptualmente de la distancia entre el comportamiento obligatorio y el comportamiento real y esto tiene qué ver con la adopción de instituciones formalmente ambiciosas pero débilmente aplicadas. Por otro lado, también esto existe por una dislocación entre diseñadores y ejecutores que puede conducir a un bajo enforcement cuando los encargados de hacer cumplir la ley no comparten los objetivos de la institución.
Para concluir, es importante precisar que el discurso de la ineficiencia del Estado es problemático porque lleva a un callejón sin salida y a una suerte de profecía autocumplida: en la medida en que se mantiene la narrativa de que el Estado no sirve, menos se invertirá en mejorar capacidades y menos se mejorará la administración pública.
Por otra parte, aunque sabemos que en muchos ámbitos de la acción humana, el mercado es probablemente el mejor medio para alcanzar el bienestar general, eso no excluye que el funcionamiento del Estado no pueda orientarse (sin sobrepasar sus límites) hacia —al menos— un criterio medianamente óptimo de eficiencia.
[1] De hecho, la reformulación del proyecto nacional de la que partimos ocurrida con la Constitución de 1985, contempla el principio de Subsidiariedad, que significa que el Estado ejecuta una labor orientada al bien común cuando advierte que los particulares no la realizan adecuadamente, sea por imposibilidad sea por cualquier otra razón. Al mismo tiempo, este principio pide al Estado que se abstenga de intervenir allí donde los grupos o asociaciones más pequeñas pueden bastarse por sí mismas en sus respectivos ámbitos.
Referencias
Libros
Acemoglu, Daron et. Robinson, James. Why nations fail? London. Profile Books. 2012
Fukuyama, Francis. The origins of political order. New York. Farrar, Strauss & Giroux. 2011
Levitsky, Steve et. Helmke, Gretchen. Informal institutions and democracy. Lessons from Latin America. Baltimore, Maryland. John Hopkins Universoty Press. 2006
Levitsky, Steve et. all. Understanding institutional weakness. New York. Cambridge University Press. 2019
Pipes, Richard. Propiedad y libertad. 1999
Papers e informes
Mazzuca, Sebastián. “¿Democratización o burocratización? Inestabilidad del acceso al poder y estabilidad del ejercicio del poder en América Latina”. Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades. Año 4. Nº 7. Primer semestre de 2002. Pp. 23-47.
PNUD. Guatemala: Hacia un Estado para el desarrollo humano. Informe Nacional de Desarrollo Humano 2009-2010. Guatemala. 2010