En esta entrega del Observador, se analiza la formación histórico-institucional de las democracias en el Triángulo Norte de Centroamérica y la evolución de sus indicadores hasta años recientes, en que se les ha calificado de "regímenes híbridos".
Desde hace años, teóricos políticos se han referido a una tendencia en los últimos 30 años, prácticamente desde la post-Guerra Fría, de regímenes que mezclan elecciones competitivas con serias violaciones a los procedimientos democráticos, los cuales llevan la denominación de “regímenes híbridos” (Levitsky, 2006, p. 3).
Esto se remonta hacia finales de los ochentas, cuando las democracias occidentales subieron el costo externo del abuso institucional a las naciones no democráticas. A partir de allí, la democracia como sistema de gobierno comenzaría a aparecer en naciones donde incluso las condiciones internas eran desfavorables para su aplicación y ejercicio. En ese sentido, para 1990, prácticamente todos los países de América Latina (con la sola excepción de Cuba) eran al menos nominalmente democracias presidencialistas. Sin embargo, estas nuevas reglas plasmadas en el papel, a menudo en la realidad no lograron generar los resultados que sus diseñadores aspiraban. Los controles y equilibrios constitucionales no siempre limitaron a los presidentes —como en los casos de Fujimori en Perú (1992) y Serrano en Guatemala (1993)—. Los Poderes judiciales y bancos centrales, nominalmente independientes, a menudo carecían de fuerza en la práctica (Venezuela en 2003 y 2004, y Argentina en 2010 y 2011), y las reformas electorales en casi todos los países de la tercera oleada democrática, en la práctica tuvieron poco efecto en los sistemas de partidos.
De manera que pareciera que en estas décadas, si bien ha habido crecimiento económico en la región (aunque por debajo del necesario), el déficit democrático e institucional es cada vez más palpable. Podríamos afirmar que la región experimenta una regresión democrática que según expertos se debe a la debilidad institucional crónica, entendiendo instituciones como restricciones formales que son "ideadas humanamente" y reconocidas como obligatorias dentro de una comunidad política (Levitsky, 2019, p. 2).
Si bien en la región se han podido llevar a cabo procesos electorales, los problemas de administración de justicia y rendición de cuentas han sido crónicos y se explican por la debilidad en el Estado de derecho (Fukuyama, 2011, p. 355) cuyas manifestaciones son los bajos niveles de certeza jurídica, los altos niveles de criminalidad, retardo procesal, falta de protección a los derechos de propiedad, corrupción e impunidad. Los orígenes de estas disfuncionalidad se hallan en el remoto pasado colonial con instituciones heredadas del absolutismo patrimonialista borbónico que derivaría, durante la era republicana, en privilegios a las clases terratenientes y latifundistas que, en palabras de Fukuyama, se benefician de la “corrupción institucionalizada” (Ibídem, p. 357). Este pasado ha marcado el desarrollo de la región pues se ha erigido bajo instituciones extractivas, que son instituciones —en lo económico— diseñadas para extraer ingresos y riqueza de un subconjunto de la sociedad para beneficiar a un subconjunto diferente (Acemoglu, 2012, p. 76) y en lo político, son instituciones que concentran el poder en las manos de una élite minoritaria que pone pocas restricciones a su ejercicio del poder (Ibídem, p. 81).
En el pasado más reciente, estas debilidades históricas también se explican a partir de una concepción errada entre “acceso al poder político” y “ejercicio del poder político” (Mazzuca, 2002). Esto comienza en las llamadas “olas democratizadoras” en América Latina en la segunda mitad del siglo XX, donde se confundió (tal vez deliberadamente) a la democracia en su vertiente de transmisión pacífica del poder mediante elecciones libres, con su otra vertiente, que es la del ejercicio del poder con pesos y contrapesos y respetando a las minorías[1]. Es por esta razón que a pesar de que en la región se celebran periódicamente elecciones; los problemas de corrupción, clientelismo, impunidad y socavamiento del Estado de derecho, persisten e incluso se han profundizado a niveles históricos. Y también esta debilidad institucional crónica explica por qué en algunos países ha irrumpido con tanta fuerza el populismo autoritario, como una reacción o ruptura con estos arreglos institucionales excluyentes que, —paradójicamente— como en el caso de Venezuela, terminan siendo aún más rapaces y saqueadores que las élites tradicionales que en principio se proponían sustituir.
Otra explicación de estas debilidades institucionales se refiere a los “préstamos institucionales” que las élites tecnocráticas han importado del mundo desarrollado pero que tienen escasos apoyos y consenso dentro de los propios países (Levitsky, 2019, p. 49). Aunque, es importante aclarar que ha habido préstamos institucionales exitosos en muchísimos contextos y que ya sea que las instituciones se diseñen en casa o se tomen prestadas del mundo desarrollado, la clave está en que los responsables (las élites) forjen coaliciones nacionales para garantizar su aplicación y estabilidad (Ibídem, p. 50). Otras razones, explican los especialistas, se hallan primero, en la desigualdad en la aplicación de la ley y las demandas cada vez más aspiracionales de la ciudadanía para mitigarla. De hecho, las leyes aspiracionales también provocan un cumplimiento desigual en un contexto de desigualdad extrema como el latinoamericano. Segundo, en la poca capacidad del Estado: los estados débiles con ingresos limitados deben elegir muy bien sus batallas de aplicación de su enforcement. Y tercero, la volatilidad política y económica: los shocks económicos como la inflación, la recesión y los ciclos de auge y caída de las materias primas erosionan “el pacto social tácito” de la redistribución de riqueza y generan mayores niveles de descontento público, que contribuyen a niveles más altos de inestabilidad institucional.
[1] Realmente esta vertiente del “ejercicio del poder”, no tiene que ver tanto con la «Democracia», como sí tiene que ver con el concepto de «República», entendida ésta como “buen gobierno”, basado en la virtud cívica y en fuertes mecanismos de control institucional que restrinjan el ejercicio arbitrario del poder (sobre esto ver: Pettit, Philip. Republicanism. A theory of freedom and goverment. New York. Oxford University Press.2002).
Quizá vale la pena detenerse a analizar el caso particular del Triángulo Norte de Centroamérica porque (con la excepción de Venezuela), es la región de América Latina con la caída más pronunciada en el Índice de Democracia de The Economist, que se elabora desde 2006, año base en que se les ponderaba a estos tres países (Guatemala, Honduras y El Salvador) como “democracias defectuosas”. En los últimos años los tres países han pasado a ser considerados “regímenes híbridos”. Además de ser de las regiones más inestables, más violentas y que expulsa a más migrantes ilegales de sus fronteras, es también una de las regiones más pobres del continente.
Fuente: Elaboración propia a partir del Democracy Index del The Economist Intelligence Unit
Fuente: Elaboración propia a partir del Democracy Index del The Economist Intelligence Unit
El caso de Honduras es paradigmático porque notamos una caída significativa entre los años 2009 y 2010, a partir del golpe de Estado al presidente izquierdista Manuel Zelaya, quien para ese entonces buscaba la reelección indefinida en el cargo. De allí en adelante, a pesar de que el país re-ingresaría a la OEA en 2011, el deterioro institucional no se ha detenido y, de hecho, empeora. Con la llegada de Juan Orlando Hernández al poder en 2014, las aspiraciones continuistas resurgieron y por esta razón en 2017, a través de una sentencia cuestionada de la Corte Suprema de Justicia, se aprobaría la reelección, lo cual Hernández aprovechó para reelegirse en 2018 en medio de graves denuncias de fraude electoral, corrupción y vínculos con el narcotráfico y el crimen organizado. Hernández además en estos años ha concentrado un fuerte control en instituciones como la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia y cuenta con una mayoría oficialista en el Congreso. Si bien Hernández ha dicho que gobernará hasta 2021, los rumores de una posible reelección siguen aflorando, en principio, por supervivencia: porque una vez fuera del poder debería ponerse a las órdenes de la justicia estadounidense y la única forma que tendría de garantizarse impunidad es continuar en el poder.
Luego tenemos a El Salvador, con una primera caída significativa entre 2017 y 2018, precisamente los últimos años del gobierno del FMLN donde el país vivió una intensa guerra de pandillas y tuvo los índices de violencia criminal más altos de su historia. De allí que desde el Estado se aplicara una estrategia de represión y mano dura basada en detenciones masivas, encarcelamiento, así como la militarización de las labores policiales, que al final sirvió de poco para pacificar y devolverle la seguridad al país. Este clima también hizo que se elevaran los niveles de corrupción, impunidad y violación a Derechos Humanos. La segunda caída significativa ha ocurrido este año y se debe principalmente a los niveles a los que llegó el presidente Nayib Bukele con las medidas de excepción y limitación a las libertades civiles por la pandemia del Covid-19, teniendo uno de los cierres más severos e inflexibles del continente (y probablemente del mundo), además de someter y perseguir al sector privado de ese país. Además recordemos la infame irrupción del Ejército salvadoreño en la sede de la Asamblea Legislativa en febrero del año pasado para presionar una iniciativa de ley de seguridad del presidente Bukele. El gran temor de los grupos disidentes de ese país es que en las próximas elecciones legislativas, los partidos afines al oficialismo logren una mayoría en el parlamento y se extingan definitivamente los contrapesos democráticos.
Finalmente, está Guatemala, cuya tendencia ha ido a la baja de forma sostenida, sin pausa pero sin prisa. El primer quiebre aparece entre 2010 y 2011 en el indicador de procesos electorales, y sobre esto puede inferirse que el deterioro comenzó con las elecciones de ese año, donde desde el Estado se promovió la candidatura abiertamente inconstitucional de Sandra Torres, violentando la institucionalidad del país y en donde se utilizó la maquinaria estatal de las transferencias directas para promover redes clientelares que movieran el voto con clara intención de consolidar un ventajismo electoral. Además se utilizaron fuentes de financiamiento ilícitas provenientes del crimen organizado que pronto comenzaron a ser la norma en las campañas electorales del país. El segundo quiebre significativo ha aparecido recientemente, entre 2019 y 2020, específicamente en los indicadores de funcionamiento de gobierno, cultura política y libertades civiles, lo cual tiene que ver con las medidas de excepción y limitación de libertades decretadas por el Ejecutivo durante la pandemia. Pero también con varios eventos polémicos que involucraron al Congreso de la República[1], que en su primer año de legislatura se ha caracterizado por actuar bajo un modus operandi muy opaco: primero tenemos la reforma a la Ley de ONG’s que aprobó el Congreso en febrero 2020 y que la Corte de Constitucionalidad suspendió a través de un amparo provisional. Otro hito ocurriría también en noviembre, con la reforma a la Ley de Acceso a la Información Pública, también aprobada por el Congreso, que sienta un mal precedente para el país en términos de transparencia y rendición de cuentas. Y finalmente, la famosa aprobación en noviembre del Presupuesto 2021, entre gallos y medianoche, que causó indignación en la población y desató protestas violentas que culminaron en represión por parte del Estado y la invocación de la Carta Democrática de la OEA por parte del presidente Alejandro Giammattei. Por último, encontramos el retraso malicioso desde el Congreso con la no renovación de la Corte Suprema de Justicia y Sala de Apelaciones cuyos plazos constitucionales están vencidos desde finales de 2019 y cuyo proceso también ha estado plagado de vicios e irregularidades que han sido denunciadas por la sociedad civil y por funcionarios de los Estados Unidos.
[1] No hay que olvidar que la primera vicepresidenta del Congreso de la actual legislatura, la diputada Sofía Hernández, pertenece a un partido político que acaba de ser cancelado por el Tribunal Supremo Electoral (TSE) por tener vínculos con el narcotráfico y cuyo Secretario General, Mario Estrada, acaba de ser condenado en Estados Unidos a 15 años de prisión por narcotráfico. También se conoció que el hermano de la diputada Hernández fue capturado también por vínculos con el Cartel de los Huistas y por lavado de dinero.
Al Triángulo Norte se le presentan tres escenarios de cara al futuro. El primero —en donde pareciera está ya transitando El Salvador— es el del populismo, y ocurre cuando los niveles de descontento y desconfianza hacia el sistema político siguen elevándose y aparece un liderazgo con una opción de cambio radical anti-sistema (de izquierda o derecha) que concentra el poder y lo ejerce de forma arbitraria, usualmente con alto apoyo popular, buscando consolidar un régimen de corte autoritario que busca sustituir a las élites tradicionales por otras nuevas.
Luego está el escenario del pozo sin fondo, donde transitan Honduras y Guatemala, en el que el deterioro institucional llega cada vez a niveles más insospechados y no pasa nada y esa parsimonia coadyuva a que se siga cayendo cada vez más bajo. En este escenario, no existe ningún factor interno ni externo que revierta la situación y tampoco hay mayor reacción por parte de la ciudadanía ni anti-cuerpos cívicos para contenerla.
Finalmente, está el escenario de la re-institucionalización, que sería el óptimo y deseable, y que debería darse por la vía de las reformas institucionales de fondo y no de papel. Estas reformas de fondo pasan necesariamente por un acuerdo de élites nacionales que se comprometan con la generación de instituciones inclusivas y que garanticen una estabilidad en el mediano y largo plazo, además de la aplicación del enforcement del Estado para el cumplimiento de la ley a todos por igual. Otro factor interesante en este caso específico del Triángulo Norte, sería el papel de los Estados Unidos como potencia más cercana a la región y como el receptor de las externalidades de la migración irregular. El apoyo que éste país ya brinda en materia de cooperación, apoyo técnico y seguridad hemisférica podría ser crucial para que la región supere sus taras históricas institucionales y que se vuelvan a respirar los aires de democracia que comenzaron a encaminarse desde hace unas décadas.
Referencias
Libros
Acemoglu, Daron et. Robinson, James. Why nations fail? London. Profile Books. 2012
Fukuyama, Francis. The origins of political order. New York. Farrar, Strauss & Giroux. 2011
Levitsky, Steve et. Helmke, Gretchen. Informal institutions and democracy. Lessons from Latin America. Baltimore, Maryland. John Hopkins Universoty Press. 2006
Levitsky, Steve et. Way, Lucan. Competive authoritarianism. Hybrid regimes after the Cold War. New York. Cambridge University Press. 2010
Levitsky, Steve et. all. Understanding institutional weakness. New York. Cambridge University Press. 2019
Papers
Acemoglu, Daron et. Robinson, James. “A theory of political transitions”. The American Economic Review. Vol. 91. Nº 4. Septiembre 2001. Pp. 938-963
Mazzuca, Sebastián. “¿Democratización o burocratización? Inestabilidad del acceso al poder y estabilidad del ejercicio del poder en América Latina”. Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades. Año 4. Nº 7. Primer semestre de 2002. Pp. 23-47.