Espontáneas y autónomas, pero sin liderazgos ni programas.
Dos autores contemporáneos, Thomas Friedman y Moisés Naim, han descrito en sus textos The World is Flat y El Fin del Poder las correlaciones de poder en el siglo XXI. Ambos, sostienen la tesis que la tecnología, las nuevas formas de comunicación y la revolución de la información, han transformado las relaciones de influencia y poder en las sociedades.
Veamos algunos ejemplos. Hace veinte años, los programadores de contenido de las televisoras tenían el poder sobre el consumo de material televisivo y cinematográfico. Como televidentes, estábamos obligados a ver lo que el canal programaba. Ahora, en el siglo XXI, gracias a Netflix y YouTube, los consumidores tienen la libertad de sintonizar la película, la serie o cualquier contenido que desee, sin importar lo que digan los canales.
Caso similar ocurre con la radio y los podcasts. Lo mismo ha ocurrido con la propagación de información, los teléfonos inteligentes y las redes sociales han convertido a los ciudadanos en periodistas. El mismo ciudadano informa de los hechos que acontecen en el día a día. Lo mismo ocurre con la formación de opinión, dado que ahora cualquier usuario de redes sociales se convierte en un generador de contenidos.
En pocas palabras, el poder y el mundo ahora son más horizontales que nunca. Esa horizontalidad también se traslapa al mundo de los movimientos sociales.
Históricamente, las manifestaciones, las movilizaciones sociales y las revoluciones tenían características jerarquizadas y verticalizadas. Generalmente la convocatoria a una protesta provenía de un líder particular, un actor con legitimidad, liderazgo o recursos; había un discurso programático. Había organización, logística y un liderazgo visible. Pensemos en el magisterio y Joviel Acevedo, o en el movimiento campesino como referentes de este modelo.
Por el contrario, en la actualidad se produce el fenómeno de la manifestación 2.0. Estos son movimientos sociales sin una conducción clara, sin liderazgos identificados, donde la autonomía y espontaneidad pesan más que los mensajes o discursos programáticos -generadas vía redes sociales en donde la espontaneidad del individuo es la que vale- si el individuo se identifica con la razón de la manifestación, sale a la calle. Si el tema de la misma no le hace click, sencillamente el individuo se queda en su casa.
Las movilizaciones anti-corrupción de Guatemala de 2015, las marchas en rechazo al régimen de Juan Orlando Hernández en Honduras, o las movilizaciones contra el autoritarismo del gobierno de Ortega en Nicaragua de 2018, son ejemplos recientes de estas dinámicas.
La conclusión es sencilla de enumerar pero compleja de entender. En los movimientos 2.0 ya no importa quién convoca o quién es el líder. Importa el individuo como ciudadano. Si el individuo se siente identificado con el tema de la marcha, sale a la calle.
Pero esta espontaneidad y autonomía de los movimientos 2.0 le condena a carecer de un discurso programático o de una línea de dirección. Por ello, este tipo de manifestaciones rara vez trascienden a la llamarada coyuntural que las desató. Pocas veces se convierten en movimientos políticos organizados y rara vez generan propuestas articuladas de política pública o de reforma legislativa que permita institucionalizar sus cambios.