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¿Qué perfil de magistrados queremos para la Corte de Constitucionalidad?

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El proceso de designación de magistrados en 2021 debe ser distinto si los actores involucrados quieren dar oxígeno y legitimidad el tribunal constitucional. Es indispensable que la ciudadanía le exija al presidente y demás órganos un proceso de designación serio, basado en evaluación de mérito, transparente y público.

 

El 14 de abril deberá instalarse la nueva magistratura de la Corte de Constitucionalidad (CC). Para mediados de marzo dicha elección debe estar definida por los órganos que designan a los cinco magistrados titulares y sus respectivos suplentes.

Los órganos que designan a los magistrados del tribunal constitucional son: 1) el pleno de la Corte Suprema de Justicia; 2) El pleno del Congreso de la República; 3) el Presidente en Consejo de Ministros; 4) el Consejo Superior Universitario de la USAC y 5) la Asamblea del Colegio de Abogados.

Ni la Constitución ni la Ley de Amparo establecen procedimientos concretos para la selección de magistrados a la CC. La Constitución se limita a establecer requisitos que para ser magistrado: 1) ser guatemalteco de origen, 2) ser abogado colegiado activo, 3) ser de reconocida honorabilidad y 4) tener por lo menos quince años de graduación profesional.

Por supuesto, estos son los requisitos para ser magistrado, pero no quiere decir que deban ser los únicos parámetros para designar a los magistrados de tan importante tribunal. Por eso es importante que todos los órganos que tienen la capacidad de designar magistrados implementen procesos de selección adecuados.

No olvidemos que tanto el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (artículo 14) como la Convención Americana de Derechos Humanos (artículo 8) establecen que todos tenemos derechos a ser oídos públicamente y con las debidas garantías por un “tribunal competente, independiente e imparcial”. En igual sentido va nuestra Constitución.

De este modo, nuestros derechos no pueden estar garantizados y ni protegidos si el Estado guatemalteco no nos garantiza tribunales independientes e imparciales. Y no cabe duda de que la única manera de lograr esos objetivos es adoptar procesos de selección que garanticen que los magistrados designados reúnan condiciones de mérito e idoneidad suficientes.

En el año 2016 algunos órganos intentaron implementar procesos que iban en esta dirección. El Congreso, por ejemplo, creó una comisión especial conformada por un diputado de cada bloque legislativo para evaluar los expedientes de los aspirantes bajo los principios de la Ley de Comisiones de Postulación y proponer una nómina final sobre la cual el pleno eligió a los magistrados titular y suplente.

La Corte Suprema de Justicia hizo algo muy parecido. Organizó un proceso de postulación pública, evaluaron los expedientes de los aspirantes a partir de una serie de requisitos que se listaron en la convocatoria, se hicieron pruebas psicométricas, entrevistas, se asignó un punteo a cada aspirante y se procedió a votar.

En el Colegio de Abogados se limitaron a inscribir candidatos y organizar la elección entre agremiados. El entonces presidente, Jimmy Morales, fue una de las notas negativas de la designación, pues fue el único que hizo la designación de forma secreta y unilateral.

En medio de todo, el proceso de 2016 representó un avance en comparación con procesos anteriores al menos en cuanto a la publicidad del proceso. En el fondo, se repitió el vicio de las comisiones de postulación en cuanto a que la evaluación de fondo consiste en dar punteo a una colección de diplomas que no nos dicen mucho sobre las aptitudes de los aspirantes.

Por eso el proceso de designación de magistrados en 2021 debe ser distinto si los actores involucrados quieren dar oxígeno y legitimidad el tribunal constitucional. Es indispensable que la ciudadanía le exija al presidente y demás órganos un proceso de designación serio, basado en evaluación de mérito, transparente y público. Es la única manera de arrojar un poco de luz en medio de la oscuridad en la que se encuentra el país a nivel institucional.

Joe Biden y el futuro de la democracia americana

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Estados Unidos hoy es una sociedad profundamente dividida.

 

Durante los últimos veinte años, los centros urbanos y las costas han vivido una revolución de progresismo político y social. El laicismo, el reconocimiento de los derechos civiles de minorías sexuales y el creciente rechazo a la agenda de intervención exterior norteamericana son quizá los hitos de cambio social que caracterizan la transición de la Generación X a los Milenials urbanos. En gran medida, empujado por una generación que en su mayoría ha pasado por las aulas universitarias. Mientras tanto, la discusión sobre la materialización de la desigualdad ha llevado a este mercado demográfico a presionar por una agenda más agresiva en relación con la salud pública universal y el sistema de seguros o la administración de la deuda estudiantil de esa generación que pasará años el crédito universitario.

Entretando, los suburbios o las zonas rurales del centro y centro-oeste mantienen su carácter eminentemente conservador. En su mayoría, encontramos a familias de granjeros, trabajadores de “cuello azul”, operarios industriales y pequeños comerciantes. Es un mercado demográfico que reciente la migración ilegal, en gran medida, porque fácilmente pueden ser desplazados de sus puestos de trabajo por ese ejército de ilegales venidos de la frontera sur. Este núcleo sigue teniendo en las fuerzas armadas un referente de valores cívicos y un hito aspiracional de elevador social (vía el acceso a educación superior gratuita). La oleada de laicismo urbano no ha llegado a estas latitudes, por lo que los valores cristianos siguen muy arraigados. De tal manera, el rechazo a la agenda de género es latente.

Dos mundos, dos formas de entender el entorno y dos visiones distintas sobre lo que aspiran del poder coexisten en el país que durante años ha sido el referente global de las ideas de república, democracia, economía de mercado y respeto a los derechos civiles. Esos dos mundos asumen dos colores en las elecciones: el azul demócrata de los centros urbanos y el rojo republicano de los suburbios y la ruralidad. 

A nivel de Estados, la relación es evidente. Aquellos más urbanos (California, Nueva York, Massachussets, Pennsylvania) son totalmente azules; aquellos más rurales (Montana, las Dakotas, Oklahoma, Idaho, Wyoming, Kentucky, Tennessee) son totalmente rojos. Pero la brecha urbano rural destaca incluso en Estados bisagra. Por ejemplo, Florida tiene zonas urbanas por excelencia (Miami, Orlando, Tampa Bay, Jacksonville) donde los demócratas ganan sin problema; mientras en el resto de los suburbios se concentra el apoyo republicano. Caso similar ocurre con Texas, donde a pesar de ser Estado bastión republicano, las ciudades como Dallas, Houston y San Antonio son áreas de incidencia demócrata.

Esa realidad describe la política de los últimos 15 años en Estados Unidos. Barack Obama fue un Presidente urbano-céntrico. Su agenda enfocada en la reforma de salud, en el reconocimiento de los derechos de minorías y una actitud más liberal frente a la migración sirvió al primer público. Trump fue un Presidente de los suburbios. Su actitud más restrictiva frente a la migración, el rechazo a un plan uniforme de salud o una visión más conservadora de la sociedad agradaron al público número dos, quien por cierto (como ocurre tanto en América Latina) le agrada esa forma propia de los populismos autoritarios.

Y así, a un día de llegar Joe Biden a la Casa Blanca, el reto no es menor: compaginar dos visiones del mundo. Una, con 74 millones de voces, que percibe el resultado de noviembre pasado como un gran fraude contra el bastión del tradicionalismo. El otro mundo, con 81 millones de expresiones, se percibe como el referente interno de la modernidad, sin reconocer que a unos pocos kilómetros, existe otro norteamericano con una visión diametralmente opuesta de la realidad. Como no ocurría desde los años sesenta, el reto de la democracia más antigua del mundo, es encontrar la receta institucional para hacer encontrar a estos dos mundos que hoy son Estados Unidos.

 

Estamos viendo el futuro (y no funciona)

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Habrá que ver si el ethos liberal occidental saldrá bien librado de los retos (y amenazas) que se ciernen sobre quienes creemos en la moderación y la construcción de consensos como base de la democracia y como actitud clave en la política.

 

El título de esta entrega es un “guiño” a la celebérrima frase que expresó hace un siglo el periodista estadounidense Lincoln Steffens al visitar la Unión Soviética.

Estamos presenciando un momento donde pareciera que los miedos que muchos tenían, desde hace más o menos una década atrás, advirtiéndonos con respecto a las redes sociales y su impacto en el desgaste de las democracias liberales occidentales; están concretándose finalmente en la realidad.

Podemos ubicar los orígenes de esta “reinvención de la política”[1] —o más bien colusión entre el poder político y los grandes conglomerados digitales— en los años 2007 y 2008, durante la campaña presidencial en Estados Unidos, que llevaría a Barack Obama al poder. La campaña de Obama representó una ruptura con respecto a la forma de hacer política tradicional ya que fue el primer candidato en comenzar su “peregrinaje” en los medios de comunicación en las oficinas de Google, en Palo Alto, California, y no con el acostumbrado board editorial del New York Times o del Washington Post. 

Hoy en día, es incuestionable que las redes sociales son el ágora, el vehículo, el medio, en el que se expresan las demandas políticas y el descontento social de la ciudadanía; a diferencia de las democracias tradicionales donde prácticamente las únicas vías de expresión ciudadana eran el voto y la protesta. También es innegable que el ejercicio del poder se ha transformado con este fenómeno porque ahora los líderes del mundo dan la impresión de gobernar, dirimir conflictos, pactar acuerdos con aliados, o hasta amenazar adversarios por ésta vía.

Además hoy, gracias a las redes, somos testigos en tiempo real de todo lo que pasa en cualquier rincón del mundo, con el añadido de que ya no contamos con mediadores ni expertos en análisis de opinión, que de alguna manera editorialicen la información. Toda esta avalancha informativa la encontramos al alcance de nuestro dispositivo móvil. En cualquier día normal podemos presenciar en vivo y directo la ejecución de un general iraní, una explosión en Beirut, el asesinato de un afroamericano a manos de un policía en Minneapolis y la irrupción de manifestantes violentos al capitolio de los Estados Unidos.

A esta híper-conectividad o “infoxicación”, sumémosle la disrupción en los lazos comunitarios, gracias a la existencia de algoritmos que filtran información de acuerdo a las preferencias e intereses de los usuarios; que nos aíslan y encierran en “burbujas” de cada polo del espectro político, donde han comenzado a proliferar teorías conspirativas y opiniones cada vez más inflamatorias, que prácticamente anulan cualquier sentido de tolerancia y de respeto hacia quien “no piense como yo”.

Ya lo advertía Giovanni Sartori cuando describía el empobrecimiento en la capacidad de entender y la atrofia del pensamiento abstracto y conceptual que estaba generando la televisión y la comprensión del mundo sólo a través de imágenes y no de palabras[2].

Otra barrera que impide la comprensión de la realidad es la rapidez con que circula una información. El tiempo de vida de lo que en las aulas de periodismo o redacciones solía llamarse “hecho noticioso”, no pasa de unas cuantas horas, e incluso, minutos. Esto ha hecho que pasemos a un paradigma distinto al habitual, algo que el filósofo Zygmunt Bauman ha denominado “modernidad líquida”[3], en la que la continuidad de las estructuras sociales no se mantienen en el tiempo, sino que se quedan en proyectos simultáneos de corto alcance, con millones de valoraciones muy volátiles que se entrecruzan entre sí. Esto no sólo impide la compresión sino la capacidad de acción individual.

Lo que pensadores desde Polibio, Tocqueville y Ortega y Gasset, temieron como el gobierno de la masa irracional, pareciera estar materializándose en la realidad. Eso indica el espíritu de los tiempos. Habrá que ver si el ethos liberal occidental saldrá bien librado de los retos (y amenazas) que se ciernen sobre quienes creemos en la moderación y la construcción de consensos como base de la democracia y como actitud clave en la política.

 

[1] Beas, Diego. La reinvención de la política. Caracas. Ediciones Puntocero. 2010

[2] Sartori, Giovanni. Homo videns. La sociedad teledirigida. Madrid. Taurus. 1999

[3] Bauman, Zygmunt. Tiempos líquidos. Vivir en una época de incertidumbre. Barcelona. Tusquets. 2008

Un micro cosmos del sistema

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Similitudes deleznables entre la política partidaria y la política gremial

El pasado 4 de enero, la Asamblea General del Colegio de Abogados realizó la primera vuelta para elegir magistrado titular de la Corte de Constitucionalidad. El resultado fue un fiel reflejo del sistema político nacional. Los dos finalistas, Mynor Moto y Estuardo Gálvez, han sido cuestionados en cuanto al cumplimiento de los requisitos constitucionales de idoneidad y honorabilidad para optar al cargo.

Esta realidad no es muy distinta de lo que ocurre con las elecciones político-partidarias. En demasiadas ocasiones, los candidatos electos a cargos de elección popular, no necesariamente destacan por sus méritos éticos, académicos o profesionales. Por el contrario, sobran los ejemplos de candidatos vinculados a grupos de corrupción o crimen organizado que terminan ganando una alcaldía o diputación. Para muestra, en 2019, la UCN alcanzó 13 diputaciones meses después de que su presidenciable fuese sorprendido negociando con el Cartel de Sinaloa. O en 2015, cuando el Partido Líder obtuvo más de 45 diputaciones, a pesar de que su binomio presidencial había sido señalado por actos de corrupción.

La realidad gremial no es muy distinta de la partidaria. La política en Guatemala, sin importar si los electores son ciudadanos de a pie o profesionales del derecho, está capturada por intereses corruptos o abiertamente criminales. En ambos, se replican las mismas prácticas cuestionables de acceso al poder.

El primer problema es el financiamiento de campañas. Así como en la política partidaria se desconoce sobre los verdaderos financistas de campaña, lo mismo ocurre en el CANG. ¿Acaso ya se solventó la duda sobre quién sufragó los gastos de avioneta y call center de Mynor Moto? Que no nos sorprenda entonces si aquella proporción de fuentes de financiamiento de la política, que indicaba que el 50% de las campañas electorales se financian por la corrupción y 25% por el narcotráfico, se replique también a nivel gremial.

Otra realidad del sistema electoral y de partidos es el clientelismo. En toda elección vemos cómo los grupos partidarios buscan comprar votos mediante rifas, entrega de alimentos y demás prebendas. Lo mismo ocurre en el CANG, quizá con un grado superior de sofisticación. Los “desayunos” gremiales, los cursos, las carnitas del día de votación o las fiestas tienen como fin la búsqueda de votos gremiales. Así como el votante en pobreza compromete su voto por un pan; el abogado lo hace por unas carnitas.

El fenómeno de la empleomanía también se replica en ambos mundos. A nivel partidario, cuantos activistas dedican horas-hombre a la campaña bajo la aspiración de acceder a una “plaza” una vez se llegue al poder. No es muy distinto lo que ocurre a nivel de agrupaciones gremiales en el CANG.

O qué decir del acarreo, fenómeno que elección tras elección caracteriza la dinámica del Día-D. A nivel gremial también vemos cómo instituciones públicas con alto número de abogados, “invitan” o directamente “movilizan” a sus profesionales para apoyar a determinada planilla o candidato.

Las mismas críticas que esbozamos cada cuatro años sobre las prácticas cuestionables de los partidos políticos en año electoral se replican, en un micro-cosmos, en el CANG. A una escala menor o con un poco más de sofisticación, la opacidad en el financiamiento, el clientelismo y el acarreo son el común denominador tanto en elecciones partidarias como en las gremiales. La similitud de prácticas entre el mundo partidario y gremial, o entre sectores desfavorecidos y profesionales, denota que el clientelismo y la opacidad son medios socialmente aceptados para acceder al poder, sea político o judicial.

Un día que pasará a la historia

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El 6 de enero de 2020 será una fecha para recordar. El día en que el palacio secular de la democracia de los Estados Unidos fue asaltado por un grupo de manifestantes violentos que rechazaban la legitimidad de Joe Biden como presidente electo. Un evento que sucede con poca frecuencia en la historia de ese país y que en magnitud no se había visto desde hace más de 200 años. 

Lejos de simpatizar con las ideas de Joe Biden y la agenda que propone el partido Demócrata para los Estados Unidos, lo cierto es que no hay evidencia sobre fraude electoral. Luego de su ratificación, el mismo 6 de enero después de los desafortunados eventos, los resultados fueron más que contundentes, 306 votos del colegio electoral para Biden y Harris frente a los 232 de Trump y Pence. 

Ya varios habían alertado sobre los peligros que corría la democracia en los Estados Unidos con Donald Trump a la cabeza.  Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en “Cómo mueren las Democracias” aseguran que la primera prueba se falló en las elecciones de 2016 cuando se escogió a un presidente con una dudosa lealtad a las normas democráticas. Hoy vemos los efectos de aquella advertencia.  

En una entrevista para la BBC, Levistsky  incluso asegura que comparando este fenómeno con otros procesos similares en América Latina, esto podría muy bien catalogarse como una intentona de autogolpe que fracasó dada la solidez de las instituciones estadounidenses.

La lección de este fenómeno es que el populismo es capaz de penetrar hasta los sistemas políticos más exitosos y estables del mundo. La institución de transferencia de poder pacífica en los Estados Unidos fue violentada. Este día quedará marcado en la historia como el día en que el presidente falló a sus votos de honor de “sostener, proteger y defender la Constitución de los Estados Unidos al máximo de sus facultades”.

Lo cierto es vienen años complejos para la política norteamericana, pero Estados Unidos y sus instituciones republicanas y democráticas sanarán. La solidez del sistema político y sus normas permanecerá vigente mientras los eternos vigilantes de la libertad, sus ciudadanos, sigan atentos ante estas amenazas.

América Latina, en la encrucijada de 2021

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La región latinoamericana presenta retos, amenazas y oportunidades de tal calibre para este año 2021, que no es alocado afirmar que se encuentra en una encrucijada, como tal vez no se le había presentado en varias décadas. Hoy más que nunca, estamos en un momento histórico y definitorio en muchos sentidos: o se toma la vía de la anti-política y el populismo radical, o se toma la vía moderada de las reformas institucionales y económicas para encaminarse definitivamente al sendero del desarrollo.

 

El saldo que ha dejado 2020 para América Latina ha sido devastador. A los problemas sanitarios y económicos que ha dejado a su paso la pandemia del Covid-19, se le deben sumar los problemas estructurales e históricos que el subcontinente viene arrastrando desde hace varias décadas. En su momento, la Cepal indicó que esta es la peor crisis que la región ha enfrentado en los últimos 100 años e incluso proyectaron una caída del PIB regional del 9.4%. De manera que afrontamos una crisis económica profunda que probablemente no veíamos desde los años 80, con la llamada crisis de la deuda, y a eso sumémosle el tema de la pandemia, que no se ha logrado contener del todo. De hecho, ahora vemos cómo muchos países atraviesan segundas y terceras olas de contagio, y cómo todo apunta a que la ansiada vacuna llegará, con suerte, en el segundo trimestre del año; tal vez con la excepción de Chile que sí pareciera tenerla antes.

En lo político, se abre un nuevo ciclo electoral y tenemos varios comicios a los que hay que prestarles atención, siendo uno de los más importantes el caso de Chile, que recordemos, viene arrastrando una inestabilidad desde el estallido social de 2019 y posteriormente con la aprobación de la Constituyente; es posible que los chilenos se decanten por una opción populista radical, ya que el candidato comunista va a la cabeza. Luego tenemos a Perú, donde recordemos lo que se vivió hace meses en el Congreso con las vacancias presidenciales y la crisis de gobernabilidad que se vivió por varios días; por ende, es probable que el fujimorismo o la izquierda radical tomen fuerza en estas elecciones, ya que las encuestas muestran gran dispersión entre un gran espectro de casi veinte opciones que no suman ni el 10% de las preferencias. Posteriormente está Ecuador, donde el correísmo aplicará la misma fórmula del moralismo en Bolivia en 2020, postulando a un “economista moderado”, pero siempre afín a las ideas del Foro de Sao Paulo. En la región Centroamericana están Honduras, donde recordemos que en 2017 tuvo unas elecciones cuestionadas, ante la vista de una comunidad internacional que se quedó de brazos cruzados. Y luego también están pautadas elecciones presidenciales en Nicaragua, donde lo más probable es que Daniel Ortega siga apelando al fraude para eternizarse en el poder, de hecho, se corre el rumor de que postulará a su esposa, Rosario Murillo, quien también ejerce el poder en conjunto con él desde hace varios años.

En resumen, lo que se vislumbra es más crisis y descontento social, que pueden desatar más estallidos contra la clase política, como ocurrió en Guatemala en noviembre de 2020. Lamentablemente en América Latina todas las opciones que se presentan son igual de malas: o se escoge entre un populismo de izquierda chavista o entre una derecha inmovilista y corrupta; y ambas opciones, recordemos, están infiltradísimas por el crimen organizado.

En ese sentido, el cisne negro o el factor determinante puede ser el viraje que se avizora con la nueva administración Biden-Harris en los Estados Unidos y el abordaje que planean para la región, ya que sus ejes parecieran girar en torno a lo económico e institucional. Se le prestará especial atención a la promoción del desarrollo en la región centroamericana, en conjunto con México, para evitar los flujos migratorios ilegales hacia el país del norte, y también se le prestará especialmente atención al problema de la corrupción, reactivando y fortaleciendo las famosas comisiones internacionales contra la corrupción. También se promete trabajar con el gobierno colombiano para reducir la exportación de cocaína, que no sólo es un tema de salud pública en EEUU por el alto consumo de ese país, sino que es un flagelo que erosiona la institucionalidad de la región, ya que el narcotráfico corrompe la política de todos los países que son parte del trasiego de la droga.

Tal vez el punto débil de este viraje lo veremos con respecto a Venezuela y Cuba, ya que la política Biden-Harris no pareciera enfocarse hacia un cambio de régimen, sino hacia una normalización de relaciones con estos países, al estilo de la administración Obama y su apertura con el régimen cubano, que el año pasado demostró una especial violencia hacia sus opositores. También se habla de una propuesta de aprobación de Estatus de Protección Temporal (TPS) a los venezolanos en los Estados Unidos y la promoción de una “negociación de buena fe” entre la narcotiranía madurista con la oposición venezolana, lo cual apunta hacia una "tolerancia" con el régimen y una "resignación" hacia su continuidad en el poder; a pesar de que el año pasado se presentaron varios informes de la ONU y otros organismos multilaterales señalando a Nicolás Maduro como un criminal de lesa humanidad y que la Corte Penal Internacional también afirmó a finales del año pasado que hay indicios fuertes de que en Venezuela se han cometido violaciones graves a los Derechos Humanos.

A esta débil (para no decir fallida) política hacia Venezuela sumémosle que desde su campaña, Biden y Kamala han dicho que en su gobierno regularán fuertemente el “fracking”, por el tema del cambio climático. Las consecuencias indeseadas de esa noble causa pueden ser que probablemente veremos una subida en el barril OPEP y eso significa que quizá veremos en un futuro no muy lejano en acción una nueva “petro-diplomacia” del régimen venezolano. La chequera infinita que tuvo Hugo Chávez en su momento, ahora puede tenerla Nicolás Maduro. Eso tal vez signifique otra “marea rosada” en América Latina y más desestabilización a los proyectos democráticos de la región.

Y no dejemos de lado un último detalle, que es la creciente influencia que va ganando China en la región. Con un panorama de economías deficitarias y en crisis, y el cambio en las supply chains; los préstamos chinos serán una forma de “soft power” , que llenará cada vez más espacios que EEUU ha dejado vacíos y desatendidos por años en nuestros países.

En conclusión, la región latinoamericana presenta retos, amenazas y oportunidades de tal calibre para este año 2021, que no es alocado afirmar que se encuentra en una encrucijada, como tal vez no se le había presentado en varias décadas. Hoy más que nunca, estamos en un momento histórico y definitorio en muchos sentidos: o se toma la vía de la anti-política y el populismo radical, o se toma la vía moderada de las reformas institucionales y económicas para encaminarse definitivamente al sendero del desarrollo.

Los problemas legales de la elección de magistrado a la CC en el Colegio de Abogados

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Será interesante ver cuál será el abordaje que dé el tribunal constitucional (de ser el caso) a los alcances del artículo 152 antes mencionado. Mientras tanto, la elección demuestra la crisis en que se encuentran las instituciones públicas de nuestro país.

 

La Corte de Constitucionalidad (CC) está conformada por cinco magistrados titulares con sus respectivos suplentes designados por la Corte Suprema de Justicia, Congreso de la República, presidente de la República en Consejo de Ministros, Consejo Superior Universitario de la USAC y por el Colegio de Abogados.

Al fallecer el magistrado Bonerge Mejía, designado por el Colegio de Abogados, surgió una vacante que debe llenarse. La actual magistratura termina su periodo el 14 de abril próximo de modo que quien sea designado en dicha elección fungirá en el cargo hasta esa fecha.

El pasado 4 de enero se llevó a cabo la elección y los candidatos más votados fueron el juez Mynor Moto y el ex rector de USAC, Estuardo Gálvez. Dado que ninguno obtuvo mayoría absoluta de votos, debía celebrarse una segunda vuelta.

Sin embargo, surgieron una serie de impugnaciones. Un grupo de abogados interpuso un amparo contra el Tribunal Electoral del Colegio de Abogados y el abogado Alfonso Carrillo presentó un recurso de apelación ante la Junta Directiva del Colegio de Abogados y posteriormente un amparo en contra del mismo órgano.

En síntesis, todas las acciones que he descrito antes señalan que no se verificaron los requisitos de idoneidad y honorabilidad que establece el artículo 113 constitucional. El abogado Carrillo agrega a sus argumentos que no se respeta lo que establece el artículo 152 de la Ley de Amparo.

Primer argumento: la idoneidad

El artículo 113 constitucional que establece:

“Los guatemaltecos tienen derecho a optar a empleos o cargos públicos y para su otorgamiento no se atenderá más que a razones fundadas en méritos de capacidad, idoneidad y honradez”.

La CC ha sentado jurisprudencia en el sentido de que las exigencias de dicho artículo requieren que quien ocupe un cargo público no esté sujeto a procesos de antejuicio o tenga denuncias pendientes de resolver o no haya sido condenado.

Esta jurisprudencia se sentó a partir del año 2015 y la inauguró Alfonso Porillo cuando intentó inscribirse como candidato a diputado. El TSE le negó la inscripción y cuando el caso llegó hasta la CC (Expediente 3986-2015) este tribunal estableció que no podía optar al cargo de diputado por no gozar a la idoneidad y honradez que requiere el artículo 113 constitucional. ¿La razón? Portillo fue condenado por conspiración para el lavado de dinero en EE. UU.. La Corte dijo:

“De tal manera que para acceder a ese cargo resulta necesario cumplir, no solo con los requisitos previstos en el artículo 162 constitucional y no incurrir en las prohibiciones establecidas en el artículo 164 del magno texto, sino que además, deben observarse, por virtud del principio de unidad de la Constitución antes estudiado, las previsiones establecidas en el artículo 113 constitucional que regula los requisitos intrínsecos que deben reunir las personas que aspiran a cualquier cargo o empleo público (sea electivo o no), los cuales, como lo señala el texto matriz, deben ser fundados en méritos de: a) capacidad; b) idoneidad; y c) honradez.” (resaltado propio)

Vale la pena mencionar que dicho criterio fue asentado por la magistratura anterior y dicha resolución fue firmada por los magistrados Gloria Porras, Mauro Chacón, Héctor Hugo Pérez Aguilera, Roberto Molina Barreto, Carmen María Gutiérrez, Juan Carlos Medina Salas y Ricardo Alvarado.

Posteriormente al caso Portillo, llegaron hasta la CC cuatro casos parecidos. El TSE rechazó adjudicar cargos a cuatro diputados que resultaron electos por no llenar los requisitos del artículo 113 constitucional. Lo novedoso de estos casos es que se consideró que tener un antejuicio en curso era motivo suficiente para perder las condiciones exigidas en la norma constitucional antes mencionada.

La CC por tanto refrendó el criterio de que los requisitos de honorabilidad y honradez no se cumplen al existir antejuicios en trámite en los casos de Emillennee Mazariegos (Expediente 586-2016), Gudy Rivera (Expedientes acumulados 1158 y 1159-2016), Mirza Arreaga (Expediente 3436-2016) y Baudilio Hichos (Expediente 243-2016).

En el proceso electoral de 2019 la CC resolvió el Caso Victor Alvarizaes (Expediente 3410-2019) a quien se le revocó la inscripción como candidato a alcalde junto con otros candidatos a la corporación municipal porque se encontraban “…en proceso de investigación y ligados a proceso por delitos de acción penal pública”.

Yo he sido crítico con el abordaje desde la CC de dicha jurisprudencia. Lo que es innegable es que se trata de doctrina legal al existir más de tres fallos en igual sentido. Y eso nos lleva a la conclusión que bajo el mismo criterio jurisprudencial el juez Mynor Moto no cumple el requisito del artículo 113 constitucional al tener antejuicios pendientes.

A su vez, el ex rector de USAC, Estuardo Gálvez, quedó con una denuncia que dejara la extinta CICIG y de existir investigación en curso, siguiendo la jurisprudencia antes citada, también tendría impedimento.

Segundo argumento: el artículo 152 de la Ley de Amparo

El abogado Alfonso Carrillo presenta un interesante argumento. El artículo 152 de la Ley de Amparo, Exhibición Personal y de Constitucionalidad establece:

“Los Magistrados de la Corte de Constitucionalidad, además de los requisitos contemplados en el artículo anterior y que les son comunes a todos ellos, deberán ser escogidos preferentemente entre personas con experiencia en la función y administración pública, magistraturas, ejercicio profesional y docencia universitaria, según sea el órgano del Estado que los designe.” (Resaltado propio)

Sobre este punto no se ha sentado jurisprudencia, pero plantea una discusión muy interesante. La Ley plantea como requisitos “especiales” que los magistrados que designe cada órgano respondan “preferentemente” a personas con experiencia en el ámbito de sus entes designadores.

Al tratarse del Colegio de Abogados, la designación debería tratarse preferentemente de abogados en ejercicio antes que en jueces. Los jueces deberían tener preferencia en la designación que haga la Corte Suprema de Justicia, por ejemplo.

Será interesante ver cuál será el abordaje que dé el tribunal constitucional (de ser el caso) a los alcances del artículo 152 antes mencionado. Mientras tanto, la elección demuestra la crisis en que se encuentran las instituciones públicas de nuestro país.

Dos grandes temas para 2021

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Entre cortes y agenda regional anti-corrupción

La llegada del 2021 trae consigo un nuevo capítulo de la trama política guatemalteca. A continuación, un listado de hitos y temas relevantes a los que deberemos ponerle atención.

El primer hito relevante es la elección del magistrado de Corte de Constitucionalidad que deberá concluir el período de Bonerge Mejía. Al cierre de esta columna (lunes 4, 3:00 p.m.), los agremiados al Colegio de Abogados participaban de la elección. En caso de que alguno de los seis candidatos no obtenga la mitad más uno de los votos, habría segunda vuelta el próximo lunes 11.

Esa será la primera probadita de la madre de las batallas de este 2021. La integración del nuevo pleno de la Corte de Constitucional, que estará llamado a convertirse en el árbitro político de última instancia entre 2021 y 2026. Esta nueva CC deberá resolver sobre amparos pendientes en materia de casos judiciales de corrupción; denegación de antejuicios contra diputados, jueces y magistrados; o revisar el mecanismo y proceso que eventualmente utilizará el Congreso para elegir a las altas cortes del país. Sin olvidar de los conflictos político-legales que en última instancia terminan resolviéndose en la jurisdicción constitucional.

Acto seguido, el Congreso procederá a elegir magistrados de altas cortes del país, una vez se haya despejado el camino de la Corte de Constitucionalidad.

Ambos procesos están directamente ligados entre sí. Si la Corte de Constitucionalidad queda integrada con un balance más afín a la partidocracia, que no nos extrañe que la Corte Suprema de Justicia y Salas de Apelaciones también queden integradas con un balance afín a al statu quo político.

El segundo hito tendrá lugar el 20 de enero próximo, cuando tome posesión como Presidente de Estados Unidos, Joseph Biden. Toda transición política toma de 30 a 60 días en surtir efectos concretos. Pero en el caso de la política exterior, que no nos extrañe que las ataduras que limitaron el margen de maniobra de la burocracia del Departamento de Estado durante la administración Trump, dejen de percibirse tan pronto como cambien las altas autoridades de la institución. Esto naturalmente implicará que la agenda anti-corrupción norteamericana seguramente empezará a sentirse desde febrero próximo.

La gran interrogante será en relación con las medidas concretas a implementarse. Toda sanción o designación de funcionarios o personas individuales por actos de corrupción tiene un proceso complejo. Es decir, no necesariamente está ligado a tiempos políticos. Seguramente con los demócratas en el 1600 Pennsilvania Av. veremos más designaciones y sanciones; pero estas tardarán un poco en llegar por el procedimiento propio interno.

Ambos hitos podrían entremezclase. Si la agenda anti-corrupción norteamericana se encamina con mayor agilidad en el primer trimestre 2021, que no nos extrañe que veamos un involucramiento más activo en evitar que candidatos vinculados con el crimen organizado o la corrupción aspiren a las magistraturas constitucionales.

Partidos políticos, bloques legislativos y transfuguismo

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En el fondo el problema es mucho más grande porque refleja la poca institucionalización de los partidos políticos. Pero aún así, los vacíos legales que dejaron las reformas del 2016 son cada vez más claros.

 

Prensa Libre recoge en una nota titulada Cómo los diputados logran burlar el transfuguismo y separarse de sus bancadas una práctica que hemos visto desde que se aprobaron las reformas del 2016 que prohibieron el transfuguismo.

Por ejemplo, hubo un conflicto dentro del bloque legislativo BIEN por definir quién ocuparía la jefatura de bloque. Por ejemplo, la UNE había anunciado que “expulsaba” del bloque legislativo a seis diputados (entre ellos Santiago Nájera) por romper la línea de votación del partido. Nájera ocupa un cargo en Junta Directiva y por tanto UNE “reclama” su puesto en dicha junta bajo el supuesto de que Nájera ya no forma parte del bloque UNE. Revisemos la ley y veamos por qué existen estor problemas.

En 2016 se cambió la ley interna del Congreso y se estableció que “Los diputados podrán renunciar en cualquier momento del bloque legislativo del partido por el cual fueron electos; en este caso pasarán a ser diputados independientes y no podrán integrarse a ningún otro bloque legislativo aunque se afilien a otro partido” (artículo 50. Resaltado propio).

También se cambió la ley electoral donde se estableció que “Queda prohibido a las organizaciones políticas y a los bloques legislativos del Congreso de la República, recibir o incorporar a diputados que hayan sido electos por otra organización política” (Artículo 205 ter. Resaltado propio).

Bloque legislativo y partido político

Resalté algunas frases que son importantes porque hay dos conceptos que, aunque parecen idénticos, no lo son. Partidos políticos, según la ley, “son instituciones de derecho público, con personalidad jurídica y de duración indefinida, salvo los casos establecidos en la presente ley, y configuran el carácter democrático del régimen político del Estado” (artículo 18 LEPP).

Por otra parte, “Constituyen bloques legislativos, uno o más diputados que sean miembros de un partido político que haya alcanzado representación legislativa en las elecciones correspondientes, y que mantenga su calidad de partido político de conformidad con las leyes aplicables” (artículo 50 LOOL. Resaltado propio).

Como vemos, bloque legislativo es un concepto bastante más estrecho que el de partido político: es el conjunto de diputados electos por cierto partido. Es más, la ley no exige estar afiliado a un partido político para postularse como candidato a diputado. De esta cuenta, muchos diputados forman parte de un bloque legislativo sin estar afiliados o pertenecer a un partido político como tal. De este modo, un diputado puede ser “expulsado” de un partido político y no por ello quedaría apartado del bloque legislativo.

Para complicar más las cosas, la ley interna del Congreso dice que “El diputado que renunciare, abandonare o fuere separado del bloque legislativo o partido que representa, conservará los derechos y prerrogativas que establece la Constitución Política de la República en forma individual”. Renunciar a un bloque es una acción que no requiere mayor formalidad que la manifestación de voluntad. Pero ¿cómo separar a un diputado de un bloque legislativo?

Recordemos que parte de las reformas de 2016 buscan castigar el transfuguismo y en tal sentido el diputado independiente no puede formar parte de junta directiva ni presidir comisiones de trabajo.  Así que la separación de un diputado de un bloque legislativo tiene consecuencias importantes y no parece razonable que el resto de los miembros de un bloque legislativo puedan separar a un diputado sin razones justificadas y sin parámetros claros. La ley calla al respecto.

Posibles salidas

En el fondo el problema es mucho más grande porque refleja la poca institucionalización de los partidos políticos. Pero aún así, los vacíos legales que dejaron las reformas del 2016 son cada vez más claros.

El Congreso debe incluir en las reformas electorales este asunto. Una solución puede consistir en crear mecanismos claros de funcionamiento interno de los bloques legislativos. La ley interna del Congreso puede definir mecanismos para elegir al jefe de bloque o establecer parámetros claros y causales puntuales para excluir a un diputado del bloque legislativo.

La otra solución puede ir en la dirección de institucionalizar más los partidos políticos. Esto incluye exigir la afiliación a un partido político para participar como candidato a diputado.

De ser así, se puede disponer que lo relativo a los temas internos del bloque legislativo serían asuntos que caerían bajo el marco de los estatutos internos de cada partido político. Conforme a estatutos y su propio tribunal de honor, cada partido decidiría si separa a uno de sus miembros que tienen representación en el Congreso o no. Planteo ideas muy generales. El tema merece una discusión más profunda.

Guatemala. Un parte del año 2020

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Con este resumen del año pareciera que todo fueron malas noticias. Pero si bien Guatemala, cada tanto, camina en la cuerda floja y está a punto de caer al precipicio; es un país con una capacidad asombrosa de recuperarse de las crisis. Su resiliencia ante la adversidad no es nueva.

 

Un parte es un documento de carácter oficial donde se "da cuenta" de un suceso casi siempre sobre una condición médica o los decesos en una guerra. En estos momentos parece adecuado usar el término para referirnos al balance de 2020, cuyo recuento es más bien un inventario de daños. 

El 2020 puso a prueba a la humanidad en todo su conjunto. Desde la irrupción de la pandemia del Covid-19, con sus subsecuentes secuelas económicas, no ha habido un solo lugar del globo que no haya experimentado crisis. Guatemala no fue la excepción pues la pandemia, la crisis económica, los casi 300mil desempleados y las tormentas Eta e Iota, hicieron que este año fuese particularmente aciago para el país.

Sin embargo, si comparamos con el resto de la región, pudo haber sido peor. De hecho, de acuerdo con datos de la Cepal, Guatemala (junto con Uruguay y Paraguay) caerá menos que el promedio de Centroamérica y mucho menos que el de América Latina. Igualmente, Guatemala tampoco lidera los índices de mayor mortalidad por Covid-19 en la región. Aunque vale acotar que si bien somos de los países con mejor desempeño del continente; eso no significa que hayamos salido ilesos de la crisis sanitaria y económica que trajo consigo la pandemia.

Estas crisis pusieron en relieve, y en muchos casos agudizaron, problemas y disfuncionalidades que el país venía arrastrando desde hacía varios años. Prueba de ello fueron las protestas del 21 y 22 de noviembre, por la aprobación del presupuesto 2021 por el Congreso entre gallos y medianoche que provocó la invocación de la Carta Democrática Interamericana por parte del presidente de la República y que concluyó en una serie de recomendaciones que el ejecutivo se comprometió a cumplir.

Con este resumen del año pareciera que todo fueron malas noticias. Pero si bien Guatemala, cada tanto, camina en la cuerda floja y está a punto de caer al precipicio; es un país con una capacidad asombrosa de recuperarse de las crisis. Su resiliencia ante la adversidad no es nueva.

Recordemos por ejemplo, que en la última gran pandemia, hace 102 años, Guatemala perdió cerca del 10% de su población entre 1918 y 1919. Además, en ese mismo período, la capital sufrió tres fuertes terremotos (uno en 1917 y dos en 1918) que devastaron a la ciudad[1]. Y por si fuera poco, esos terremotos produjeron grietas en el volcán Pacaya y derrumbes en el cono del volcán de Fuego que generaron fuertes erupciones poco después. Sin olvidar que para ese momento, el país vivía bajo una de las tiranías más ominosas y crueles de su historia.

A los guatemaltecos de aquel momento les tocó librar esas batallas y salieron airosos. Hoy le toca a esta generación de chapines librar la suya. Los grandes retos venideros son la recuperación y reconstrucción del país y las reformas de Estado en materia electoral, justicia y servicio civil, e incluso temas mucho más ambiciosos como la integración centroamericana.

Que la crisis 2020 sea la oportunidad para hacer los acuerdos necesarios para que el país se encamine en la senda del desarrollo.

 

 

 

[1] Luján Muñoz, Jorge (2015) Breve historia contemporánea de Guatemala. FCE. Pp. 178

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