Un modelo nefasto. Urge cambiar las cosas.
Culminó el proceso de designación de fiscal general y en las próximas horas o días el presidente designará a quien ocupe el cargo por los próximos cuatro años.
Por eso es momento para revisar, una vez más, los mecanismos mediante los cuales designamos a funcionarios de importancia como al propio fiscal general, magistrados a sala de Corte de Apelaciones y Corte Suprema de Justicia, Contralor General de Cuentas, magistrados del Tribunal Supremo Electoral, entre otros.
Y es que el mecanismo de las comisiones de postulación se ha vuelto el mecanismo estándar para hacerlo. Las comisiones de postulación son órganos temporales y ad-hoc. Se instalan por un corto periodo de tiempo para confeccionar una lista de elegibles que luego deben remitir a otro funcionario para que de ahí elija al funcionario y funcionarios que corresponda.
Si comparamos nuestro modelo de comisiones de postulación con el de otros países, veremos que se trata de un diseño bastante peculiar. Si bien en varios estados de EE. UU. existen comisiones nominadoras, su conformación, duración y funcionamiento es distinto a lo que tenemos nosotros.
Nuestro modelo de comisiones de postulación se ensayó por primera vez en la designación del Tribunal Supremo Electoral (TSE) de la transición, el que organizó las elecciones para Asamblea Nacional Constituyente.
La Ley Orgánica del Tribunal Supremo Electoral (decreto ley 36-83) estipulaba que el TSE sería designado por la Corte Suprema de Justicia a partir de una nómina de veinte candidatos que elaboraría una comisión de postulación. Ésta se integraba por el rector de la Universidad de San Carlos de Guatemala, un representante de los rectores de las universidades privadas que funcionaban en el país, un representante designado por la Asamblea de Presidentes de los Colegios Profesionales y por los decanos de las facultades derecho de cada una de las universidades del país.
Sabemos por experiencia que el experimentó salió muy bien en aquella oportunidad. También sabemos que las condiciones del país eran completamente distintas. En ese momento probablemente era razonable confiar la designación de tan importantes cargos a la discreción de un grupo de personas que gozaba de la credibilidad necesaria para hacerlo.
Sin embargo, el tiempo demostró que el diseño no era el óptimo. Por más de dos décadas las comisiones de postulación funcionaron con autorregulación. Decidían a lo interno cómo evaluar a los aspirantes hasta que en 2009 se creó la Ley de Comisiones de Postulación.
Muchos pensaron que esa normativa sería la panacea a las críticas que se vertían respecto del alto grado de discreción con que se evaluaba a los aspirantes. Lo cierto es que el único gran logro de la Ley fue la publicidad del proceso, algo no menor.
Dejando ese aspecto a un lado, lo que hemos visto es una mecanización absurda de la evaluación de perfiles. Los aspirantes saben que por tener una mayor cantidad de años de ejercicio profesional o un doctorado de quién sabe qué universidad lograrán puntear alto y quizá colarse en la nómina final.
Los comisionados están atados de manos al evaluar el perfil. Y no están teóricamente “atados” al momento de evaluar si un aspirante tiene o no “reconocida honorabilidad”. Pero, siendo sinceros, ¿cómo pedir a un comisionado que se pronuncie a secas y con base a su leal saber y entender sobre la honorabilidad de un aspirante? Para comenzar, los comisionados no gozan de irresponsabilidad por sus opiniones. Cualquier juicio u opinión en tal sentido podría ser objeto de acciones legales.
Por otra parte, ¿no se intentaba depender menos de la discreción de los comisionados y más de parámetros objetivos definidos en ley? Precisamente esa es la paradoja del actual marco normativo: los parámetros nominalmente “objetivos” de evaluación sirven para poco y la presión recae sobre el leal saber y entender de los comisionados. Un modelo nefasto. Urge cambiar las cosas.