Según el Informe sobre Desarrollo Humano 2016, Chile y Costa Rica son tan desiguales como Guatemala y sin embargo, presentan un desarrollo humano muy superior al de nuestro país. ¿A qué se deben estos resultado tan diferentes?
Guatemala es el décimo octavo país más desigual del mundo, según el Informe sobre Desarrollo Humano 2016. El informe también señala que Guatemala es el tercer país con el Índice de Desarrollo Humano más bajo de América Latina, sólo por encima de Honduras y Haití. En este sentido, la relación entre desigualdad y los magros resultados en desarrollo humano parecieran muy evidentes. Sin embargo, esta relación debe examinarse a profundidad, ya que la solución simplista de aumentar impuestos, no nos conduce necesariamente a un mejor nivel de desarrollo.
Según el mismo informe, Chile y Costa Rica son tan desiguales como Guatemala y sin embargo, presentan un desarrollo humano muy superior al de nuestro país. ¿A qué se deben estos resultado tan diferentes? Las razones están en el tipo de instituciones que han desarrollado a lo largo de su historia y en su consiguiente política de educación pública.
Chile comenzó a construir una democracia relativamente estable desde inicios del siglo pasado, que se vio interrumpida temporalmente por el desastre que significó Allende y la posterior dictadura de Pinochet. Sus instituciones han sido mucho más funcionales y estables que las de Guatemala.
En el caso de Costa Rica, han tenido una democracia ininterrumpida desde los años cincuenta, mientras Guatemala atravesaba por una guerra civil totalmente inútil. Fue una guerra que no solo tuvo costos en vidas, sino además provocó un profundo daño en nuestras instituciones y en el tejido social.
La estabilidad política, en un ambiente de libertad individual, es fundamental para que la economía funcione adecuadamente; pero también lo es la transparencia. Mientras que Costa Rica y Chile se encuentran entre los tres países menos corruptos de América Latina, según el Índice de Percepción de Corrupción, Guatemala se encuentra entre los cinco más corruptos. No hay política pública que pueda funcionar adecuadamente, si las instituciones están plagadas de corrupción. El dinero público se drenará entre sindicatos mezquinos, malos funcionarios y contratistas del Estado inescrupulosos.
Otra diferencia fundamental, ha sido la apuesta por la educación. En 1900 la tasa de alfabetización en Chile era de 31.5%; en Costa Rica de 40.3% y en Guatemala solo de 14.2%. Para 1950, tanto Chile como Costa Rica habían llevado la tasa de alfabetización a 80%, mientras que en Guatemala sólo había alcanzado el 29.1%. Hoy en día, el analfabetismo es casi inexistente en Chile y Costa Rica, mientras que en Guatemala sigue afectando al 20% de la población.
En Guatemala hemos perdido tiempo en una discusión frívola sobre si la educación es fundamental o no para el desarrollo. La discusión que debemos tener es cómo lograr un sistema de educación de calidad, con mayores tasas de cobertura y libre de la influencia de un sindicato que ha resultado nefasto para la educación pública. Sin embargo, se debe pasar de la retórica a la acción.
Los casos de Chile y Costa Rica nos enseñan que el auténtico desafío que tenemos como sociedad es cómo logramos construir una institucionalidad distinta a la que hemos tenido hasta ahora. La desigualdad no es mala, si está inmersa dentro una institucionalidad adecuada y se tiene inversión en educación y salud pública que facilite la movilidad social.
El concepto simplista de que los ricos son malos y peligrosos para la democracia, puede resultar nocivo para un país. Una retórica de ese tipo solo termina dañando aún más la confianza que se tenga en una economía. La política fiscal tiene impacto en las decisiones de inversión. Lo han aprendido los países europeos en las últimas décadas y por eso han reducido consistentemente sus tasas impositivas.
Guatemala necesita fortalecer su Estado con más ingresos. Pero no es a través de mayores tasas impositivas que se logrará, sino con una mejor labor de recaudación que ponga su vista en los negocios grandes que operan en la informalidad y en el contrabando, que hasta ahora han sido ignorados.