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¿Qué perfil de magistrados queremos para la Corte de Constitucionalidad?
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Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
25 Jan 2021

El proceso de designación de magistrados en 2021 debe ser distinto si los actores involucrados quieren dar oxígeno y legitimidad el tribunal constitucional. Es indispensable que la ciudadanía le exija al presidente y demás órganos un proceso de designación serio, basado en evaluación de mérito, transparente y público.

 

El 14 de abril deberá instalarse la nueva magistratura de la Corte de Constitucionalidad (CC). Para mediados de marzo dicha elección debe estar definida por los órganos que designan a los cinco magistrados titulares y sus respectivos suplentes.

Los órganos que designan a los magistrados del tribunal constitucional son: 1) el pleno de la Corte Suprema de Justicia; 2) El pleno del Congreso de la República; 3) el Presidente en Consejo de Ministros; 4) el Consejo Superior Universitario de la USAC y 5) la Asamblea del Colegio de Abogados.

Ni la Constitución ni la Ley de Amparo establecen procedimientos concretos para la selección de magistrados a la CC. La Constitución se limita a establecer requisitos que para ser magistrado: 1) ser guatemalteco de origen, 2) ser abogado colegiado activo, 3) ser de reconocida honorabilidad y 4) tener por lo menos quince años de graduación profesional.

Por supuesto, estos son los requisitos para ser magistrado, pero no quiere decir que deban ser los únicos parámetros para designar a los magistrados de tan importante tribunal. Por eso es importante que todos los órganos que tienen la capacidad de designar magistrados implementen procesos de selección adecuados.

No olvidemos que tanto el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (artículo 14) como la Convención Americana de Derechos Humanos (artículo 8) establecen que todos tenemos derechos a ser oídos públicamente y con las debidas garantías por un “tribunal competente, independiente e imparcial”. En igual sentido va nuestra Constitución.

De este modo, nuestros derechos no pueden estar garantizados y ni protegidos si el Estado guatemalteco no nos garantiza tribunales independientes e imparciales. Y no cabe duda de que la única manera de lograr esos objetivos es adoptar procesos de selección que garanticen que los magistrados designados reúnan condiciones de mérito e idoneidad suficientes.

En el año 2016 algunos órganos intentaron implementar procesos que iban en esta dirección. El Congreso, por ejemplo, creó una comisión especial conformada por un diputado de cada bloque legislativo para evaluar los expedientes de los aspirantes bajo los principios de la Ley de Comisiones de Postulación y proponer una nómina final sobre la cual el pleno eligió a los magistrados titular y suplente.

La Corte Suprema de Justicia hizo algo muy parecido. Organizó un proceso de postulación pública, evaluaron los expedientes de los aspirantes a partir de una serie de requisitos que se listaron en la convocatoria, se hicieron pruebas psicométricas, entrevistas, se asignó un punteo a cada aspirante y se procedió a votar.

En el Colegio de Abogados se limitaron a inscribir candidatos y organizar la elección entre agremiados. El entonces presidente, Jimmy Morales, fue una de las notas negativas de la designación, pues fue el único que hizo la designación de forma secreta y unilateral.

En medio de todo, el proceso de 2016 representó un avance en comparación con procesos anteriores al menos en cuanto a la publicidad del proceso. En el fondo, se repitió el vicio de las comisiones de postulación en cuanto a que la evaluación de fondo consiste en dar punteo a una colección de diplomas que no nos dicen mucho sobre las aptitudes de los aspirantes.

Por eso el proceso de designación de magistrados en 2021 debe ser distinto si los actores involucrados quieren dar oxígeno y legitimidad el tribunal constitucional. Es indispensable que la ciudadanía le exija al presidente y demás órganos un proceso de designación serio, basado en evaluación de mérito, transparente y público. Es la única manera de arrojar un poco de luz en medio de la oscuridad en la que se encuentra el país a nivel institucional.

Joe Biden and the future of american democracy
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
19 Jan 2021

Estados Unidos hoy es una sociedad profundamente dividida.

 

Durante los últimos veinte años, los centros urbanos y las costas han vivido una revolución de progresismo político y social. El laicismo, el reconocimiento de los derechos civiles de minorías sexuales y el creciente rechazo a la agenda de intervención exterior norteamericana son quizá los hitos de cambio social que caracterizan la transición de la Generación X a los Milenials urbanos. En gran medida, empujado por una generación que en su mayoría ha pasado por las aulas universitarias. Mientras tanto, la discusión sobre la materialización de la desigualdad ha llevado a este mercado demográfico a presionar por una agenda más agresiva en relación con la salud pública universal y el sistema de seguros o la administración de la deuda estudiantil de esa generación que pasará años el crédito universitario.

Entretando, los suburbios o las zonas rurales del centro y centro-oeste mantienen su carácter eminentemente conservador. En su mayoría, encontramos a familias de granjeros, trabajadores de “cuello azul”, operarios industriales y pequeños comerciantes. Es un mercado demográfico que reciente la migración ilegal, en gran medida, porque fácilmente pueden ser desplazados de sus puestos de trabajo por ese ejército de ilegales venidos de la frontera sur. Este núcleo sigue teniendo en las fuerzas armadas un referente de valores cívicos y un hito aspiracional de elevador social (vía el acceso a educación superior gratuita). La oleada de laicismo urbano no ha llegado a estas latitudes, por lo que los valores cristianos siguen muy arraigados. De tal manera, el rechazo a la agenda de género es latente.

Dos mundos, dos formas de entender el entorno y dos visiones distintas sobre lo que aspiran del poder coexisten en el país que durante años ha sido el referente global de las ideas de república, democracia, economía de mercado y respeto a los derechos civiles. Esos dos mundos asumen dos colores en las elecciones: el azul demócrata de los centros urbanos y el rojo republicano de los suburbios y la ruralidad. 

A nivel de Estados, la relación es evidente. Aquellos más urbanos (California, Nueva York, Massachussets, Pennsylvania) son totalmente azules; aquellos más rurales (Montana, las Dakotas, Oklahoma, Idaho, Wyoming, Kentucky, Tennessee) son totalmente rojos. Pero la brecha urbano rural destaca incluso en Estados bisagra. Por ejemplo, Florida tiene zonas urbanas por excelencia (Miami, Orlando, Tampa Bay, Jacksonville) donde los demócratas ganan sin problema; mientras en el resto de los suburbios se concentra el apoyo republicano. Caso similar ocurre con Texas, donde a pesar de ser Estado bastión republicano, las ciudades como Dallas, Houston y San Antonio son áreas de incidencia demócrata.

Esa realidad describe la política de los últimos 15 años en Estados Unidos. Barack Obama fue un Presidente urbano-céntrico. Su agenda enfocada en la reforma de salud, en el reconocimiento de los derechos de minorías y una actitud más liberal frente a la migración sirvió al primer público. Trump fue un Presidente de los suburbios. Su actitud más restrictiva frente a la migración, el rechazo a un plan uniforme de salud o una visión más conservadora de la sociedad agradaron al público número dos, quien por cierto (como ocurre tanto en América Latina) le agrada esa forma propia de los populismos autoritarios.

Y así, a un día de llegar Joe Biden a la Casa Blanca, el reto no es menor: compaginar dos visiones del mundo. Una, con 74 millones de voces, que percibe el resultado de noviembre pasado como un gran fraude contra el bastión del tradicionalismo. El otro mundo, con 81 millones de expresiones, se percibe como el referente interno de la modernidad, sin reconocer que a unos pocos kilómetros, existe otro norteamericano con una visión diametralmente opuesta de la realidad. Como no ocurría desde los años sesenta, el reto de la democracia más antigua del mundo, es encontrar la receta institucional para hacer encontrar a estos dos mundos que hoy son Estados Unidos.

 

Joe Biden y el futuro de la democracia americana
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
19 Jan 2021

Estados Unidos hoy es una sociedad profundamente dividida.

 

Durante los últimos veinte años, los centros urbanos y las costas han vivido una revolución de progresismo político y social. El laicismo, el reconocimiento de los derechos civiles de minorías sexuales y el creciente rechazo a la agenda de intervención exterior norteamericana son quizá los hitos de cambio social que caracterizan la transición de la Generación X a los Milenials urbanos. En gran medida, empujado por una generación que en su mayoría ha pasado por las aulas universitarias. Mientras tanto, la discusión sobre la materialización de la desigualdad ha llevado a este mercado demográfico a presionar por una agenda más agresiva en relación con la salud pública universal y el sistema de seguros o la administración de la deuda estudiantil de esa generación que pasará años el crédito universitario.

Entretando, los suburbios o las zonas rurales del centro y centro-oeste mantienen su carácter eminentemente conservador. En su mayoría, encontramos a familias de granjeros, trabajadores de “cuello azul”, operarios industriales y pequeños comerciantes. Es un mercado demográfico que reciente la migración ilegal, en gran medida, porque fácilmente pueden ser desplazados de sus puestos de trabajo por ese ejército de ilegales venidos de la frontera sur. Este núcleo sigue teniendo en las fuerzas armadas un referente de valores cívicos y un hito aspiracional de elevador social (vía el acceso a educación superior gratuita). La oleada de laicismo urbano no ha llegado a estas latitudes, por lo que los valores cristianos siguen muy arraigados. De tal manera, el rechazo a la agenda de género es latente.

Dos mundos, dos formas de entender el entorno y dos visiones distintas sobre lo que aspiran del poder coexisten en el país que durante años ha sido el referente global de las ideas de república, democracia, economía de mercado y respeto a los derechos civiles. Esos dos mundos asumen dos colores en las elecciones: el azul demócrata de los centros urbanos y el rojo republicano de los suburbios y la ruralidad. 

A nivel de Estados, la relación es evidente. Aquellos más urbanos (California, Nueva York, Massachussets, Pennsylvania) son totalmente azules; aquellos más rurales (Montana, las Dakotas, Oklahoma, Idaho, Wyoming, Kentucky, Tennessee) son totalmente rojos. Pero la brecha urbano rural destaca incluso en Estados bisagra. Por ejemplo, Florida tiene zonas urbanas por excelencia (Miami, Orlando, Tampa Bay, Jacksonville) donde los demócratas ganan sin problema; mientras en el resto de los suburbios se concentra el apoyo republicano. Caso similar ocurre con Texas, donde a pesar de ser Estado bastión republicano, las ciudades como Dallas, Houston y San Antonio son áreas de incidencia demócrata.

Esa realidad describe la política de los últimos 15 años en Estados Unidos. Barack Obama fue un Presidente urbano-céntrico. Su agenda enfocada en la reforma de salud, en el reconocimiento de los derechos de minorías y una actitud más liberal frente a la migración sirvió al primer público. Trump fue un Presidente de los suburbios. Su actitud más restrictiva frente a la migración, el rechazo a un plan uniforme de salud o una visión más conservadora de la sociedad agradaron al público número dos, quien por cierto (como ocurre tanto en América Latina) le agrada esa forma propia de los populismos autoritarios.

Y así, a un día de llegar Joe Biden a la Casa Blanca, el reto no es menor: compaginar dos visiones del mundo. Una, con 74 millones de voces, que percibe el resultado de noviembre pasado como un gran fraude contra el bastión del tradicionalismo. El otro mundo, con 81 millones de expresiones, se percibe como el referente interno de la modernidad, sin reconocer que a unos pocos kilómetros, existe otro norteamericano con una visión diametralmente opuesta de la realidad. Como no ocurría desde los años sesenta, el reto de la democracia más antigua del mundo, es encontrar la receta institucional para hacer encontrar a estos dos mundos que hoy son Estados Unidos.

 

We are seeing the future (and it doesn't work)
113
Directora del área de Estudios Latinoamericanos de la Fundación Libertad y Desarrollo. Es licenciada en Historia egresada de la Universidad Central de Venezuela.
15 Jan 2021

Habrá que ver si el ethos liberal occidental saldrá bien librado de los retos (y amenazas) que se ciernen sobre quienes creemos en la moderación y la construcción de consensos como base de la democracia y como actitud clave en la política.

 

El título de esta entrega es un “guiño” a la celebérrima frase que expresó hace un siglo el periodista estadounidense Lincoln Steffens al visitar la Unión Soviética.

Estamos presenciando un momento donde pareciera que los miedos que muchos tenían, desde hace más o menos una década atrás, advirtiéndonos con respecto a las redes sociales y su impacto en el desgaste de las democracias liberales occidentales; están concretándose finalmente en la realidad.

Podemos ubicar los orígenes de esta “reinvención de la política”[1] —o más bien colusión entre el poder político y los grandes conglomerados digitales— en los años 2007 y 2008, durante la campaña presidencial en Estados Unidos, que llevaría a Barack Obama al poder. La campaña de Obama representó una ruptura con respecto a la forma de hacer política tradicional ya que fue el primer candidato en comenzar su “peregrinaje” en los medios de comunicación en las oficinas de Google, en Palo Alto, California, y no con el acostumbrado board editorial del New York Times o del Washington Post. 

Hoy en día, es incuestionable que las redes sociales son el ágora, el vehículo, el medio, en el que se expresan las demandas políticas y el descontento social de la ciudadanía; a diferencia de las democracias tradicionales donde prácticamente las únicas vías de expresión ciudadana eran el voto y la protesta. También es innegable que el ejercicio del poder se ha transformado con este fenómeno porque ahora los líderes del mundo dan la impresión de gobernar, dirimir conflictos, pactar acuerdos con aliados, o hasta amenazar adversarios por ésta vía.

Además hoy, gracias a las redes, somos testigos en tiempo real de todo lo que pasa en cualquier rincón del mundo, con el añadido de que ya no contamos con mediadores ni expertos en análisis de opinión, que de alguna manera editorialicen la información. Toda esta avalancha informativa la encontramos al alcance de nuestro dispositivo móvil. En cualquier día normal podemos presenciar en vivo y directo la ejecución de un general iraní, una explosión en Beirut, el asesinato de un afroamericano a manos de un policía en Minneapolis y la irrupción de manifestantes violentos al capitolio de los Estados Unidos.

A esta híper-conectividad o “infoxicación”, sumémosle la disrupción en los lazos comunitarios, gracias a la existencia de algoritmos que filtran información de acuerdo a las preferencias e intereses de los usuarios; que nos aíslan y encierran en “burbujas” de cada polo del espectro político, donde han comenzado a proliferar teorías conspirativas y opiniones cada vez más inflamatorias, que prácticamente anulan cualquier sentido de tolerancia y de respeto hacia quien “no piense como yo”.

Ya lo advertía Giovanni Sartori cuando describía el empobrecimiento en la capacidad de entender y la atrofia del pensamiento abstracto y conceptual que estaba generando la televisión y la comprensión del mundo sólo a través de imágenes y no de palabras[2].

Otra barrera que impide la comprensión de la realidad es la rapidez con que circula una información. El tiempo de vida de lo que en las aulas de periodismo o redacciones solía llamarse “hecho noticioso”, no pasa de unas cuantas horas, e incluso, minutos. Esto ha hecho que pasemos a un paradigma distinto al habitual, algo que el filósofo Zygmunt Bauman ha denominado “modernidad líquida”[3], en la que la continuidad de las estructuras sociales no se mantienen en el tiempo, sino que se quedan en proyectos simultáneos de corto alcance, con millones de valoraciones muy volátiles que se entrecruzan entre sí. Esto no sólo impide la compresión sino la capacidad de acción individual.

Lo que pensadores desde Polibio, Tocqueville y Ortega y Gasset, temieron como el gobierno de la masa irracional, pareciera estar materializándose en la realidad. Eso indica el espíritu de los tiempos. Habrá que ver si el ethos liberal occidental saldrá bien librado de los retos (y amenazas) que se ciernen sobre quienes creemos en la moderación y la construcción de consensos como base de la democracia y como actitud clave en la política.

 

[1] Beas, Diego. La reinvención de la política. Caracas. Ediciones Puntocero. 2010

[2] Sartori, Giovanni. Homo videns. La sociedad teledirigida. Madrid. Taurus. 1999

[3] Bauman, Zygmunt. Tiempos líquidos. Vivir en una época de incertidumbre. Barcelona. Tusquets. 2008

Estamos viendo el futuro (y no funciona)
113
Directora del área de Estudios Latinoamericanos de la Fundación Libertad y Desarrollo. Es licenciada en Historia egresada de la Universidad Central de Venezuela.
15 Jan 2021

Habrá que ver si el ethos liberal occidental saldrá bien librado de los retos (y amenazas) que se ciernen sobre quienes creemos en la moderación y la construcción de consensos como base de la democracia y como actitud clave en la política.

 

El título de esta entrega es un “guiño” a la celebérrima frase que expresó hace un siglo el periodista estadounidense Lincoln Steffens al visitar la Unión Soviética.

Estamos presenciando un momento donde pareciera que los miedos que muchos tenían, desde hace más o menos una década atrás, advirtiéndonos con respecto a las redes sociales y su impacto en el desgaste de las democracias liberales occidentales; están concretándose finalmente en la realidad.

Podemos ubicar los orígenes de esta “reinvención de la política”[1] —o más bien colusión entre el poder político y los grandes conglomerados digitales— en los años 2007 y 2008, durante la campaña presidencial en Estados Unidos, que llevaría a Barack Obama al poder. La campaña de Obama representó una ruptura con respecto a la forma de hacer política tradicional ya que fue el primer candidato en comenzar su “peregrinaje” en los medios de comunicación en las oficinas de Google, en Palo Alto, California, y no con el acostumbrado board editorial del New York Times o del Washington Post. 

Hoy en día, es incuestionable que las redes sociales son el ágora, el vehículo, el medio, en el que se expresan las demandas políticas y el descontento social de la ciudadanía; a diferencia de las democracias tradicionales donde prácticamente las únicas vías de expresión ciudadana eran el voto y la protesta. También es innegable que el ejercicio del poder se ha transformado con este fenómeno porque ahora los líderes del mundo dan la impresión de gobernar, dirimir conflictos, pactar acuerdos con aliados, o hasta amenazar adversarios por ésta vía.

Además hoy, gracias a las redes, somos testigos en tiempo real de todo lo que pasa en cualquier rincón del mundo, con el añadido de que ya no contamos con mediadores ni expertos en análisis de opinión, que de alguna manera editorialicen la información. Toda esta avalancha informativa la encontramos al alcance de nuestro dispositivo móvil. En cualquier día normal podemos presenciar en vivo y directo la ejecución de un general iraní, una explosión en Beirut, el asesinato de un afroamericano a manos de un policía en Minneapolis y la irrupción de manifestantes violentos al capitolio de los Estados Unidos.

A esta híper-conectividad o “infoxicación”, sumémosle la disrupción en los lazos comunitarios, gracias a la existencia de algoritmos que filtran información de acuerdo a las preferencias e intereses de los usuarios; que nos aíslan y encierran en “burbujas” de cada polo del espectro político, donde han comenzado a proliferar teorías conspirativas y opiniones cada vez más inflamatorias, que prácticamente anulan cualquier sentido de tolerancia y de respeto hacia quien “no piense como yo”.

Ya lo advertía Giovanni Sartori cuando describía el empobrecimiento en la capacidad de entender y la atrofia del pensamiento abstracto y conceptual que estaba generando la televisión y la comprensión del mundo sólo a través de imágenes y no de palabras[2].

Otra barrera que impide la comprensión de la realidad es la rapidez con que circula una información. El tiempo de vida de lo que en las aulas de periodismo o redacciones solía llamarse “hecho noticioso”, no pasa de unas cuantas horas, e incluso, minutos. Esto ha hecho que pasemos a un paradigma distinto al habitual, algo que el filósofo Zygmunt Bauman ha denominado “modernidad líquida”[3], en la que la continuidad de las estructuras sociales no se mantienen en el tiempo, sino que se quedan en proyectos simultáneos de corto alcance, con millones de valoraciones muy volátiles que se entrecruzan entre sí. Esto no sólo impide la compresión sino la capacidad de acción individual.

Lo que pensadores desde Polibio, Tocqueville y Ortega y Gasset, temieron como el gobierno de la masa irracional, pareciera estar materializándose en la realidad. Eso indica el espíritu de los tiempos. Habrá que ver si el ethos liberal occidental saldrá bien librado de los retos (y amenazas) que se ciernen sobre quienes creemos en la moderación y la construcción de consensos como base de la democracia y como actitud clave en la política.

 

[1] Beas, Diego. La reinvención de la política. Caracas. Ediciones Puntocero. 2010

[2] Sartori, Giovanni. Homo videns. La sociedad teledirigida. Madrid. Taurus. 1999

[3] Bauman, Zygmunt. Tiempos líquidos. Vivir en una época de incertidumbre. Barcelona. Tusquets. 2008

A micro cosmos of the system
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
12 Jan 2021

Similitudes deleznables entre la política partidaria y la política gremial

El pasado 4 de enero, la Asamblea General del Colegio de Abogados realizó la primera vuelta para elegir magistrado titular de la Corte de Constitucionalidad. El resultado fue un fiel reflejo del sistema político nacional. Los dos finalistas, Mynor Moto y Estuardo Gálvez, han sido cuestionados en cuanto al cumplimiento de los requisitos constitucionales de idoneidad y honorabilidad para optar al cargo.

Esta realidad no es muy distinta de lo que ocurre con las elecciones político-partidarias. En demasiadas ocasiones, los candidatos electos a cargos de elección popular, no necesariamente destacan por sus méritos éticos, académicos o profesionales. Por el contrario, sobran los ejemplos de candidatos vinculados a grupos de corrupción o crimen organizado que terminan ganando una alcaldía o diputación. Para muestra, en 2019, la UCN alcanzó 13 diputaciones meses después de que su presidenciable fuese sorprendido negociando con el Cartel de Sinaloa. O en 2015, cuando el Partido Líder obtuvo más de 45 diputaciones, a pesar de que su binomio presidencial había sido señalado por actos de corrupción.

La realidad gremial no es muy distinta de la partidaria. La política en Guatemala, sin importar si los electores son ciudadanos de a pie o profesionales del derecho, está capturada por intereses corruptos o abiertamente criminales. En ambos, se replican las mismas prácticas cuestionables de acceso al poder.

El primer problema es el financiamiento de campañas. Así como en la política partidaria se desconoce sobre los verdaderos financistas de campaña, lo mismo ocurre en el CANG. ¿Acaso ya se solventó la duda sobre quién sufragó los gastos de avioneta y call center de Mynor Moto? Que no nos sorprenda entonces si aquella proporción de fuentes de financiamiento de la política, que indicaba que el 50% de las campañas electorales se financian por la corrupción y 25% por el narcotráfico, se replique también a nivel gremial.

Otra realidad del sistema electoral y de partidos es el clientelismo. En toda elección vemos cómo los grupos partidarios buscan comprar votos mediante rifas, entrega de alimentos y demás prebendas. Lo mismo ocurre en el CANG, quizá con un grado superior de sofisticación. Los “desayunos” gremiales, los cursos, las carnitas del día de votación o las fiestas tienen como fin la búsqueda de votos gremiales. Así como el votante en pobreza compromete su voto por un pan; el abogado lo hace por unas carnitas.

El fenómeno de la empleomanía también se replica en ambos mundos. A nivel partidario, cuantos activistas dedican horas-hombre a la campaña bajo la aspiración de acceder a una “plaza” una vez se llegue al poder. No es muy distinto lo que ocurre a nivel de agrupaciones gremiales en el CANG.

O qué decir del acarreo, fenómeno que elección tras elección caracteriza la dinámica del Día-D. A nivel gremial también vemos cómo instituciones públicas con alto número de abogados, “invitan” o directamente “movilizan” a sus profesionales para apoyar a determinada planilla o candidato.

Las mismas críticas que esbozamos cada cuatro años sobre las prácticas cuestionables de los partidos políticos en año electoral se replican, en un micro-cosmos, en el CANG. A una escala menor o con un poco más de sofisticación, la opacidad en el financiamiento, el clientelismo y el acarreo son el común denominador tanto en elecciones partidarias como en las gremiales. La similitud de prácticas entre el mundo partidario y gremial, o entre sectores desfavorecidos y profesionales, denota que el clientelismo y la opacidad son medios socialmente aceptados para acceder al poder, sea político o judicial.

Un micro cosmos del sistema
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
12 Jan 2021

Similitudes deleznables entre la política partidaria y la política gremial

El pasado 4 de enero, la Asamblea General del Colegio de Abogados realizó la primera vuelta para elegir magistrado titular de la Corte de Constitucionalidad. El resultado fue un fiel reflejo del sistema político nacional. Los dos finalistas, Mynor Moto y Estuardo Gálvez, han sido cuestionados en cuanto al cumplimiento de los requisitos constitucionales de idoneidad y honorabilidad para optar al cargo.

Esta realidad no es muy distinta de lo que ocurre con las elecciones político-partidarias. En demasiadas ocasiones, los candidatos electos a cargos de elección popular, no necesariamente destacan por sus méritos éticos, académicos o profesionales. Por el contrario, sobran los ejemplos de candidatos vinculados a grupos de corrupción o crimen organizado que terminan ganando una alcaldía o diputación. Para muestra, en 2019, la UCN alcanzó 13 diputaciones meses después de que su presidenciable fuese sorprendido negociando con el Cartel de Sinaloa. O en 2015, cuando el Partido Líder obtuvo más de 45 diputaciones, a pesar de que su binomio presidencial había sido señalado por actos de corrupción.

La realidad gremial no es muy distinta de la partidaria. La política en Guatemala, sin importar si los electores son ciudadanos de a pie o profesionales del derecho, está capturada por intereses corruptos o abiertamente criminales. En ambos, se replican las mismas prácticas cuestionables de acceso al poder.

El primer problema es el financiamiento de campañas. Así como en la política partidaria se desconoce sobre los verdaderos financistas de campaña, lo mismo ocurre en el CANG. ¿Acaso ya se solventó la duda sobre quién sufragó los gastos de avioneta y call center de Mynor Moto? Que no nos sorprenda entonces si aquella proporción de fuentes de financiamiento de la política, que indicaba que el 50% de las campañas electorales se financian por la corrupción y 25% por el narcotráfico, se replique también a nivel gremial.

Otra realidad del sistema electoral y de partidos es el clientelismo. En toda elección vemos cómo los grupos partidarios buscan comprar votos mediante rifas, entrega de alimentos y demás prebendas. Lo mismo ocurre en el CANG, quizá con un grado superior de sofisticación. Los “desayunos” gremiales, los cursos, las carnitas del día de votación o las fiestas tienen como fin la búsqueda de votos gremiales. Así como el votante en pobreza compromete su voto por un pan; el abogado lo hace por unas carnitas.

El fenómeno de la empleomanía también se replica en ambos mundos. A nivel partidario, cuantos activistas dedican horas-hombre a la campaña bajo la aspiración de acceder a una “plaza” una vez se llegue al poder. No es muy distinto lo que ocurre a nivel de agrupaciones gremiales en el CANG.

O qué decir del acarreo, fenómeno que elección tras elección caracteriza la dinámica del Día-D. A nivel gremial también vemos cómo instituciones públicas con alto número de abogados, “invitan” o directamente “movilizan” a sus profesionales para apoyar a determinada planilla o candidato.

Las mismas críticas que esbozamos cada cuatro años sobre las prácticas cuestionables de los partidos políticos en año electoral se replican, en un micro-cosmos, en el CANG. A una escala menor o con un poco más de sofisticación, la opacidad en el financiamiento, el clientelismo y el acarreo son el común denominador tanto en elecciones partidarias como en las gremiales. La similitud de prácticas entre el mundo partidario y gremial, o entre sectores desfavorecidos y profesionales, denota que el clientelismo y la opacidad son medios socialmente aceptados para acceder al poder, sea político o judicial.

A micro cosmos of the system
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
12 Jan 2021

Similitudes deleznables entre la política partidaria y la política gremial

 

El pasado 4 de enero, la Asamblea General del Colegio de Abogados realizó la primera vuelta para elegir magistrado titular de la Corte de Constitucionalidad. El resultado fue un fiel reflejo del sistema político nacional. Los dos finalistas, Mynor Moto y Estuardo Gálvez, han sido cuestionados en cuanto al cumplimiento de los requisitos constitucionales de idoneidad y honorabilidad para optar al cargo.

Esta realidad no es muy distinta de lo que ocurre con las elecciones político-partidarias. En demasiadas ocasiones, los candidatos electos a cargos de elección popular, no necesariamente destacan por sus méritos éticos, académicos o profesionales. Por el contrario, sobran los ejemplos de candidatos vinculados a grupos de corrupción o crimen organizado que terminan ganando una alcaldía o diputación. Para muestra, en 2019, la UCN alcanzó 13 diputaciones meses después de que su presidenciable fuese sorprendido negociando con el Cartel de Sinaloa. O en 2015, cuando el Partido Líder obtuvo más de 45 diputaciones, a pesar de que su binomio presidencial había sido señalado por actos de corrupción.

La realidad gremial no es muy distinta de la partidaria. La política en Guatemala, sin importar si los electores son ciudadanos de a pie o profesionales del derecho, está capturada por intereses corruptos o abiertamente criminales. En ambos, se replican las mismas prácticas cuestionables de acceso al poder.

El primer problema es el financiamiento de campañas. Así como en la política partidaria se desconoce sobre los verdaderos financistas de campaña, lo mismo ocurre en el CANG. ¿Acaso ya se solventó la duda sobre quién sufragó los gastos de avioneta y call center de Mynor Moto? Que no nos sorprenda entonces si aquella proporción de fuentes de financiamiento de la política, que indicaba que el 50% de las campañas electorales se financian por la corrupción y 25% por el narcotráfico, se replique también a nivel gremial.

Otra realidad del sistema electoral y de partidos es el clientelismo. En toda elección vemos cómo los grupos partidarios buscan comprar votos mediante rifas, entrega de alimentos y demás prebendas. Lo mismo ocurre en el CANG, quizá con un grado superior de sofisticación. Los “desayunos” gremiales, los cursos, las carnitas del día de votación o las fiestas tienen como fin la búsqueda de votos gremiales. Así como el votante en pobreza compromete su voto por un pan; el abogado lo hace por unas carnitas.

El fenómeno de la empleomanía también se replica en ambos mundos. A nivel partidario, cuantos activistas dedican horas-hombre a la campaña bajo la aspiración de acceder a una “plaza” una vez se llegue al poder. No es muy distinto lo que ocurre a nivel de agrupaciones gremiales en el CANG.

O qué decir del acarreo, fenómeno que elección tras elección caracteriza la dinámica del Día-D. A nivel gremial también vemos cómo instituciones públicas con alto número de abogados, “invitan” o directamente “movilizan” a sus profesionales para apoyar a determinada planilla o candidato.

Las mismas críticas que esbozamos cada cuatro años sobre las prácticas cuestionables de los partidos políticos en año electoral se replican, en un micro-cosmos, en el CANG. A una escala menor o con un poco más de sofisticación, la opacidad en el financiamiento, el clientelismo y el acarreo son el común denominador tanto en elecciones partidarias como en las gremiales. La similitud de prácticas entre el mundo partidario y gremial, o entre sectores desfavorecidos y profesionales, denota que el clientelismo y la opacidad son medios socialmente aceptados para acceder al poder, sea político o judicial.

A day that will go down in history
115
Daphne Posadas es Directora del Área de Estudios Internacionales en Fundación Libertad y Desarrollo. Participa en espacios de análisis político en radio, televisión y medios digitales. Está comprometida con la construcción de un mundo de individuos más libres y responsables.
11 Jan 2021

El 6 de enero de 2020 será una fecha para recordar. El día en que el palacio secular de la democracia de los Estados Unidos fue asaltado por un grupo de manifestantes violentos que rechazaban la legitimidad de Joe Biden como presidente electo. Un evento que sucede con poca frecuencia en la historia de ese país y que en magnitud no se había visto desde hace más de 200 años. 

Lejos de simpatizar con las ideas de Joe Biden y la agenda que propone el partido Demócrata para los Estados Unidos, lo cierto es que no hay evidencia sobre fraude electoral. Luego de su ratificación, el mismo 6 de enero después de los desafortunados eventos, los resultados fueron más que contundentes, 306 votos del colegio electoral para Biden y Harris frente a los 232 de Trump y Pence. 

Ya varios habían alertado sobre los peligros que corría la democracia en los Estados Unidos con Donald Trump a la cabeza.  Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en “Cómo mueren las Democracias” aseguran que la primera prueba se falló en las elecciones de 2016 cuando se escogió a un presidente con una dudosa lealtad a las normas democráticas. Hoy vemos los efectos de aquella advertencia.  

En una entrevista para la BBC, Levistsky  incluso asegura que comparando este fenómeno con otros procesos similares en América Latina, esto podría muy bien catalogarse como una intentona de autogolpe que fracasó dada la solidez de las instituciones estadounidenses.

La lección de este fenómeno es que el populismo es capaz de penetrar hasta los sistemas políticos más exitosos y estables del mundo. La institución de transferencia de poder pacífica en los Estados Unidos fue violentada. Este día quedará marcado en la historia como el día en que el presidente falló a sus votos de honor de “sostener, proteger y defender la Constitución de los Estados Unidos al máximo de sus facultades”.

Lo cierto es vienen años complejos para la política norteamericana, pero Estados Unidos y sus instituciones republicanas y democráticas sanarán. La solidez del sistema político y sus normas permanecerá vigente mientras los eternos vigilantes de la libertad, sus ciudadanos, sigan atentos ante estas amenazas.

Un día que pasará a la historia
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Daphne Posadas es Directora del Área de Estudios Internacionales en Fundación Libertad y Desarrollo. Participa en espacios de análisis político en radio, televisión y medios digitales. Está comprometida con la construcción de un mundo de individuos más libres y responsables.
11 Jan 2021

El 6 de enero de 2020 será una fecha para recordar. El día en que el palacio secular de la democracia de los Estados Unidos fue asaltado por un grupo de manifestantes violentos que rechazaban la legitimidad de Joe Biden como presidente electo. Un evento que sucede con poca frecuencia en la historia de ese país y que en magnitud no se había visto desde hace más de 200 años. 

Lejos de simpatizar con las ideas de Joe Biden y la agenda que propone el partido Demócrata para los Estados Unidos, lo cierto es que no hay evidencia sobre fraude electoral. Luego de su ratificación, el mismo 6 de enero después de los desafortunados eventos, los resultados fueron más que contundentes, 306 votos del colegio electoral para Biden y Harris frente a los 232 de Trump y Pence. 

Ya varios habían alertado sobre los peligros que corría la democracia en los Estados Unidos con Donald Trump a la cabeza.  Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en “Cómo mueren las Democracias” aseguran que la primera prueba se falló en las elecciones de 2016 cuando se escogió a un presidente con una dudosa lealtad a las normas democráticas. Hoy vemos los efectos de aquella advertencia.  

En una entrevista para la BBC, Levistsky  incluso asegura que comparando este fenómeno con otros procesos similares en América Latina, esto podría muy bien catalogarse como una intentona de autogolpe que fracasó dada la solidez de las instituciones estadounidenses.

La lección de este fenómeno es que el populismo es capaz de penetrar hasta los sistemas políticos más exitosos y estables del mundo. La institución de transferencia de poder pacífica en los Estados Unidos fue violentada. Este día quedará marcado en la historia como el día en que el presidente falló a sus votos de honor de “sostener, proteger y defender la Constitución de los Estados Unidos al máximo de sus facultades”.

Lo cierto es vienen años complejos para la política norteamericana, pero Estados Unidos y sus instituciones republicanas y democráticas sanarán. La solidez del sistema político y sus normas permanecerá vigente mientras los eternos vigilantes de la libertad, sus ciudadanos, sigan atentos ante estas amenazas.