*Este artículo fue originalmente publicado en el Instituto Fé y Libertad: https://feylibertad.org/2020/
En el 2015 los guatemaltecos salieron masivamente a manifestar a las plazas del país pidiendo que se terminara con los altos índices de corrupción e impunidad. Los ciudadanos expresaron su cansancio de ver cómo, de forma cínica y descarada, los políticos de aquel entonces se robaban nuestros impuestos y se hacían millonarios de la noche a la mañana. Fue un momento histórico para el país que nos colocó en las portadas de todo el mundo.
Pero aquel descontento ciudadano descarriló en una fuerte polarización social y el sistema quedó intacto, para que estuviera de nuevo al servicio de la corrupción.
En las últimas semanas fuimos testigos de nuevas protestas que rechazaron el mal manejo de los recursos públicos. Aun cuando no hay estimaciones del número de asistentes, en la primera y más “exitosa” manifestación, la plaza central se llenó al 50%, y también hubo manifestaciones en ciertas cabeceras departamentales como Quetzaltenango, Antigua Guatemala y Huehuetenango, algo que no veíamos desde hacía cinco años. Eso tomando en cuenta que la pandemia pudo desanimar a muchos ciudadanos a asistir a estas manifestaciones.
La mayor parte de la protesta del 21 de noviembre fue pacífica y transcurrió sin incidentes. Pero en esta ocasión, vimos dos elementos que no sucedieron en 2015. Por una parte, un grupo minoritario de manifestantes violentos que prendieron fuego al Congreso y provocaron caos; y por otra, un grupo de policías que se dedicaron a golpear y reprimir a algunos manifestantes pacíficos que no tuvieron nada que ver con la quema del Congreso. La contradicción de la policía es que dejaron quemar el Congreso, pero luego atacaron a manifestantes pacíficos. Del total de 33 personas detenidas por la PNC en la primera protesta, 32 fueron dejadas libres por falta de mérito. Se debe investigar lo sucedido ese día y deducir responsabilidades, tanto para los manifestantes violentos, como para los policías que actuaron con brutalidad.
Estos eventos deben hacernos reflexionar profundamente sobre el sistema que impera en este país. Guatemala se encuentra entre los seis países con peor Estado de Derecho en América Latina, junto con México, Honduras, Nicaragua, Bolivia y Venezuela. ¿Qué tienen en común estos países? Son países con altos niveles de pobreza, poco desarrollo humano y democracias corroídas. Según el Democracy Index de The Economist, Venezuela y Nicaragua son regímenes autoritarios; Guatemala, Honduras y Bolivia son regímenes híbridos (entre democracia y autoritarismo) y México es considerado una democracia defectuosa (aunque con una calificación que lo acerca al régimen híbrido). Además, todos estos países tienen alta penetración del narcotráfico. ¿Podría caer Guatemala en la situación de Nicaragua o Venezuela, y convertirse en un régimen abiertamente autoritario?
Estar en este club de países en donde básicamente impera la ley del más fuerte y el poder político tiene una alta discrecionalidad para cometer actos de corrupción nos aleja más del sueño preciado del crecimiento económico y la prosperidad. La inversión extranjera se aleja de países en donde el Estado de Derecho es precario y en Guatemala, cada vez vienen menos recursos del exterior a invertir por la falta de institucionalidad (y también por décadas de políticas públicas erróneas). En 2013 se recibieron $1,479.3 millones en inversión extranjera y en 2019 apenas se recibieron $998 millones.
Guatemala no puede apostar por seguir con el actual Sistema de Justicia y de partidos políticos. Nuestro subdesarrollo económico y social se debe a que hemos sido incapaces de construir una institucionalidad fuerte, que brinde certeza jurídica, respecto a la propiedad privada y a los derechos individuales, y que ponga límites al ejercicio de poder, a través de un Sistema de Justicia independiente (aislado de cualquier presión criminal, política o ideológica) que castigue los actos de corrupción.
Continuar con el sistema actual solo tiene dos destinos. El primero es continuar un proceso de decadencia institucional que abrirá más espacios de poder a la corrupción, el narcotráfico y el crimen organizado. Esto significará que las empresas serias querrán dejar el país y vendrá menos inversión extranjera. O bien, la desesperación de las personas y la indignación por el sistema político darán paso a movimientos populistas extremos, que podrían conducirnos a escenarios caóticos.
¿Cómo lograr cambios institucionales en un escenario tan complejo? A través de la presión ciudadana responsable, que de forma pacífica, pero constante y contundente, le recuerde a la clase política que debe asumir su responsabilidad. Los tanques de pensamiento y las organizaciones de sociedad civil deben proponer y discutir cambios estratégicos al sistema. No se trata de convocar a una Asamblea Nacional Constituyente o querer cambiar por completo la Constitución. Ese planteamiento no nos llevará a puerto seguro. Los cambios deben ir concentrados en el Sistema Justicia, para garantizar la independencia de las Cortes del país. Un cambio fundamental, por ejemplo, es que no se renueven las cortes por completo cada cuatro años. Deben elegirse de forma escalonada y por un período más largo, para evitar que un grupo político tome control absoluto.
Pero la discusión debe ser madura y responsable. Hay grupos que quieren promover agendas que no tienen nada que ver con el tema de corrupción o impunidad, sino con temas ideológicos que claramente traerán discordia y división. No está en discusión si debemos nacionalizar la energía eléctrica, subir impuestos o hacer una reforma agraria. El tema fundamental es cómo construir un Sistema de Justicia independiente que nos brinde un Estado con funcionarios públicos que estén sujetos a sistemas de control más efectivos, con lo cual se reduciría la corrupción y la impunidad.
El reto que tenemos es muy grande. Hay sectores interesados en sacar provecho del descontento ciudadano para promover sus propias agendas. Pero también es cierto que jugar a la estrategia del inmovilismo tiene grandes riesgos para el país. Debemos asumir la responsabilidad que nos corresponde como sociedad en estos momentos. El inmovilismo no es opción.