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Más de un siglo siendo un dolor de cabeza
113
Directora del área de Estudios Latinoamericanos de la Fundación Libertad y Desarrollo. Es licenciada en Historia egresada de la Universidad Central de Venezuela.
28 Jul 2020

Muchos sostienen hoy en día que la región centroamericana se ha convertido en una molestia para nuestros vecinos desarrollados del norte por los problemas de narcotráfico y migración ilegal. Sin embargo, la preocupación de los Estados Unidos por la región del istmo no es nueva y data, por lo menos, de hace más de un siglo.

 

A inicios del siglo XX, la política exterior estadounidense dio un viraje prácticamente inédito desde su independencia y sus inicios republicanos con la llamada “Doctrina Monroe”, que básicamente defendía el aislacionismo y la neutralidad en sus relaciones internacionales. Esta política exterior funcionó (con excepciones) durante prácticamente todo el siglo XIX, pero gracias a la segunda revolución industrial y a la consolidación de la expansión al oeste, Estados Unidos se terminó de establecer como una potencia emergente en el concierto de naciones y viejos imperios europeos que dominaron el mundo hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial.

La agresiva diplomacia de Theodore Roosevelt permitió, en 1903, el acuerdo sobre la construcción del Canal de Panamá, que significó para Estados Unidos alcanzar una importancia comercial y estratégica y una ventaja económica sobre el resto de potencias[1]. De manera que el contexto histórico de este período es la llamada “política del garrote”, propuesta en el “Corolario Roosevelt”, y elaborada por el 26º presidente de los Estados Unidos durante su discurso del Estado de la Unión en 1904, y que era básicamente una enmienda a la Doctrina Monroe, pues proponía que los territorios de América Latina y el Caribe, formaban parte del área de interés de los Estados Unidos[2].

En este contexto, Centroamérica vivía un período de gran inestabilidad política, producto de las constantes rebeliones armadas y golpes de Estado de caudillos de todo signo que deponían y erigían presidencias efímeras a lo interno de los países. Pero también, entre las propias naciones del istmo, ocurrieron enfrentamientos armados como la incursión del presidente salvadoreño Tomás Regalado en Guatemala en 1906 denominada “Guerra del Totoposte”[3] que fue disuadida exitosamente por el régimen de Manuel Estrada Cabrera. O el derrocamiento del presidente hondureño Manuel Bonilla, movimiento que fue apoyado logística, humana y financieramente por el presidente de Nicaragua, José Santos Zelaya, en 1907.  

En un intento por apaciguar a la región centroamericana y procurar cierta gobernabilidad,  se llevaron a cabo los pactos de Washington de 1907, a través del Sistema de convivencia e integración de los países centroamericanos (propiciados también por México), que comprometieron a Centroamérica a una serie de medidas para preservar la paz en la región.

Desde ese entonces, puede afirmarse que la inestabilidad política y el caos de la vecindad centroamericana constituyen una preocupación para el país del norte. Los logros más importantes de la Conferencia de Washington de 1907[4] fueron, en primer orden, la creación de la Corte de Justicia Centroamericana, y en menor orden, el compromiso de las naciones centroamericanas que, a través del Tratado General de Paz y Amistad, acordaron no reconocer gobiernos surgidos de golpes o revoluciones. Y finalmente, la creación del Instituto Pedagógico de Centroamérica para dar formación a los maestros de la región.

A pesar de que estos mecanismos no fueron del todo operantes, muchos historiadores sostienen que marcaron el fin de las guerras intestinas entre las naciones del istmo[5]. Adicionalmente, aunque el compromiso de 1907 también incluyó cláusulas para evitar las reelecciones y lograr la instauración de gobiernos electos democráticamente, eso no evitó que en Guatemala, por ejemplo, se estableciera una de las tiranías más largas de su historia republicana como lo fue la de Manuel Estrada Cabrera que pudo perpetuarse sin mayores problemas en el poder hasta su derrocamiento en 1920.

Como era de esperarse con este tipo de “recetas” institucionales impuestas desde afuera, a partir de 1914, este sistema de integración entró en crisis y en 1923 se hizo una revisión al Tratado General de Paz y Amistad[6], donde se mantenían las cláusulas principales, pero no se estimuló un compromiso fuerte y sincero por parte de las naciones centroamericanas para cumplirlas, es decir, no se subsanó la debilidad del sistema para efectuar los acuerdos en la práctica, lo que la llevó inexorablemente a su extinción.

Posteriormente ha habido otros intentos de los Estados Unidos en subsanar los problemas institucionales de la región centroamericana, como por ejemplo la “Alianza para el Progreso” (ALPRO) durante el gobierno de John F. Kennedy a inicios de los sesenta, como un intento de contrarrestar la influencia de la Revolución Cubana en la región. Y, por supuesto, en la década de los ochentas durante la administración de Ronald Reagan la llamada “Iniciativa de la Cuenca Caribe” y el célebre “Informe Kissinger” que se planteaban objetivos aún más ambiciosos como la integración de las economías regionales al mercado norteamericano, así como una agenda global hacia Centroamérica que contara con el consenso político estadounidense que frenara la violencia política en el istmo producto de los conflictos armados[7].

En el presente muchos creen que el hecho de que la migración ilegal pasó a ser un tema central de la política interna de los Estados Unidos en los últimos años y que varios políticos latinoamericanos como Ricardo Martinelli, Mario Estrada, Manuel Baldizón, Genaro García Luna, Alejandro Toledo, Diosdado Cabello, entre otros; sean sancionados, solicitados, aprehendidos y procesados por la justicia estadounidense (al igual que sus testaferros y familiares implicados en corrupción y narcotráfico); significa un signo unívoco de una intención del país del norte por “sanear” las instituciones y los sistemas políticos latinoamericanos, pero lamentablemente, caen en un inmenso error y en una incompresión histórica.

Si no hay una intención concertada por parte de nuestras propias élites latinoamericanas en apegarse a una agenda de reforma institucional que garantice la independencia judicial, el fortalecimiento del Estado de derecho y (parece mentira que aún haya que decirlo) el respeto a las reglas del juego democráticas, no habrá salida posible al subdesarrollo.

Los grandes cambios históricos raras veces vienen dados por designios o por imposiciones top-down de agentes externos, sino por un cambio en las condiciones sociales y materiales que definen el espíritu de un tiempo.

¿Seremos capaces los latinoamericanos de este generación de asumir el reto de transformar nuestras instituciones o seguiremos esperando que vengan otros a ordenarnos la casa?


[1] Pérez Brignoli, Héctor. Breve historia de Centroamérica. Madrid. Alianza Editorial. 1990. Pp. 253-254

[2] El interés de los EEUU por América Latina y el Caribe no tuvo que ver exclusivamente con el Canal de Panamá, sino también con la Guerra de Independencia de Cuba frente a España (1895-1898) y el Bloqueo Naval a Venezuela por potencias europeas en 1902-1903. De manera que también era una forma de “impedir” la hegemonía europea en esta parte del hemisferio.

[3] Luján Muñoz, Jorge. Breve historia contemporánea de Guatemala. Guatemala. Fondo de Cultura Económica. 2018. Pp. 177

[4] “Conferencia de la Paz Centroamericana. 1907” https://www.sica.int/cdoc/publicaciones/union/con_20121907.pdf

[5] Luján Muñoz, Jorge. Ídem. [Sin embargo, habría que tomar en cuenta la llamada "Guerra del Fútbol" entre El Salvador y Honduras en 1969, que duró 4 días].

[6] “Las Convenciones de Washington. Tratado de Paz y Amistad. Aprobado el 3 de marzo de 1923” https://www.sica.int/cdoc/publicaciones/union/pac_28051927.pdf

[7] Pérez Brignoli, Héctor. Ob Cit. Pp. 160

A Court Contrary to Power
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
27 Jul 2020

El pecado de la actual magistratura constitucional

En reiteradas ocasiones, he sostenido la hipótesis que a lo largo de la historia reciente, Guatemala ha sido un país sin la institucionalidad necesaria para canalizar y resolver conflictos por la vía política. Esta falencia genera la necesidad de un “árbitro de última instancia”: un actor que juega el rol de mediador, filtro político, garante del orden y salvaguarda final del sistema. Hasta 1993, ese rol lo jugó el Ejército. Pero con la transición democrática, dicha función se trasladó gradualmente a la Corte de Constitucionalidad (CC).

No obstante, con el paso de los años, y ante la incapacidad de las élites de apostar por el fortalecimiento de la institucionalidad, la función pretoriana de un “arbitro de última instancia” sólo se ha profundizado.

Por ello, fácilmente podemos reseñar como, desde 1993 a la fecha, pero particularmente, a partir de desde 2001, la CC ha estado en el epicentro de todos los procesos y momentos políticos más relevantes del país. Desde discusiones sobre inscripciones de candidatos electorales, procesos de elección de funcionarios de segundo grado (magistrados, contralor, Fiscal General), pasando por discusiones de reformas tributarias, la aplicación de convenios internacionales en materia de derechos humanos, procesos de antejuicio, la prohibición para comercializar cachinflines, hasta casos penales de alto impacto, en todos, la Corte de Constitucionalidad ha sido el árbitro final del conflicto político en el país.

Argumentar que existe una “extralimitación” de parte de la CC resulta discordante a la luz de la experiencia reciente; y más si se considera que desde el diseño del ordenamiento político vigente se dejó en claro que “No hay ámbito que no sea susceptible de amparo” (Art. 265 de la Constitución). A ello sumemos que entre 2009 y 2010 (hace dos magistraturas), la CC amplió la legitimación activa para presentar acciones de control de constitucionalidad contra los actos de la administración pública.

Vale la pena preguntarse, ¿qué ha cambiado de 2016 a la fecha? ¿Por qué tanta animadversión hacia la actual magistratura constitucional?

Sencillo. Lo que ha cambiado ha sido el balance de fuerzas. Durante décadas, los fallos de la Corte de Constitucionalidad en aquellos casos de trascendencia política se alineaban más con la visión e intereses de los estamentos político, económico y militar. En 2003, la CC se alineó con el poder político de turno y ordenó la inscripción de Efraín Ríos Montt como candidato presidencial. En 2007, suspendió la extradición de autoridades militares señaladas de violaciones a los Derechos Humanos, reclamadas por España bajo el principio de la “jurisdicción universal”. En 2011, la CC acuerpó la posición de una gran parte del sector privado y ordenó no inscribir a Sandra Torres como aspirante a la presidencia. En 2013, acogió las demandas de actores privados y militares, y anuló el juicio por Genocidio contra Efraín Ríos Montt. A lo largo de los años, la Corte ha anulado reformas tributarias o se ha convertido en un contrapeso ante interpretaciones discrecionales de la administración tributaria en casos fiscales.

Por estos, y otros casos más, es que a la CC se le ha considerado como una salvaguarda final del sistema.

No obstante, en un proceso que aún debe estudiarse, la designación de magistrados del 2016 arrojó un resultado atípico: La integración de Corte con una mayoría que no necesariamente resultaba afín a los actores de poder. Esta es quizá, la primera Corte de Constitucionalidad con una mayoría “Contra-Poder”.

Esta dinámica se ha materializado en los casos relacionados con la aplicación del Convenio 169 de la OIT; las resoluciones que obligan a repetir las designaciones de gobernadores durante la administración Morales; las suspensiones de actuaciones legislativas del Congreso en relación con las reformas al Código Penal del 2017, la Ley de Aceptación de Cargos en 2019 o la Ley de ONG’s del 2020; los casos sobre decisiones de política exterior en la crisis Gobierno-CICIG entre 2017 y 2019; y las resoluciones que han anulado y reconducido el proceso de elección de magistrados Apelaciones y CSJ a lo largo del último año. En todos, la CC ha resuelto en contra de la visión imperante de grupos de poder.

Ese es el pecado capital de la actual magistratura. La función pretoriana sigue siendo la misma de los últimos 25 años. La amplitud del marco de actuación, también. Lo que ha cambiado ha sido el sentido de las resoluciones. De ser suplementos del poder, la Corte es hoy un órgano “contra-poder”.

Una corte contraria al poder
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
27 Jul 2020

El pecado de la actual magistratura constitucional

En reiteradas ocasiones, he sostenido la hipótesis que a lo largo de la historia reciente, Guatemala ha sido un país sin la institucionalidad necesaria para canalizar y resolver conflictos por la vía política. Esta falencia genera la necesidad de un “árbitro de última instancia”: un actor que juega el rol de mediador, filtro político, garante del orden y salvaguarda final del sistema. Hasta 1993, ese rol lo jugó el Ejército. Pero con la transición democrática, dicha función se trasladó gradualmente a la Corte de Constitucionalidad (CC).

No obstante, con el paso de los años, y ante la incapacidad de las élites de apostar por el fortalecimiento de la institucionalidad, la función pretoriana de un “arbitro de última instancia” sólo se ha profundizado.

Por ello, fácilmente podemos reseñar como, desde 1993 a la fecha, pero particularmente, a partir de desde 2001, la CC ha estado en el epicentro de todos los procesos y momentos políticos más relevantes del país. Desde discusiones sobre inscripciones de candidatos electorales, procesos de elección de funcionarios de segundo grado (magistrados, contralor, Fiscal General), pasando por discusiones de reformas tributarias, la aplicación de convenios internacionales en materia de derechos humanos, procesos de antejuicio, la prohibición para comercializar cachinflines, hasta casos penales de alto impacto, en todos, la Corte de Constitucionalidad ha sido el árbitro final del conflicto político en el país.

Argumentar que existe una “extralimitación” de parte de la CC resulta discordante a la luz de la experiencia reciente; y más si se considera que desde el diseño del ordenamiento político vigente se dejó en claro que “No hay ámbito que no sea susceptible de amparo” (Art. 265 de la Constitución). A ello sumemos que entre 2009 y 2010 (hace dos magistraturas), la CC amplió la legitimación activa para presentar acciones de control de constitucionalidad contra los actos de la administración pública.

Vale la pena preguntarse, ¿qué ha cambiado de 2016 a la fecha? ¿Por qué tanta animadversión hacia la actual magistratura constitucional?

Sencillo. Lo que ha cambiado ha sido el balance de fuerzas. Durante décadas, los fallos de la Corte de Constitucionalidad en aquellos casos de trascendencia política se alineaban más con la visión e intereses de los estamentos político, económico y militar. En 2003, la CC se alineó con el poder político de turno y ordenó la inscripción de Efraín Ríos Montt como candidato presidencial. En 2007, suspendió la extradición de autoridades militares señaladas de violaciones a los Derechos Humanos, reclamadas por España bajo el principio de la “jurisdicción universal”. En 2011, la CC acuerpó la posición de una gran parte del sector privado y ordenó no inscribir a Sandra Torres como aspirante a la presidencia. En 2013, acogió las demandas de actores privados y militares, y anuló el juicio por Genocidio contra Efraín Ríos Montt. A lo largo de los años, la Corte ha anulado reformas tributarias o se ha convertido en un contrapeso ante interpretaciones discrecionales de la administración tributaria en casos fiscales.

Por estos, y otros casos más, es que a la CC se le ha considerado como una salvaguarda final del sistema.

No obstante, en un proceso que aún debe estudiarse, la designación de magistrados del 2016 arrojó un resultado atípico: La integración de Corte con una mayoría que no necesariamente resultaba afín a los actores de poder. Esta es quizá, la primera Corte de Constitucionalidad con una mayoría “Contra-Poder”.

Esta dinámica se ha materializado en los casos relacionados con la aplicación del Convenio 169 de la OIT; las resoluciones que obligan a repetir las designaciones de gobernadores durante la administración Morales; las suspensiones de actuaciones legislativas del Congreso en relación con las reformas al Código Penal del 2017, la Ley de Aceptación de Cargos en 2019 o la Ley de ONG’s del 2020; los casos sobre decisiones de política exterior en la crisis Gobierno-CICIG entre 2017 y 2019; y las resoluciones que han anulado y reconducido el proceso de elección de magistrados Apelaciones y CSJ a lo largo del último año. En todos, la CC ha resuelto en contra de la visión imperante de grupos de poder.

Ese es el pecado capital de la actual magistratura. La función pretoriana sigue siendo la misma de los últimos 25 años. La amplitud del marco de actuación, también. Lo que ha cambiado ha sido el sentido de las resoluciones. De ser suplementos del poder, la Corte es hoy un órgano “contra-poder”.

An Important Constitutional Court Ruling
28
Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
27 Jul 2020

El pasado viernes, 24 de julio, la CC resolvió en sentencia (expedientes acumulados 2187, 2189 y 2190-2020) el caso referente a la denuncia que se había planteado contra cuatro magistrados de la CC y que expliqué a detalle en otra entrada el 29 de junio.

La sentencia consta de 105 páginas en total. Quizás la Corte pudo resolver la cuestión en un espacio menor a considerar los temas centrales del conflicto. Las dos tesis que fundan la sentencia son: la independencia judicial del tribunal constitucional y la garantía del juez natural.

Primer punto: la independencia judicial

Sobre el primer punto ha corrido mucha tinta. Quizá las explicaciones ofrecidas hace días por los juristas Eduardo Mayora y Gabriel Orellana sean más didácticas que lo expresado en la CC.

En síntesis, lo resuelto por la CC se resume en que este tribunal tiene a su cargo la defensa del orden constitucional y en consecuencia es el intérprete último de esta. Por lo tanto, es inviable su enjuiciamiento por el mero criterio expresado en sus resoluciones. Al fin y al cabo, ¿quién habrá de conocer el caso y “determinar” el criterio vertido por el último intérprete constitucional se “adecuado” o no? ¿Un juez penal? Naturalmente, no.

Dicho esto, la CC recalca la jurisprudencia en materia de que, por las opiniones expresadas en las sentencias o resoluciones, no pueden ser perseguidos los magistrados de la CC. Esto parte de la interpretación que se ha hecho del artículo 167 de la Ley de Amparo, Exhibición Personal y de Constitucionalidad (LAEPC). Sobre el particular ya se ha formado doctrina legal y hace más de un año lo abordé en este espacio.

Ciertamente nuestra Constitución establece (artículo 165, h) que corresponde al Congreso retirar la inmunidad, entre otros, a los magistrados de la CC. Tal momento se da cuando la Corte Suprema de Justicia remita la denuncia que motive abrir un expediente de antejuicio contra los magistrados de la CC.

Sin embargo, por desarrollo jurisprudencial (a partir de los expedientes 2041-2003, 1188-2003 y 634-2005) la Corte Suprema debe rechazar las denuncias infundadas.  Eso debió hacer en el presente caso, pero no fue así. De modo que el acto de remitir esta denuncia al Congreso fue arbitrario por las razones expuestas.

La Corte de Constitucionalidad no dedica espacio a su sentencia a explicar (o justificar) su intervención teniendo en cuenta que los magistrados de este tribunal tienen un interés directo en la causa. No es la primera vez que tal situación ocurre.

El primer precedente en la materia lo constituye el expediente 313-1995 donde se denunció a los magistrados titulares y suplentes de la CC y finalmente un amparo promovido por un magistrado (Mynor Pinto) del mismo tribunal y resuelto por el mismo tribunal acabó enterrando la cuestión (fue el prmier “autoamparo”, como le llaman algunos).

Es claro que no existe otro tribunal competente para conocer un amparo contra un acto arbitrario de la Corte Suprema de Justicia. Podía haberse abordado la doctrina de la necesidad como se expuso en otro espacio o desarrollar algún hilo argumentativo al respecto, pero la Corte no lo hizo.

Segundo punto: la integración de la CSJ en el caso concreto

El segundo punto, referente a la garantía de juez natural, se relaciona con la forma irregular con la que se integró la CSJ al conocer el expediente en discusión. Resulta que los 12 magistrados titulares de la CSJ (son 13, pero por el caso Blanca Stalling actualmente solo hay 12) se inhibieron.

La Ley del Organismo Judicial, en su artículo 77 establece que en ese caso “serán llamados a integrarla [CSJ] los Presidentes de las Salas de Apelaciones o Tribunales de similar categoría, principiando con los establecidos en la capital de la República en su orden numérico; en su defecto, los vocales de dichos tribunales y por último, a los suplentes de éstos”.

Al leer la resolución de la Corte Suprema de Justicia se puede notar que el proceso no se respetó. En la capital hay 27 salas de Corte de Apelaciones, de modo que tuvo que llamarse a los 27 presidentes de estas salas y, en caso de su inhibitoria, llamar a los de la provincia.

Sin embargo, en el expediente del antejuicio no hay prueba de que tal cosa hubiere sucedido. La Corte se integró con magistrados de salas de la provincia irrespetando el proceso señalado en la ley. Una ilegalidad bastante burda.

Conclusión

Lo anterior resume de la forma más breve posible la cuestión jurídica. Pero el caso tiene implicaciones políticas, ya que esto trae como consecuencia que todo lo actuado desde que la Corte Suprema de Justicia remitiera el antejuicio al Congreso sea inválido. De este modo, el conflicto entre el Congreso y la CC debería bajar de decibeles.

Existe la posibilidad de que algunas voces irresponsablemente que clamen por desobedecer lo resuelto por la CC. Ya hemos pasado por ahí en tiempos recientes. Los clásicos argumentos formalistas decionómicos sugieren algunas lecturas para ir en esta vía.

Por el bien del país, esperemos que la cuestión quede zanjada como razonablemente lo hace la sentencia de la CC y que la atención vuelva a la elección de magistrados de Corte Suprema de Justicia y de Cortes de Apelaciones que deben ser prioridad en estos momentos.

Una importante sentencia del tribunal constitucional
28
Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
27 Jul 2020

El pasado viernes, 24 de julio, la CC resolvió en sentencia (expedientes acumulados 2187, 2189 y 2190-2020) el caso referente a la denuncia que se había planteado contra cuatro magistrados de la CC y que expliqué a detalle en otra entrada el 29 de junio.

La sentencia consta de 105 páginas en total. Quizás la Corte pudo resolver la cuestión en un espacio menor a considerar los temas centrales del conflicto. Las dos tesis que fundan la sentencia son: la independencia judicial del tribunal constitucional y la garantía del juez natural.

Primer punto: la independencia judicial

Sobre el primer punto ha corrido mucha tinta. Quizá las explicaciones ofrecidas hace días por los juristas Eduardo Mayora y Gabriel Orellana sean más didácticas que lo expresado en la CC.

En síntesis, lo resuelto por la CC se resume en que este tribunal tiene a su cargo la defensa del orden constitucional y en consecuencia es el intérprete último de esta. Por lo tanto, es inviable su enjuiciamiento por el mero criterio expresado en sus resoluciones. Al fin y al cabo, ¿quién habrá de conocer el caso y “determinar” el criterio vertido por el último intérprete constitucional se “adecuado” o no? ¿Un juez penal? Naturalmente, no.

Dicho esto, la CC recalca la jurisprudencia en materia de que, por las opiniones expresadas en las sentencias o resoluciones, no pueden ser perseguidos los magistrados de la CC. Esto parte de la interpretación que se ha hecho del artículo 167 de la Ley de Amparo, Exhibición Personal y de Constitucionalidad (LAEPC). Sobre el particular ya se ha formado doctrina legal y hace más de un año lo abordé en este espacio.

Ciertamente nuestra Constitución establece (artículo 165, h) que corresponde al Congreso retirar la inmunidad, entre otros, a los magistrados de la CC. Tal momento se da cuando la Corte Suprema de Justicia remita la denuncia que motive abrir un expediente de antejuicio contra los magistrados de la CC.

Sin embargo, por desarrollo jurisprudencial (a partir de los expedientes 2041-2003, 1188-2003 y 634-2005) la Corte Suprema debe rechazar las denuncias infundadas.  Eso debió hacer en el presente caso, pero no fue así. De modo que el acto de remitir esta denuncia al Congreso fue arbitrario por las razones expuestas.

La Corte de Constitucionalidad no dedica espacio a su sentencia a explicar (o justificar) su intervención teniendo en cuenta que los magistrados de este tribunal tienen un interés directo en la causa. No es la primera vez que tal situación ocurre.

El primer precedente en la materia lo constituye el expediente 313-1995 donde se denunció a los magistrados titulares y suplentes de la CC y finalmente un amparo promovido por un magistrado (Mynor Pinto) del mismo tribunal y resuelto por el mismo tribunal acabó enterrando la cuestión (fue el prmier “autoamparo”, como le llaman algunos).

Es claro que no existe otro tribunal competente para conocer un amparo contra un acto arbitrario de la Corte Suprema de Justicia. Podía haberse abordado la doctrina de la necesidad como se expuso en otro espacio o desarrollar algún hilo argumentativo al respecto, pero la Corte no lo hizo.

Segundo punto: la integración de la CSJ en el caso concreto

El segundo punto, referente a la garantía de juez natural, se relaciona con la forma irregular con la que se integró la CSJ al conocer el expediente en discusión. Resulta que los 12 magistrados titulares de la CSJ (son 13, pero por el caso Blanca Stalling actualmente solo hay 12) se inhibieron.

La Ley del Organismo Judicial, en su artículo 77 establece que en ese caso “serán llamados a integrarla [CSJ] los Presidentes de las Salas de Apelaciones o Tribunales de similar categoría, principiando con los establecidos en la capital de la República en su orden numérico; en su defecto, los vocales de dichos tribunales y por último, a los suplentes de éstos”.

Al leer la resolución de la Corte Suprema de Justicia se puede notar que el proceso no se respetó. En la capital hay 27 salas de Corte de Apelaciones, de modo que tuvo que llamarse a los 27 presidentes de estas salas y, en caso de su inhibitoria, llamar a los de la provincia.

Sin embargo, en el expediente del antejuicio no hay prueba de que tal cosa hubiere sucedido. La Corte se integró con magistrados de salas de la provincia irrespetando el proceso señalado en la ley. Una ilegalidad bastante burda.

Conclusión

Lo anterior resume de la forma más breve posible la cuestión jurídica. Pero el caso tiene implicaciones políticas, ya que esto trae como consecuencia que todo lo actuado desde que la Corte Suprema de Justicia remitiera el antejuicio al Congreso sea inválido. De este modo, el conflicto entre el Congreso y la CC debería bajar de decibeles.

Existe la posibilidad de que algunas voces irresponsablemente que clamen por desobedecer lo resuelto por la CC. Ya hemos pasado por ahí en tiempos recientes. Los clásicos argumentos formalistas decionómicos sugieren algunas lecturas para ir en esta vía.

Por el bien del país, esperemos que la cuestión quede zanjada como razonablemente lo hace la sentencia de la CC y que la atención vuelva a la elección de magistrados de Corte Suprema de Justicia y de Cortes de Apelaciones que deben ser prioridad en estos momentos.

Tendencias regionales de Covid-19
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
21 Jul 2020

Una comparación entre pares centroamericanos

Un análisis comparativo entre los países centroamericanos permite evaluar el comportamiento de la pandemia entre los pares de la región, e identificar las fortalezas y los retos de cada Estado.

Desde el inicio de la pandemia, Honduras ha sido el país más golpeado por el Covid-19 en Centroamérica, al tener el número más alto de “casos totales por millón de habitantes”. Mientras Honduras presenta una tasa de 3,416 casos por millón de habitantes, Costa Rica se encuentra en 2,181, Guatemala en 2,158 y El Salvador en 1,896 casos por millón.

El caso costarricense es interesante. Mientras el país tico logró controlar la velocidad de la pandemia desde finales de abril, y mantuvo una tendencia de pocos casos entre mayo y junio, a partir del 1 de julio, la situación de Costa Rica se ha tornado más compleja. El número de casos y de fallecidos se ha cuatriplicado en los últimos 20 días, y presenta ya la segunda tasa más alta de casos totales por millón de habitantes en la región.

Costa Rica vive entonces lo que podríamos llamar la “segunda ola” de contagios. Y esta segunda ola, muestra una tendencia mucho más acelerada y letal que la primera

No obstante, el éxito de Costa Rica radica en la tasa de fatalidad (relación de fallecidos por número de casos). Mientras la tasa de fatalidad de Costa Rica se encuentra en 0.56%, Honduras presenta una tasa de fatalidad de 2.66%; El Salvador tiene una tasa de fatalidad de 2.90% y Guatemala de 3.84%. Guatemala es el país con mayor relación de fallecidos por número de casos totales. Y lo que resulta más alarmante, es que prácticamente desde mediados de junio, la tasa de fatalidad se encuentra entorno al 4%, siendo la más alta de la región.

Honduras, en cambio, logró mejorar su relación de fallecidos sobre casos conforme avanzó la pandemia. Entre marzo y junio, los catrachos mantuvieron una tasa de fatalidad por encima del 4%, llegando a un alarmante 6% hacia finales de mayo. No obstante, desde mediados de junio a la fecha, Honduras ha logrado mantener una tendencia a la baja de su tasa de fatalidad. Esto, en términos prácticos, implica que aún si el número de nuevos casos sigue creciendo, estos casos no se están traduciendo en fallecidos con la misma velocidad que ocurrió hacia el inicio de la pandemia. 

El Salvador es un caso interesante, dado que es el país con mayor estabilidad en sus números. Dado el incremento de casos recientes en Costa Rica, El Salvador se ha convertido en el país centroamericano con la tasa más baja de casos por millón de habitantes, al tiempo que es el país que más testeos realiza, con una tasa de 30,800 pruebas por millón de habitantes (ningún otro país centroamericano, ni la misma Costa Rica, tiene una tasa de más de 8,000 pruebas por millón de habitantes). El Salvador también ha estabilizado su tasa de fatalidad en el tiempo. Y aunque mantiene una tendencia creciente en el número de nuevos casos diarios por millón de habitantes, es el país centroamericano con la tendencia de nuevos casos más baja durante los últimos 20 días.

Si se pregunta por qué no se ha mencionado a Nicaragua hasta ahora. Sencillo, los datos nicaragüenses presentan demasiadas inconsistencias en cuanto a la periodicidad de reportes como para tomarlos como fuente de referencia. Aunque, vale la pena señalar, que conforme los días han pasado, los datos oficiales del Gobierno de Ortega se asemejan cada vez más a las mediciones independientes que realizan grupos de sociedad civil -como el Observatorio Ciudadano- lo que podría indicar que poco a poco esos datos quizá se tornan un poco más certeros. Aunque de momento, la duda permanece.

On Right Wing Politics
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
13 Jul 2020

La derecha no es única ni existe un monopolio discursivo...

No. Apoyar la lucha contra la corrupción, o en su momento, a la CICIG, no es una categoría para diferenciar a la “derecha” de la “izquierda”. Tampoco es decir que la Corte de Constitucionalidad se extralimitó en su auto-amparo. Ni si quiera el debate de si las cortes deben ser electas ya o si el Congreso es soberano para definir el procedimiento para elección de las altas cortes.

Por si fuera poco, la dicotomía “fachos” y “chairos” sólo ha servido para banalizar aún más una discusión que de por sí ya era superficial y falta de argumentos. Tampoco se puede plantear la dicotomía desde términos personalistas. Ser de derecha no es estar de acuerdo con Felipe Alejos o Roberto Arzú; como ser de izquierda no es estar de acuerdo con CODECA o Mario Roberto Morales.

Créanme. Es un poquito más complicado que eso. 

La “derecha” ni siquiera es una categoría ideológica única. Dentro del concepto caben conservadores tradicionalistas, conservadores liberales, liberales clásicos, libertarios, anarco-capitalistas, liberales sociales, ordo-liberales, demócratas-cristianos o social-cristianos. Y aquí me limito a enlistar familias de ideologías políticas. Si agregamos las escuelas económicas, las permutaciones se vuelven infinitas.

Tampoco es una categoría sobre valores generales. Por ejemplo, los conservadores tienden a ser más organicistas que individualistas. Los liberales son individualistas ante todo. Los liberales-sociales han matizado el individualismo absoluto con el interés por el colectivo. Mientras que los demócratas-cristianos tratan de encontrar el balance entre el individuo y la sociedad.

La creencia en el mercado es quizá una característica común; pero tampoco es absoluta. Algunos conservadores creen que antes de libertad de mercado es mejor un poco de mercantilismo, es decir, protección del Estado de sectores estratégicos. Los liberales clásicos, los libertarios y anarco-capitalistas creen en el absolutismo de mercado y propugnan un sistema económico donde las regulaciones sean mínimas o inexistentes. Los ordo-liberales creen en el mercado, pero con regulaciones para corregir sus falencias, entre ellas, la promoción activa de la competencia o la prestación estatal de algunos servicios públicos. Mientras que los demócratas-cristianos matizan el absolutismo de mercado con conceptos como la solidaridad o subsidiariedad, que se traducen en sistemas fiscales más agresivos.

Los conservadores y liberales chocan en la dicotomía entre orden y libertad; mientras los primeros creen en el orden primero y libertad después, los segundos -en cambio- están dispuestos a sacrificar un poco de orden por el valor supremo de la libertad. Para muestra, la disyuntiva que mejor evidencia esta diferencia es la seguridad en los aeropuertos después del 11 de septiembre. Quienes creían que las medidas de revisión y registro de pasajeros eran muy invasivas, probablemente respondían a valores más liberales; quienes em cambio creían que las medidas eran necesarias para garantizar la seguridad, probablemente respondían a valores más conservadores de orden.

La influencia de los valores religiosos también es otra fuente de dicotomía. El conservadurismo y el demo-cristianismo tienen como base filosófica una fuerte raíz religiosa, aunque también con diferentes grados y matices. Los liberales, en cambio, propugnan el laicismo y la libertad religiosa como valor supremo.

Y luego, no podemos obviar que derechas e izquierdas están muy relacionadas con las condiciones contextuales propias del lugar. Por ejemplo, en los países musulmanes, donde el radicalismo islámico es una variable transversal, las derechas propugnan mayor influencia de la religión en política, mientras que los liberales que propugnan la separación de Iglesia y Estado, son considerados como de izquierda.

Esta es quizá una pequeña muestra que el debate sobre ideologías es un poco más complejo de lo que algunos quieren presentar. Y sobre todo, sirve para evidenciar que quien limita la discusión a temas coyunturales como CICIG, cortes o visión de relaciones internacionales, quizá necesita antes educarse un poco sobre la riqueza y diversidad detrás de la discusión de ideologías.

Sobre la derecha
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Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
13 Jul 2020

La derecha no es única ni existe un monopolio discursivo...

No. Apoyar la lucha contra la corrupción, o en su momento, a la CICIG, no es una categoría para diferenciar a la “derecha” de la “izquierda”. Tampoco es decir que la Corte de Constitucionalidad se extralimitó en su auto-amparo. Ni si quiera el debate de si las cortes deben ser electas ya o si el Congreso es soberano para definir el procedimiento para elección de las altas cortes.

Por si fuera poco, la dicotomía “fachos” y “chairos” sólo ha servido para banalizar aún más una discusión que de por sí ya era superficial y falta de argumentos. Tampoco se puede plantear la dicotomía desde términos personalistas. Ser de derecha no es estar de acuerdo con Felipe Alejos o Roberto Arzú; como ser de izquierda no es estar de acuerdo con CODECA o Mario Roberto Morales.

Créanme. Es un poquito más complicado que eso. 

La “derecha” ni siquiera es una categoría ideológica única. Dentro del concepto caben conservadores tradicionalistas, conservadores liberales, liberales clásicos, libertarios, anarco-capitalistas, liberales sociales, ordo-liberales, demócratas-cristianos o social-cristianos. Y aquí me limito a enlistar familias de ideologías políticas. Si agregamos las escuelas económicas, las permutaciones se vuelven infinitas.

Tampoco es una categoría sobre valores generales. Por ejemplo, los conservadores tienden a ser más organicistas que individualistas. Los liberales son individualistas ante todo. Los liberales-sociales han matizado el individualismo absoluto con el interés por el colectivo. Mientras que los demócratas-cristianos tratan de encontrar el balance entre el individuo y la sociedad.

La creencia en el mercado es quizá una característica común; pero tampoco es absoluta. Algunos conservadores creen que antes de libertad de mercado es mejor un poco de mercantilismo, es decir, protección del Estado de sectores estratégicos. Los liberales clásicos, los libertarios y anarco-capitalistas creen en el absolutismo de mercado y propugnan un sistema económico donde las regulaciones sean mínimas o inexistentes. Los ordo-liberales creen en el mercado, pero con regulaciones para corregir sus falencias, entre ellas, la promoción activa de la competencia o la prestación estatal de algunos servicios públicos. Mientras que los demócratas-cristianos matizan el absolutismo de mercado con conceptos como la solidaridad o subsidiariedad, que se traducen en sistemas fiscales más agresivos.

Los conservadores y liberales chocan en la dicotomía entre orden y libertad; mientras los primeros creen en el orden primero y libertad después, los segundos -en cambio- están dispuestos a sacrificar un poco de orden por el valor supremo de la libertad. Para muestra, la disyuntiva que mejor evidencia esta diferencia es la seguridad en los aeropuertos después del 11 de septiembre. Quienes creían que las medidas de revisión y registro de pasajeros eran muy invasivas, probablemente respondían a valores más liberales; quienes em cambio creían que las medidas eran necesarias para garantizar la seguridad, probablemente respondían a valores más conservadores de orden.

La influencia de los valores religiosos también es otra fuente de dicotomía. El conservadurismo y el demo-cristianismo tienen como base filosófica una fuerte raíz religiosa, aunque también con diferentes grados y matices. Los liberales, en cambio, propugnan el laicismo y la libertad religiosa como valor supremo.

Y luego, no podemos obviar que derechas e izquierdas están muy relacionadas con las condiciones contextuales propias del lugar. Por ejemplo, en los países musulmanes, donde el radicalismo islámico es una variable transversal, las derechas propugnan mayor influencia de la religión en política, mientras que los liberales que propugnan la separación de Iglesia y Estado, son considerados como de izquierda.

Esta es quizá una pequeña muestra que el debate sobre ideologías es un poco más complejo de lo que algunos quieren presentar. Y sobre todo, sirve para evidenciar que quien limita la discusión a temas coyunturales como CICIG, cortes o visión de relaciones internacionales, quizá necesita antes educarse un poco sobre la riqueza y diversidad detrás de la discusión de ideologías.

No son simples “líos judiciales”
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Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
10 Jul 2020

Nuestro país vive una crisis institucional que se agudizó con la embestida que fraguaron entre la Corte Suprema de Justicia (CSJ) y el Congreso contra la Corte de Constitucionalidad (CC).

Como expliqué en otra oportunidad, todo comenzó con una denuncia de un aspirante a cortes de apelaciones que denunció a magistrados de la CC por la resolución dictada en el contexto de la manipulación en la elección de altas cortes que denunció el Ministerio Público (MP).

En los días sucesivos a la denuncia, toda la atención se centró en el llamado “autoamparo” que tramitó con rapidez la CC y que ordenó interrumpir el trámite del antejuicio en contra de los magistrados perseguidos. El Congreso desobedeció abiertamente al tribunal constitucional y esto podría subir de tono si en la próxima sesión plenaria deciden continuar con el trámite del antejuicio.

En medio de este enfrentamiento (pandemia aparte) se desvió la atención al tema fundamental: la elección de las altas cortes. La resolución de la CC que desató la tormenta antes descrita obliga a los diputados a elegir magistrados de las altas cortes y excluir a quienes tengan conflicto de interés a partir de un acucioso informe que presentó el MP.

El objetivo macro de las bancadas pro-impunidad y sus secuaces probablemente no sea descabezar a la CC en el corto plazo. Aunque la institucionalidad es su última prioridad, saben que no es fácil y el costo puede ser alto. Lo que sí tienen claro es que al mostrar músculo con la embestida que tomaron han sembrado temor y colocado en una posición de debilidad al tribunal constitucional en el tablero de ajedrez.

El apoyo a la CC ha venido de actores de la sociedad civil y de la comunidad internacional. Excepto el Procurador de los Derechos Humanos y algunas bancadas de oposición que no rebasan las cuatro o cinco decenas de congresistas, el resto del poder político apoya acuerpa la cruzada pro-impunidad.

En esta rebelión de las mafias, debilitar al tribunal constitucional es crucial porque para conseguir sus oscuros fines deben desatender la sentencia que les obliga a excluir a los aspirantes a magistrados cuyo conflicto de interés los hace no elegibles.

En el desgaste, planean patear el balón hacia delante con miras a que en abril de 2021 los intereses oscuros conseguirán designar a una CC subordinada a sus intereses. Recuerde el lector que designan a los magistrados de la CC cinco actores: Ejecutivo, Congreso, Corte Suprema de Justicia, Colegio de Abogados y USAC.

Y es en medio de esta crisis institucional, el presidente Giammattei pronunció unas desafortunadas palabras al desmarcarse del asunto y afirmar que estos son “líos judiciales”. El presidente debe recordar que el artículo 182 de la Constitución reconoce como función del presidente representar la unidad nacional y que la literal “a” del artículo 183 le obliga a “cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes”. Falta a su deber al mirar para otro lado mientras algunas mafias del Congreso y sus secuaces pisotean el orden constitucional.

Pero además del obvio mandato legal, el presidente debe ejercer liderazgo porque no estamos frente a un “lío judicial”, sino ante el intento feroz de los grupos oscuros por consolidar la captura del Estado.

El mandatario debe preguntarse si quiere pasar a la historia como el presidente que permitió la cooptación del poder judicial o si tomará el liderazgo que le corresponde. Bien haría con retomar su promesa de emprender la urgente reforma judicial (única solución de fondo a la crisis que vivimos) y convocar a juristas notables para legitimar el proceso y procurar su difícil éxito en el hemiciclo.

Transformaciones económicas, sociales y culturales
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Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
06 Jul 2020

El Covid-19 provoca un cambio en tiempo real de nuestra sociedad

 

La pandemia provocada por el Covid-19 se convierte rápidamente en el episodio más crítico de este joven siglo XXI. Las transformaciones geopolíticas serán de mayor magnitud que las provocadas por el 11 de septiembre de 2001. El impacto económico será más severo que el de la crisis financiera de 2008. En materia social y cultural, veremos cómo se aceleran cambios encaminados por la sociedad digital. 

Las medidas de distanciamiento, la suspensión de ciertas actividades “cotidianas” y la psicosis social nos obligan a replantearnos modelos tradicionales de actuación económica, las prácticas del mercado, la relación con el gobierno, la formas en que nos informamos y comunicamos y la forma en que vemos al Gobierno. Aquí algunas reflexiones sobre cambios que se están produciendo ante nuestros ojos.

Información y fake news. Cadenas de Whatsapp con toda clase de teoría de la conspiración. Remedios caseros o medicinas que supuestamente previenen el Covid-19. Todo tipo de especulación sobre si el Gobierno levantará las restricciones, si regresaremos a trabajar el lunes. A todos nos han llegado, sólo para darnos cuenta horas más tarde, que eran falsas. El debate sobre las fake news o la información no verificada ha estado durante años en el radar, pero ha sido hasta la crisis de Covid-19 que quizá entendamos el valor de esperar información de fuentes oficiales y calificadas.

Eficiencia y productividad laboral. Uno de los males de las economías basadas en servicios es la reunionitis. ¿Cuánta productividad semanal se pierde por reuniones que pudieron sustituirse por llamadas o video-conferencias?  ¿Cuántas horas se pierden en el proceso de trasladarse de la reunión A, a la reunión B? El distanciamiento nos obligó a cambiar patrones laborales y quizá nos lleve a maximizar la productividad. También, aunque suene duro decirlo, obligará a reevaluar los trabajos esenciales versus los superfluos.

La educación y la religión a distancia. Las clases presenciales han sido canceladas; Harvard recién anunció que todos sus cursos 2020-2021 serán digitales. Conciertos, celebraciones, eventos de entretenimiento, y hasta los mismos servicios religiosos, puestos en pausa. El sustituto ha sido la tecnología. Misas y servicios que se transmiten por Facebook live. Las clases ahora son en línea. Y la ventaja es que el mundo está a disposición de quien tiene acceso a la red. Oxford ofreció clases de economía por internet. MIT dio cursos básicos de ingeniería. El tráfico de usuarios a las misas del Vaticano se incrementó exponencialmente. La educación, la religión y el entretenimiento tuvieron que digitalizarse. El distanciamiento favoreció la globalización de actividades que hace unos meses, eran presenciales.

Nuevos canales de distribución. Los restaurantes y los comercios de venta al detalle son quizá de los sectores más afectados por el cierre de actividades. Para sobrevivir, todos se han visto obligados a replantear sus cadenas de distribución. La utilización en masa de servicios de delivery. Oferta de platillos de sencilla preparación en casa. Tele-comercio. Desde hace varios años, los antropólogos habían identificado la preferencia muy milenial de ordenar a distancia por encima de realizar las compras físicas. El modelo Amazon y Uber Eats se basó en esa tendencia. Pero en América Latina, dicha tendencia había tardado en posicionarse. Quizá la crisis del Covid-19 obligará a replantear los canales de distribución. Quizá ahora más que nunca es momento de acelerar la agenda digital en Guatemala.

La contraofensiva de la ciencia. El siglo XXI ha sido el período de mayor avance científico de la humanidad, pero al mismo tiempo, de mayor retroceso en la aceptación de la ciencia. Cuestionar el rol preventivo de las vacunas; minimizar las alertas de científicos que señalaban que la siguiente pandemia global era inminente. Incluso hace unas semanas, Gobiernos restaron importancia al avance del Covid-19 bajo la premisa que era una herramienta al servicio de un interés geopolítico. Hoy el mundo espera ansioso una vacuna contra el Sars-Cov2. Las teorías de la conspiración rápidamente pierden validez ante investigaciones científicas que detallan el origen y comportamiento del virus. Tuvimos que sucumbir ante un patógeno nanométrico para reconocer que el mundo progresa y vive gracias a la ciencia.