El mundo ha experimentado regresiones autoritarias cuando las democracias parecen agotarse y entrar en entropía y hoy estos síntomas de malestar hacia las democracias liberales, incapaces de canalizar las demandas sociales a lo interno e incapaces de imponer su agenda a lo externo, son cada vez más notorios. El evidente peligro detrás de este viraje no es dirigirnos hacia un mundo más “justo”, como piensan algunos incautos, sino a un mundo menos libre.
Aleksandr Lukashenko se reeligió por sexta vez consecutiva en Bielorrusia, ratificándose nuevamente, como el “último dictador de Europa” y en los días siguientes se han desencadenado protestas populares rechazando los resultados ofrecidos por el oficialismo, lo cual ha desatado una fuerte represión por parte de las fuerzas de seguridad del régimen. Muchos líderes autoritarios de varias partes del mundo están observando de cerca el desenvolvimiento de los hechos: primero, para tomar nota sobre cómo permanecer más tiempo en el poder y segundo, para tomar nota sobre cómo hacer frente a una fuerte oposición pública. Principalmente, los líderes de los extintos satélites soviéticos que hoy conforman los Estados de Tajikistan, Azerbaijan y Uzbekistan y de su cabecilla, Vladimir Putin, de Rusia, que no desea que se repita la historia del Euromaidán en Ucrania durante 2014; pero también regímenes como el de China, cuyo líder Xi Jiping, fue de los primeros en felicitar a Lukashenko por su reelección, al igual que Erdogan, de Turquía y por supuesto, de este lado del hemisferio, no faltó la felicitación de Maduro de Venezuela, Ortega de Nicaragua y Díaz-Canel de Cuba.
La descripción anterior era bastante previsible. Pero lo interesante es que ante la “batería de sanciones” que en los próximos días anunció la Unión Europea contra los jerarcas del régimen de Lukashenko, líderes como el ultraconservador de derecha y primer ministro húngaro Viktor Orbán, ha pedido a la Unión Europea que encamine el diálogo con Bielorrusia y evite “quemar puentes” con el país de Europa del Este. De hecho, Orbán hizo una visita oficial a Lukashenko en junio de este año donde el tirano bielorruso describió al gobierno húngaro como: “El socio más cercano de Bielorrusia en la UE y un país que "nos comprende más que cualquier otro".
Lo cierto es que la crisis en Bielorrusia ha creado una división en Europa en torno al abordaje del conflicto, donde unos por buena fe e ingenuidad, y otros por complicidad, han decidido apoyar unas negociaciones que a todas luces fortalecerán la continuidad del régimen autoritario. De hecho, los gobiernos de Letonia, Lituania y Estonia y el cuestionado gobierno también de ultraderecha del polaco Andrzej Duda; se han ofrecido como mediadores en el conflicto en Bielorrusia que lleve a una estabilización política en el corto plazo:
“El aislamiento no es un camino que conduzca al desarrollo y la prosperidad de una nación. Estamos dispuestos a ofrecer nuestra participación como intermediarios para lograr una solución pacífica en Bielorrusia y fortalecer su independencia y soberanía", resaltaron en un comunicado a Europa Press.
Así vemos cómo mientras los autoritarismos hallan solidaridades inmediatas, las democracias liberales, por su parte, se muestran cada vez más incapaces de imponer sus voces en el concierto de naciones. Ese pareciera ser el signo de estos tiempos: estamos viviendo un momento en el que los sistemas democráticos liberales parecieran entrar en espirales internas de declive, imposibilitados de contener el descontento social, atrapados en el discurso de las desigualdades y de la corrupción; mientras que los autoritarismos parecieran experimentar un auge con discursos cada vez más inflamatorios y polarizantes y con la fachada de eficiencia y un mejor control de la gestión de crisis (como ha sido el caso con la pandemia del COVID-19 que parece haber acelerado la popularidad de este tipo de liderazgos). Esta también pareciera ser una tendencia que no tiene vuelta atrás y de la que probablemente veremos oleadas cada vez más cercanas acercándose a nuestros países.
Estos momentos de continuidad y ruptura, de auge y caída, de las democracias no son nuevos. De hecho, el historiador romano Polibio afirmaría que la degeneración de la democracia, del gobierno del “pueblo”, es el gobierno de la “muchedumbre”, o la oclocracia. De manera que la democracia (aunque no siempre) puede desviarse y ser sucedida por un período de decadencia e insatisfacción que finalmente conduce a una forma de gobierno autoritaria.
Aunque la historia cuenta con varios ejemplos, no se trata de establecer una línea causal. Pero sabemos que, por ejemplo, a la democracia ateniense del Siglo de Pericles, le siguió el gobierno de los Treinta Tiranos; y que el conflicto patricio plebeyo durante la República Romana condujo a su extinción y a la consolidación del Imperio; y en tiempos modernos también sabemos que la decadente e inestable democracia de la República de Weimar precipitó el ascenso del nazismo en Alemania.
El mundo ha experimentado regresiones autoritarias cuando las democracias parecen agotarse y entrar en entropía y hoy estos síntomas de malestar hacia las democracias liberales, incapaces de canalizar las demandas sociales a lo interno e incapaces de imponer su agenda a lo externo, son cada vez más notorios. El evidente peligro detrás de este viraje no es dirigirnos hacia un mundo más “justo”, como piensan algunos incautos, sino a un mundo menos libre.