Con ocasión del bicentenario
La semana pasada escribí una primera reflexión interpretativa sobre algunos detalles detrás de la historia de la independencia Centroamérica, con ocasión de la conmemoración del bicentenario.
La conclusión es que la independencia de Guatemala no representó la materialización de un sueño de libertad, ni de las ideas emanadas de la Ilustración, como sí ocurrió en las trece colonias o en América del Sur. Lo interesante del caso centroamericano es la forma en que el accionar de los actores políticos relevantes de hace 200 años, no es muy distinto al comportamiento de las élites en pleno siglo XXI.
Veamos. Tras la derrota de Napoléon Bonaparte en Waterloo en 1815 y el Congreso de Viena, Europa apostó por el statu quo ante, una suerte de regresión al estado de las cosas previo a la Revolución Francesa. Bajo el liderazgo de la Santa Alianza (integrada por el Imperio Austriaco, el Reino de Prusia y el Imperio de Rusia) y bajo la configuración del sistema Metternich de relaciones internacionales, Europa apostaba por la restauración de las monarquías absolutas, bajo preceptos cristianos para justificar la legitimidad monárquica, como mecanismo para acallar y detener el avance del liberalismo y del secularismo que se había implantado tras la Revolución Francesa y el Imperio Napoleónico.
Sin embargo, los cambios económicos y sociales producto de la Revolución Industrial y el fortalecimiento de las burguesías como actor de peso político agudizaban y aceleraban la crisis del antiguo régimen.
De ahí que entre 1820 y 1848, prácticamente una a una de las monarquías absolutas europeas sucumbió ante movimientos liberal-burgueses (primero) y obreros (después), que marcaron el final de un decadente antiguo régimen. Es decir, el avance de la modernidad era tal que ni los intereses políticos de las potencias y las élites europeas fue suficiente para contener el avance de las ideas ilustradas de libertades y derechos civiles, constitucionalismo, república y democracia.
En este contexto, el 1 de enero de 1820 en España, el Teniente Coronel Rafael de Riego, inició una revuelta contra el absolutismo del Rey Fernando VII. Para el 7 de marzo, el Rey se vio obligado a aceptar la restitución de la Constitución de Cádiz, la cual establecía una serie de instituciones liberales, tales como la soberanía en la Nación —ya no en el rey—, la monarquía constitucional, la separación de poderes, la limitación de los poderes del rey, el sufragio masculino indirecto, la libertad de imprenta, la libertad de industria, el derecho de propiedad y la abolición de los señoríos. Con ello, dio inicio el período conocido como el Trienio Liberal de España.
En este contexto, las élites locales se mostraron reticentes a aceptar los cambios que se daban en España. Casi me puedo imaginar el rechazo y el temor por esas ideas “chairas” de cambio político y liberalismo que ganaban tracción en la península ibérica.
De ahí, que la independencia fuese un momento para conservar lo antiguo, más que para liberar al istmo del yugo colonial. Recordemos dos datos. El primer Presidente de Guatemala fue Gabino Gaínza, quien hasta el 14 de septiembre de 1821 era el jefe de las fuerzas militares españolas en la región. Y dos, la primera decisión soberana de las provincias centroamericanas fue anexarse a México, bajo el Plan de Iguala, el cual se basaba precisamente en buscar la restauración de una monarquía absoluta borbónica, bajo los preceptos de la religión católica, y la búsqueda de la unidad entre españoles y criollos.
Ese rechazo a lo foráneo, a la modernidad, a la construcción de instituciones políticas no arbitrarias, o incluso, hay que decirlo, la falta de identificación con ideas y preceptos liberales se mantiene impregnada entre nuestras élites hasta el día de hoy. Dos cientos años después, la particular historia de la independencia de Guatemala aún nos arroja luces importantes para entender nuestra sociedad política.