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Autónomos, autosostenibles y autofinanciables

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Cuando los poderes intermedios dejan de importar

 

Desde la transición democrática, diversos autores (Sussane Jones, Rachel McLeary, entre otros) exploraron la relación que imperaba entre los actores políticos y las élites económicas tradicionales en Guatemala. La simbiosis del poder mediático con el económico, la concentración del financiamiento partidario, junto al poder de veto de la patronal, constituían las pruebas de los términos de subordinación de los políticos hacia el poder privado.

Sin embargo, con la llegada al poder de Alfonso Portillo y el FRG, pero particularmente a partir de las elecciones 2011, esa relación ha venido en un proceso de reconversión. Cada día, los actores políticos tienen más independencia respecto de las élites y los capitales tradicionales del país.

En el ámbito económico, el patrimonialismo y la rentabilización de los negocios públicos han generado un modelo autosostenible de financiamiento. Los contratos de obra gris con empresas propias o afines, el listado geográfico de obras, la intermediación en la proveeduría del Estado, las plazas fantasmas o las comisiones por tráfico de influencias, han generado un ‘capital semilla’ que permitiría a los partidos afrentar los costos de la campaña. Ese ‘capital semilla’ minimiza la dependencia de los candidatos frente financiamiento proveniente del capital tradicional y algunas formas de capital emergente lícito.

La muestra de lo anterior es la conclusión del informe de CICIG sobre el financiamiento de la política, en el que se cuantificaba que el aporte empresarial “a penas” representaba el 25%; mientras que la corrupción y el crimen organizado representaban el 75% de los fondos de campaña. Seguramente hace 30 años la proporción entre uno y otro segmento era muy distinta.

En otras palabras, hoy los partidos prefieren capitalizarse vía la repartición del patrimonio del Estado o reclutar financistas locales de dudosa procedencia, a recurrir a la tradicional práctica de “pasar el sombrero”. Primero, porque la porosidad del gasto público permite acceder a mayores recursos a un menor costo político. Y segundo, porque esta receta le otorga a los partidos mayor margen de maniobra frente a los financistas de antaño, sus demandas y agenda política.

En el ámbito mediático ocurre algo similar. La romería ante el Ángel de la Democracia ya no tiene la trascendencia de antaño. La proliferación de cables locales, de emisoras de corte regional, la consolidación de nuevas opciones en el mercado, y ahora, el advenimiento masivo de la publicidad en redes sociales, genera mayor nivel de independencia de los políticos frente a los poderes tradicionales de la comunicación. Esa dinámica también provoca menor respeto a la prensa. Hoy tener ´mala cobertura mediática´ acarrea un menor costo que hace diez o veinte años. O qué decir de aquel experimento -fallido por cierto- de Manuel Baldizón de construir un consorcio mediático precisamente con fines político-partidario. Al final, su aspiración era ganar aún más autonomía.

En lo social, los partidos prefieren recurrir al clientelismo que pactar con organizaciones de base. Salvo algunos casos concretos, como los sindicatos de maestros y salubristas, o alguna que otra organización campesina, los partidos carecen de incentivos para establecer alianzas con organizaciones de base local, territorial o de amplio espectro social. Por el contrario, resulta más eficiente -en términos políticos más que financieros- recurrir al clientelismo o al reclutamiento de caciques, como estrategia para construir organización y acarrear votantes el día de la elección. Los primeros piden acciones de política pública, los segundos sólo sirven el propósito electoral.

Con estas condiciones, el futuro del país se presenta como un enfrentamiento al desnudo -como diría Huntington- de fuerzas políticas, sin mayores ataduras a otras expresiones del poder. La autonomía de lo político finalmente se alcanzó, gracias a fenómenos tan diversos como el patrimonialismo, el clientelismo, la criminalidad organizada, e incluso, la revolución tecnológica y de las comunicaciones. El efecto es sencillo: las demandas de unos y otros, simplemente tienen menos peso hoy que hace unas décadas.

From Kabul to… Guatemala

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La lección afgana bien puede dejar enseñanzas para utilizar en el triángulo norte y en Centroamérica.

Hace un par de meses, el mundo vio con horror las tomas de la evacuación del Aeropuerto de Kabul por las últimas tropas norteamericanas. La desesperación era evidente. La toma de Kabul por los talibanes hacía pensar que el país retornaría a las épocas oscuras de 1996-2001, bajo la cortina de una sangrienta dictadura islamista, sin mayor respeto por los derechos humanos ni los derechos mínimos de las mujeres.

Los cientos de personas que desesperadamente intentaban abandonar el suelo afgano eran -en su mayoría- los protagonistas del intento de construir democracia desde la operación Enduring Freedom de noviembre 2001. Es decir, líderes de partidos políticos democráticos, periodistas, líderes de sociedad civil, mujeres en cargos de liderazgo y dirección, jóvenes activistas, etc.

Encontrar los orígenes de la debacle no resulta difícil. En 2014 (tres años después de la Operación Neptune Star para capturar y/o asesinar a Osama Bin Laden, el verdadero objetivo de Enduring Freedom), el gobierno del Presidente Obama comisionó al General Stanley A. McChrystal para elaborar un informe sobre la situación de Afghanistan. Las conclusiones fueron despiadadas.

La invasión norteamericana llevó la democracia a Afganistán, pero no su mejor versión. El Gobierno de Hamid Karzai -democrático en el papel- rápidamente degeneró en una maquinaria de corrupción, saqueo e impunidad. Muy al estilo del Ejército de Estados Unidos, que tienen acrónimos para todo, la oficialidad americana empezó a referirse al Estado y la mayor parte del Gobierno afgano como VICE (A Vertically Integrated Criminal Enterprise). (https://www.newyorker.com/news/amy-davidson/from-kabul-to-cairo)

Las bromas de pasillos entre los oficiales militares y el mismo informe McChrystal arrojaban un panorama gris. Prácticamente todos los ámbitos de la administración pública estaban sujetos a la corrupción. Los contratos se entregaban a quien pagara el soborno más jugoso. Las resoluciones judiciales se vendían al mejor postor. Licencias, permisos, trámites, favores, todo, se vendía por un soborno. Los escándalos de saqueo estaban a la orden del día. La policía y el ejército afgano, que debían convertirse en los baluartes del mantenimiento del orden post-conflicto, descubrieron que el tráfico del opio era más rentable, por lo que se volvieron los principales carteles de la droga en la zona. Los caudillos tribales y la élite política se enriquecieron a velocidad de vértigo, mientras la población rural aún vivía los resabios de la guerra.

La fusión entre corrupción y criminalidad empezó a podrir las incipientes instituciones. Entre eso y la falta de orden, día a día, más afganos dejaron de creer en la democracia y empezaron a añorar la mano dura talibán.

Dexter Filkins, corresponsal de The New York Times en Medio Oriente, definió de una forma genial las dimensiones de la corrupción afgana. Para ello, recurrió a una analogía. Según Kolenda, la corrupción es como el cáncer, pero no toda la corrupción ni todo el cáncer es igual. Puedes tener pequeña corrupción, entendida como el policía o el funcionario de ventanilla que pide una mordida. Esas actuaciones son como el cáncer de piel: hay muchos tratamientos y probablemente vas a estar bien. Luego está la corrupción administrativa, que es como el cáncer de colon. Esta condición puede ser mortal, sin embargo, si lo descubres a tiempo y estás dispuesto a un tratamiento agresivo, el paciente aún se puede salvar.

Ahora, lo que Kolenda veía en el Gobierno afgano se asemejaba a una cleptocracia, que en la analogía, equivale al cáncer de cerebro. Es una condición mortal. Puedes comprar tiempo de vida, años incluso, pero tarde o temprano, te va a devorar. Sin embargo, con el paso de los años, ese cáncer hizo metástasis. Encuentras tumores en casi todos los órganos; como encuentras corrupción en casi todas las instituciones y procesos públicos. Tu calidad de vida simplemente es mala. Tienes dolor, no puedes comer, te cuesta respirar. Ya ni siquiera es mortal; es tan dolorosa que simplemente quieres huir.

Para entonces, la decisión de la administración Obama, y luego la de Trump, fue la retirada. En el acuerdo de Doha entre Estados Unidos y los talibanes, se definió la fecha de salida de las tropas americanas y el compromiso talibán de no atacar personal estadounidense. Pero el Tratado no decía nada sobre los afganos. A partir de septiembre 2020, los talibanes iniciaron una serie de ataques y asesinatos sistemáticos contra el corazón de la incipiente democracia afgana: periodistas, profesores universitarios, mujeres en cargos de liderazgo, líderes de sociedad civil, etc.

De ahí el temor al retroceso. Sin embargo, poco se podía hacer. Los orígenes del caos y del fracaso en el esfuerzo de “nation building” están precisamente en no haber combatir la corrupción endémica de VICE.

La lección afgana bien puede dejar enseñanzas para utilizar en el triángulo norte y en Centroamérica.

La Cumbre por la Democracia

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Los ocho países excluidos ocupan los puestos más bajos del índice: El Salvador, Honduras, Bolivia, Guatemala y Haití (en ese orden del ranking regional) salen clasificados como regímenes híbridos. Naturalmente Cuba y Venezuela salen clasificados como autoritarismos.

 

El 9 y 10 de diciembre tendrá lugar la llamada “Cumbre por la Democracia”, una reunión de líderes mundiales organizada por Estados Unidos donde se abordarán tres grandes temas: la defensa frente al autoritarismo, el combate a la corrupción y la promoción y el respeto a los derechos humanos.

Por una columna de Andrés Oppenheimer, publicada el 13 de noviembre pasado, nos enteramos de que no serían invitados ocho países latinoamericanos: Cuba, Venezuela, Nicaragua, Bolivia, El Salvador, Honduras, Haití y Guatemala.

No es menor que seamos excluidos junto a tan selecto grupo de países. Pero lo cierto es que, si nos guiamos por indicadores, como el Índice de Democracia que publica la Unidad de Inteligencia de la revista británica The Economist, no debería ser una sorpresa. Este índice clasifica los países como democracias plenas, democracias con problemas, regímenes híbridos y autoritarismos.

Los ocho países excluidos ocupan los puestos más bajos del índice: El Salvador, Honduras, Bolivia, Guatemala y Haití (en ese orden del ranking regional) salen clasificados como regímenes híbridos. Naturalmente Cuba y Venezuela salen clasificados como autoritarismos.

Si echásemos mano del informe de libertad en el mundo de la Freedom House, que usa otros parámetros para medir el respeto a las libertades políticas y civiles, veríamos que los peores calificados de la región son también Guatemala, Honduras, Nicaragua, Haití, Nicaragua, Venezuela y Cuba.

Muchos se cuestionan de todas maneras los criterios para seleccionar a quiénes invitar y a quiénes no. Si bien por una parte también estarán ausentes países como Hungría, Turquía o Rusia, han invitado a México, Polonia o Irak. Ya veremos en qué resulta este ejercicio.

Al margen de las críticas y dudas que se puedan plantear a la cumbre, creo que conviene hacer autocrítica. Por ejemplo, ¿qué aspectos del índice de democracia de The Economist nos hacen un régimen híbrido? Los cinco parámetros para la medición son: proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política democrática y libertades civiles.

Las notas más altas que tiene Guatemala están en el eje de proceso electoral y pluralismo (6.92/10) y de libertades civiles (5.88). Aún así, las notas no son precisamente notables. Donde peor califica Guatemala es en cultura política democrática (3.13/10) y funcionamiento del gobierno (3.3/10).

El eje de funcionamiento del gobierno responde preguntas relacionadas con la efectividad del sistema a de pesos y contrapesos, a la existencia y funcionamiento de mecanismos e instituciones de rendición de cuentas, a cuán controlada esté la corrupción, a la confianza de la gente en las instituciones y los partidos políticos. Es bastante obvio que la debilidad institucional y en franco deterioro que tenemos explica nuestra pésima calificación.

Por otra parte, la cultura política democrática se refiere a la existencia de un grado de consenso y cohesión suficiente para cimentar una democracia estable y funcional, a si la gente percibe que la democracia es buena para el desempeño económico o si la democracia es buena para mantener el orden. La última encuesta de Latinobarómetro deja claro que apenas un 37% de los guatemaltecos piensa que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno.

Quién sabe si la Cumbre por la Democracia rendirá frutos. Lo cierto es que es un buen momento para mirarnos y preguntarnos hacia dónde camina el país. En menos de dos años habrá elecciones y las condiciones son bastante precarias.

Elecciones en Honduras

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Castro promete convocar a una asamblea constituyente, promete políticas sociales y una comisión anti corrupción. Su guiño con el castrochavismo no es menor y Nicolás Maduro ya envió un caluroso mensaje de felicitación a Castro. Veremos cómo queda conformado el Congreso para saber hasta dónde podrá llegar con su programa de gobierno.

 

Mientras escribo estas líneas aún no hay resultados oficiales de las elecciones presidenciales en Honduras. Sin embargo, todo apunta a que Xiomara Castro, del Partido Libre, será la próxima presidenta de Honduras.

Los dos candidatos favoritos eran el oficialista Nasry Asfura y Xiomara Castro del Partido Libre. Básicamente era una elección entre el continuismo del régimen del Partido Nacional, con acusaciones profundas de corrupción y vínculos con el narcotráfico y la señora Castro, con vínculos con el régimen de Nicolás Maduro.

Castro es esposa de Mel Zelaya, presidente de Honduras de 2005 a 2009 y quien fue depuesto por un Golpe de Estado por intentar convocar un referéndum (ilegal) para llamar a una Asamblea Constituyente y buscar la reelección presidencial.

El programa de Castro se asemeja a lo que fue el de Zelaya. La gestión de Zelaya se caracterizó por la implementación de programas sociales, como el bono agrícola, bono para madres solteras, entre otros, siempre señalados por ser instrumentalizados con fines políticos.

Por otra parte, Honduras se unió a PETROCARIBE durante su gestión y después del golpe de Estado que depuso a Zelaya el apoyo del régimen venezolano fue claro. Nicolás Maduro, entonces canciller, viajó a Venezuela para intentar restablecer a Zelaya en el poder.

Castro, quien dice impulsar un socialismo democrático, parece seguir una línea similar. Promete convocar a una asamblea constituyente, promete políticas sociales y una comisión anti corrupción. Su guiño con el castrochavismo no es menor y Nicolás Maduro ya envió un caluroso mensaje de felicitación a Castro. Veremos cómo queda conformado el Congreso para saber hasta dónde podrá llegar con su programa de gobierno.

El partido derrotado, el Partido Nacional, parece ser el gran responsable de la victoria de Castro. Gobierna Honduras desde 2010 y Juan Orlando Hernández (JOH) se reeligió gracias a un polémico fallo de la Sala Constitucional de una Corte Suprema de Justicia designada principalmente por su partido que declaró inconstitucional el artículo de la Constitución hondureña que prohibía la releeción presidencial.

Los escándalos de corrupción han estado a la orden del día, el hermano de JOH fue condenado por narcotráfico en Estados Unidos, expulsaron a la comisión anticorropción de la OEA (MACCIH) y reformaron el Código Penal rebajando las penas para delitos asociados a la corrupción y el narcotráfico.

No es de extrañar que 6 de cada 10 hondureños desaprobaran la gestión de JOH y que 8 de cada 10 hondureños consideraran que el país iba por el rumbo equivocado. Honduras es uno de los países con mayores tasas de pobreza de la región y después de la pandemia y las tormentas tropicales de 2020 alcanzó al 74% de los hondureños.

A la espera de resultados oficiales, veremos si el gobierno de Castro logra la transformación que promete incluida la asamblea constituyente. O veremos si es un gobierno que se modera en el ejercicio del cargo y decide gobernar con el sistema y ciertas políticas sociales. El tiempo dirá y no hay muchas razones para ser optimista en un contexto regional y global de retroceso democrático y en un país con una débil institucionalidad.

De cambios políticos y externalidades

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La historia de las revoluciones y el aprendizaje para Guatemala.

Entre 2015 y 2019, Guatemala vivió un proceso sin precedente de lucha contra la corrupción. Ni las manos limpias de la Italia de los 90’s, ni la ofensiva anti-corrupción de Rumania de hace una década, puede compararse en magnitud y profundidad con lo ocurrido en Guatemala en este cuatrienio.

Sin embargo, como en todo proceso de cambio, los efectos sociales y políticos persisten durante años. Muchas veces, estos tardan años en materializarse, o simplemente, se generan externalidades (costos y consecuencias no intencionadas) que en sí mismas, alteran todo el escenario político. Veamos algunos ejemplos aplicados al caso guatemalteco.

Si duda, uno de los mayores legados del período 2015-2019 ha sido la polarización. La historia de las Revoluciones recuerda a los radicales y a los defensores del statu quo; mientras las voces moderadas fenecen ante los extremismos de quienes aspiran a cambiarlo todo y quienes desean que no cambie nada. Esa polarización se sobrevino en Guatemala. Lo interesante del caso es que a pesar de la finalización del mandato de CICIG y el fin del proceso depurador, la polarización se mantiene y el enfrentamiento ideológico, en lugar de menguar, sólo se ha agudizado con el paso de los meses.

Otra condición es el desplome de los depuradores. Los Cromwell, Robespierre y Maderos terminan cayendo víctima de la Revolución que ellos mismos iniciaron. La consolidación del cambio político cae en los hombros de quienes logran sobrevivir a la polarización y la lucha por el poder, al estilo de Guillermo de Orange, Napoleón y Plutarco Elías Calles. Esa dinámica se vive hoy en Guatemala, con los promotores del proceso depurador en retirada, obligados a salir al exilio, y con el péndulo de la regresión en franca aceleración.

La tercera condición es el resultado subóptimo de la contienda por el poder. Al estilo de Game of Thrones, el poder generalmente no queda en manos de las fuerzas que protagonizaron la contienda, sino del actor que mejor logra posicionarse en medio del caos y reacomodo de actores. Ahí el resumen de las elecciones 2019.

El riesgo latente en estos procesos es el caos. La polarización, el desplome de los depuradores y las tensiones propias del acomodo sub-óptimo de los actores, vienen acompañados de desasosiego político y anarquía social. Ninguna de las dos se ha hecho presente en el escenario guatemalteco. Pero lo cierto es que los fantasmas de la anarquía se posan amenazantemente sobre el firmamento.

Primero, se observa a la totalidad del sistema político junto con actores relevantes, enarbolar una agenda de “nunca más”: enviar el mensaje que lo ocurrido no debe repetirse. Y para ello, es evidente el esfuerzo por revertir los avances institucionales alcanzados. Y todo ello, debe coronarse con una narrativa alterna, una versión “oficial” de lo ocurrido que se contraponga a los hechos fácticos recogidos en medios e investigaciones del período en cuestión.

Segundo, se observa la persistencia de la atomización y la fragmentación. En el plano político partidista, el resultado de la elección 2019 fue el Congreso más atomizado de la historia, en el cual el proceso de alcanzar mayorías ha sido complejo. Pero en el plano de los actores relevantes, las rencillas y la sed de venganza se mantienen a flor de piel, recurriendo en le proceso a recetas autoritarias.

Tercero, un debilitamiento de la institucionalidad. Cortes desgastadas y un irrespeto generalizado a sus resoluciones. Organismos del Estado desarmados.

Todos estos fantasmas aparecen en la ecuación guatemalteca. El riesgo es replicar la maldición del náufrago que nada durante horas para sólo darse cuenta de que se alejó más de la orilla. Alejarse de la orilla implica que mientras perdura la anarquía, las mafias se reagrupan y encuentran nuevas formas de operar el control del territorio y de los espacios de poder. Recuperar espacios de poder equivale retomar el control de los negocios, de las viejas formas de hacer política o de restituir el círculo “inversión electoral – rentabilidad corrupta” que sin duda, se vio afectado a partir de 2016.

De materializarse todo lo anterior, se reconstruirá el statu quo ante. Y al igual que otros episodios de la historia política nacional: se habrá dado paso al cambio, para que todo siguiera igual.

Dificultad de la república en América Latina

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Vale la pena incorporar dentro del análisis la valiosa perspectiva histórica del “largo período” y de la “diversidad de tiempos históricos” para una mejor comprensión de la realidad de nuestra región.

 

Hace días, la Escuela de Posgrado de la Universidad Francisco Marroquín realizó una conferencia con el historiador venezolano Germán Carrera Damas sobre la dificultad de la república en América Latina, un tema que —a propósito del Bicentenario de la independencia de Centroamérica y de otros países de la región— sigue provocando intensas discusiones y continúa siendo toral en nuestro subcontinente.

A partir de este planteamiento del problema, el historiador propuso varias hipótesis explicativas (unas más verosímiles que otras) sobre por qué es tan difícil el desarrollo y realización de la república en América Latina. En ese sentido, las teorías presentadas por el intelectual pueden ser bastante polémicas en lo político, pero en el análisis académico entrarían en esa categoría que historiadores como Fernand Braudel han llamado la larga duración[1]. Las hipótesis serían:

  1. Por el carácter inconcluso del proceso de conquista y colonización.
  2. Porque aún estamos inmersos en la etapa de la ruptura del nexo colonial[2] (también llamada “independencia”).
  3. Porque aún no hemos culminado la fase de la nación criolla y entendemos el concepto “nación”[3] sólo para el sector criollo.
  4. Porque no hemos conformado Estados plurinacionales, es decir, la capacidad de crear con la república, un marco donde convivan expresiones de diversas instancias culturales.

 

Frente a estas hipótesis, el historiador también plantea que la dificultad de la república en América Latina radica en el tiempo histórico, el cual permite o impide lograr que unas sociedades implantadas como las latinoamericanas, se integren a una nación que pueda marchar como un conjunto. A esto, Carrera Damas le ha llamado específicamente “diversidad de estadios en el tiempo histórico”, es decir, que también hablamos de una dificultad de articular tiempos históricos diferentes dentro de un mismo territorio. De manera que, una sociedad que hasta hace pocos siglos era cazadora-recolectora o apenas sedentaria, no tendría consolidados los valores de una sociedad democrática liberal moderna, necesarios para el establecimiento de los proyectos nacionales republicanos que comenzaron en el siglo XIX luego de las independencias.

Continúa planteando Carrera Damas que, definitivamente, los efectos históricos y estructurales de la dificultad del desarrollo de la república en la región latinoamericana, hoy en día se evidencian en la pobreza extendida de nuestros países y en las oleadas de migración no controlada de seres humanos que expulsamos de nuestro territorio todos los días. Y nosotros agregaríamos que también estos efectos se evidencian en nuestra crónica debilidad institucional y en el hecho de que cada cierto tiempo caigamos presas del caudillo populista de turno que siempre promete hacer borrón y cuenta nueva, o refundar una y otra vez ese inconcluso proyecto nacional republicano.

Culmina el también académico de la Historia diciendo: “La construcción de la república en América Latina, entendida como la agrupación de personas que en el nombre de la libertad y la justicia, procuran su bienestar y dotarse a sí mismos y a los suyos de una razón de ser; requiere un serio esfuerzo de comprensión de nuestra formación y de la actitud que habría que asumir para llegar al desarrollo de una república genuina, aún tomando por ejemplo las mejores logradas”.

Ciertamente, la discusión sobre la república en América Latina tiene muchas más aristas que las presentadas por el historiador, sin embargo, vale la pena incorporar dentro del análisis de los investigadores, economistas, politólogos, antropólogos y sociólogos que se ocupan de estudiar a América Latina, la valiosa perspectiva histórica del “largo período” y de la “diversidad de tiempos históricos” para una mejor comprensión de la realidad de nuestra región.

 

 

 

 

[1] Es un modelo de análisis histórico que busca explicar las diferentes temporalidades a partir de una descomposición del tiempo, lo cual puede llevarnos al nivel más "profundo" de las sociedades o las "civilizaciones", ya que apela a la dimensión "inconsciente" de las realidades sociales y a sus "estructuras".

[2] Según Carrera Damas, la ruptura del nexo colonial ha transmutado en “anti-imperialismo” y en una suerte de coartada ideológica que busca atribuir responsabilidades a externos para todo aquello que nos abruma de nuestro medio.

[3] El concepto de “nación” del sociólogo Benedict Anderson, la define como una comunidad construida socialmente, es decir, imaginada por las personas que se perciben a sí mismas como parte de este grupo.

Enfermedad aguda o padecimiento crónico

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Las afecciones de Nicaragua y Guatemala y tratamientos de Washington

 

En medicina, se utilizan los calificativos de “agudo” y “crónico” para caracterizar el tiempo de evolución y la duración de una afección. El primero hace referencia a una enfermedad súbita, que se desarrolla rápidamente, en poco tiempo, y que, con el tratamiento adecuado, puede superarse con relativa rapidez. En cambio, el segundo hace referencia a afecciones que se van desarrollando de forma gradual y que se mantienen a lo largo del tiempo. En muchas ocasiones, el tratamiento no logra erradicar del todo el padecimiento y se aprende a vivir con él.

Dichos calificativos pueden utilizarse para estudiar los casos de los dos países centroamericanos que viven momentos distintos, pero que transitan por una misma senda: Nicaragua y Guatemala.

En el caso de Nicaragua, desde 2018 se hicieron visibles algunos síntomas tempranos de la enfermedad. Luego de una serie de manifestaciones ciudadanas que adversaban la reforma a la seguridad social y la centralización del poder en manos de Ortega, el régimen recurrió a la represión y a la violencia. En ese entonces, la mayoría de países occidentales demandaron el cese de la represión y el respeto a las garantías. Ortega, como era de esperar, hizo de oídos sordos.

No obstante, el padecimiento empeoró en 2021 con la detención de más de una decena de políticos opositores, periodistas, líderes sociales y empresariales. Con ello, Ortega allanó el camino para competir contra su sombra y asegurar la reelección hasta el 2027. De ahí que para Washington, Nicaragua es una enfermedad aguda que requiere de atención inmediata y agresiva.

Ante la farsa electoral del pasado 7 de noviembre la reacción internacional no se hizo esperar, aunque en algunos casos, pareciera que fue un tanto a regañadientes.

En el caso de Estados Unidos, el Congreso aprobó la Ley Renacer la cual otorga al Presidente Biden amplios poderes para imponer sanciones a Nicaragua, incluida la suspensión de dicho país de los beneficios de DR-CAFTA. Asimismo, suma a Nicaragua a la lista de países centroamericanos sujetos a restricciones de visa por corrupción (que ya alcanzaba a Guatemala, El Salvador y Honduras), y requiere más informes de inteligencia sobre la relación entre Moscú y Managua, incluyendo la documentación sobre ventas de insumos militares por parte de Rusia al país centroamericano

Acto seguido, el Gobierno de Biden anunció la sanción migratoria más agresiva de la historia, con la suspensión de visas a “todos los funcionarios electos de Nicaragua”, además de mandos medios de las principales instituciones, incluyendo a miembros de fuerzas de seguridad, fiscales, jueces, alcaldes y particulares que hayan contribuido a socavar la democracia o participado en violaciones a los derechos humanos. La sanción es extensiva a las familias inmediatas de los señalados.

En cambio, la situación de Guatemala (y en general del triángulo norte) es más un padecimiento crónico. El mediocre desempeño económico de las últimas dos décadas, la falta generalizada de oportunidades de empleo y desarrollo para amplios sectores del país, los altos índices de violencia y criminalidad, la penetración del narcotráfico, la debilidad institucional y la corrupción sistémica, son las condiciones que provocan un éxodo masivo de guatemaltecos hacia Estados Unidos.

La enfermedad no es nueva. Por el contrario, es un padecimiento crónico con el que Washington ha aprendido a coexistir. De ahí que en 2021 se ensaye una tercera receta, recordando a aquel paciente de lumbalgia que tras varias visitas a especialistas, no logra encontrar la cura para su dolor. Entre 2014 y 2017, fue la Alianza para la Prosperidad. Entre 2018 y 2020, fue la desordenada política migratoria de Trump. Y ahora, vemos la implementación de la Política Biden para construir seguridad y prosperidad en Centroamérica ( https://joebiden.com/centralamerica/).

De ahí que la receta de Washington contenga elementos de zanahoria y del garrote, como coloquialmente se conoce a la práctica de combinar el poder blando de la cooperación, apoyo y donaciones (la zanahoria), junto con herramientas de poder real, como designaciones, suspensión de visas o sanciones financieras (el garrote) para hacer efectiva su política exterior.

Mientras la afección siga siendo crónica, la mezcla de ejercicios musculares y analgésicos estará a la orden del día. Cuando la enfermedad se vuelva aguda, ahí vendrán los antibióticos y las cirugías.

Giro jurisprudencial: trabajadores de confianza del Estado

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Este viernes, 19 de noviembre de 2021, se publicó en el Diario Oficial un giro jurisprudencial de la Corte de Constitucionalidad. Se trata de una sentencia dictada dentro de los expedientes acumulados 1403-2021 y 1448-2021.

La Ley de Amparo, Exhibición Personal y de Constitucionalidad (LAEPC) nos dice en su artículo 43 que la interpretación de normas constitucionales y de otras leyes que haga la Corte de Constitucionalidad (CC) es obligatoria para los tribunales al existir tres fallos en un mismo sentido. Obviamente la propia CC puede apartarse de su propio criterio y ello constituye un giro o innovación jurisprudencial.

En el caso que nos ocupa la CC ha revocado, en una sentencia de apelación de amparo, una resolución de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) en la que se otorgó amparo a favor de una trabajadora del Estado que fue destituida sin causa justificada de la Secretaría de Bienestar Social de la Presidencia (SBS).

La trabajadora alegó que la SBS estaba emplazada y que por tanto la entidad debió acudir a la vía incidental para su remoción. La SBS argumentó que por ser personal de confianza no era necesario dicho requisito de acuerdo con los artículos 379 y 380 del Código de Trabajo.

El puesto de la trabajadora en cuestión está clasificado como de confianza en el reglamento interno de la SBS. El quid de la cuestión es que la CC hasta ahora consideraba que la clasificación de personal de confianza debía figurar o bien en ley profesional (pacto colectivo) o en ley ordinaria. En esta resolución la CC se desdice de este criterio y argumenta que la clasificación de puestos de confianza puede figurar en reglamentos internos o manuales de puestos de cada entidad.

El asunto es de interés porque se entiende que los puestos de confianza son de libre designación y por tanto de libre remoción. Dentro del esquema del servicio civil guatemalteco existe el servicio exento, el servicio sin oposición y el servicio por oposición.

Sin embargo, entre el disfuncional servicio civil guatemalteco en ocasiones se designan como puestos de confianza algunos que deberían formar parte de la carrera profesional. Traigo a colación la remoción del ex titular de la FECI, cesado en agosto pasado. La terminación de su contrato se dio sin necesidad de seguir proceso disciplinario o invocar justa causa porque el Reglamento Interno del MP (artículo 8) clasifica a los fiscales de sección y de distrito como personal de confianza.

El caso del ex titular de la FECI es relevante porque llamó la atención del público. Pero no es un caso aislado. Existe una contradicción entre la carrera fiscal, reconocida en la Ley del MP a partir de las reformas del 2016 y la posibilidad de clasificar por reglamento puestos como el de agente fiscal, por ejemplo, como puestos de confianza. Esto significa que el fiscal general que venga puede remover libremente a agentes ficales, auxiliares fiscales, fiscales de sección y de distrito.

Lo propio puede ocurrir en otras entidades públicas. Esto es una ilustración de lo caótico y disfuncional que puede ser el servicio civil en Guatemala. El servicio civil gravita entre la lógica dominante del derecho laboral donde resulta casi imposible despedir empleados públicos por protecciones desproporcionales y por momentos (como el que motiva esta columna) entre la ausencia de garantías que protejan al empleado público de remociones absolutamente discrecionales. Urge una reforma integral al servicio civil.

Republicanismo y dispersión de poder

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Cuando el Congreso es un primero entre iguales

La teoría política moderna nos indica cuáles son las condiciones sine qua none para la existencia de una república efectiva. Uno de los elementos centrales es la existencia de balances de poderes, y mecanismos de frenos y contrapesos. Los mismos hacen posible que en el marco de un sistema político, los diferentes organismos de Estado se contrapesen a sí mismos, con el objetivo de reducir la potencial arbitrariedad en la actuación de los poderes públicos.

En el caso guatemalteco, es evidente que existe una concentración de frenos y contrapesos en manos del Congreso de la República, institución que por diseño constituye un “Primero entre iguales” entre los poderes del Estado. Veamos.

El Congreso tiene en sus manos una serie de mecanismos para balancear y controlar al Ejecutivo. El más evidente, son las citaciones a funcionarios del Ejecutivo y las interpelaciones a ministros. El Legislativo tiene además la facultad de pedir el “voto de falta de confianza” contra los ministros de Estado. También, tiene en sus manos la facultad de aprobar el Presupuesto del Gobierno, y de aceptar o no la liquidación presupuestaria que anualmente elabora la Contraloría General de Cuentas. Además de lo anterior, el Legislativo tiene la competencia de los procesos de antejuicio contra ministros, el Presidente y Vicepresidente. Y, por si fuera poco, el principio de “Supremacía Legislativa” faculta al Congreso a sobreseer vetos presidenciales.

Por su parte, el Legislativo tiene tres herramientas de control hacia el Organismo Judicial: la elaboración y fiscalización del Presupuesto del Organismo Judicial; la elección de magistrados de Salas de Apelaciones y Corte Suprema de Justicia; y la competencia para conocer antejuicios contra los Magistrados de la Corte Suprema de Justicia.

De parte del Ejecutivo, éste tan sólo tiene dos herramientas de control hacia el Legislativo: el poder del veto presidencial, y la confirmación ministerial en el caso de un voto de falta de confianza. Pero ambos, quedan subordinados al principio de “supremacía legislativa”, por lo que al final del día, el Congreso puede igual sobreseer lo actuado por el Ejecutivo.

Mientras que de parte del Organismo Judicial hacia el Legislativo, este tiene la competencia de conocer los antejuicios contra diputados.

Del mapa anterior resalta entonces que el adecuado funcionamiento del sistema republicano descansa sobre los hombros del Organismo Legislativo. La mala utilización de las herramientas de control, ya sea por omisión o como recurso de bloqueo o chantaje político, no sólo genera ingobernabilidad, sino además, debilita el funcionamiento del sistema en su conjunto. Pero además, dado que el sistema republicano concentra muchas de las funciones de control inter-orgánico en el Congreso, el funcionamiento de este organismo resulta de trascendental importancia para todo el aparato del poder público.

Por ello, resulta imperativo fortalecer la representatividad del aparato legislativo. Por tal razón, la discusión de cómo hacer más democráticos los partidos políticos, cómo acercar al votante con sus representantes, cómo reducir los incentivos perversos en la integración del Congreso, resulta de importancia estratégica para el buen funcionamiento de todo el sistema

Suspensión de varios artículos de la Ley de la Carrera Judicial

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El Congreso aprobó en 2016 la nueva Ley de la Carrera Judicial (LCJ) (decreto 32-2016). Ésta fue producto de una mesa de diálogo que analizó cambios a la entonces vigente Ley de la Carrera Judicial (decreto 41-99). En esa mesa participaron diversos actores de la cooperación internacional y del propio organismo judicial.

Eran tiempos donde se trabajaba en canal separado la reforma constitucional al sector justicia que finalmente fue desechada por el Congreso en 2017. Este es un detalle importante porque el espíritu de la LCJ iba en cierto modo en la misma línea que la fallida reforma.

En 2017 se hicieron modificaciones menores a la LCJ mediante decreto legislativo 17-2017 que no alteraron sustancialmente el contenido de la ley. En 2016 la ley fue cuestionada mediante varias acciones de inconstitucionalidad (expedientes acumulados 6003, 6004, 6274 y 6456-2016) que en su mayoría fueron declaradas sin lugar por la Corte de Constitucionalidad (CC) en sentencia de 12 de septiembre de 2019.

El pasado 8 de noviembre, sin embargo, la CC resolvió dejar en suspenso varios artículos de la LCJ dentro de una acción de inconstitucionalidad (expediente 5729-2021) que promovió la presidenta de la Corte Suprema de Justicia, Silvia Valdés.

Se pueden cuestionar las motivaciones para interponer la inconstitucionalidad y se pueden hacer críticas a la LCJ. Pero propongo en este breve espacio señalar los puntos clave de la inconstitucionalidad, así como la discusión de fondo del asunto.

La CC deja en suspenso disposiciones que declaran al Consejo de la Carrera Judicial (CCJ) como órgano rector de la carrera judicial. En segundo lugar, la LCJ establecía que la Corte Suprema de Justicia podía nombrar a un representante titular y otro suplente ante el CCJ, pero no debía ser un magistrado de esta corte. Esto ahora queda en suspenso y la Corte Suprema podrá designar a integrantes de su tribunal para integrar el CCJ.

Por otra parte, quita al CCJ la potestad de nombrar a los integrantes de las Junta de Disciplina Judicial para devolverlo a la Corte Suprema de Justicia. Por otra parte, quita al CCJ la potestad de distribuir a los magistrados de Salas de Corte de Apelaciones de acuerdo con su especialidad. Este punto fue objeto de una opinión consultiva (expediente 1138-2020) y la magistratura anterior de la CC había resuelto que el CCJ hacía la distribución y la Corte Suprema dictaba el Acuerdo de nombramiento de estos magistrados.

Por otra parte, quita competencias al CCJ, para devolverlas a al Corte Suprema de Justicia, en materia de traslados de jueces, así como resolver lo relativo a la solicitud de licencias que por diversos motivos puedan hacer los jueces.

Esas competencias volverán a la Corte Suprema a raíz del auto citado. Cuando la CC dicte sentencia podrá confirmar su criterio o dar marcha atrás. Lo importante a este punto es que la CC considera que estas competencias otorgadas al CCJ entran en riña con las facultades de administración y gestión judicial que nuestra Constitución otorga a la Corte Suprema de Justicia.

Esto sería indicativo de que si como país queremos transitar a un modelo distinto de gobierno judicial no hay otro camino, sino el de una reforma constitucional. Tengo la impresión de que es altamente probable que la CC confirme su criterio en sentencia. Al margen de la coyuntura, creo que la Constitución no deja mucho margen de maniobra para variar el régimen de gobierno judicial.

Newslatter

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