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Transformación de la riqueza y de los sistemas políticos

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Las fuentes de riqueza cambian; la política también.

 

La modernidad, la globalización y la revolución de la información, aunado a la corrupción y el crimen organizado, han diversificado las fuentes de riqueza en Guatemala. Economistas, sociólogos y periodistas se refieren al “capital emergente” para aglutinar a aquellos sectores cuya fuente de acumulación es distinta a la del empresariado tradicional. Algunos, incluso, parten de esta dicotomía para analizar el conflicto político. Sin embargo, esta conceptualización dialéctica no considera los matices en cuanto al origen y proyección de los diferentes capitales coexistentes.

Por un lado, encontramos el capital tradicional, entendido como aquellos sectores dedicados a actividades económicas tradicionales en el agro, la industria, el comercio, las finanzas o la exportación. Su proyección ocurre a través de la institucionalidad gremial. 

Por otro lado, el capital emergente lícito aglutina a aquellos sectores cuya fuente de riqueza proviene de las nuevas oportunidades y formas de organización económica de fines del siglo XX e inicios del XXI. Aquí encontramos al cooperativismo y a los sectores de servicios, tecnología, o telecomunicaciones. Generalmente, aspiran a incidir por medio de instancias alternas a la gremialidad, y en los últimos años, han buscado ampliar sus mecanismos de incidencia política.

Desligado del anterior, encontramos a una tercera categoría: el capital clientelar que reúne a aquellos intereses entorno a la proveeduría del Estado, como medicamentos, construcción de obra pública, tercerización de servicios, etc. En un país donde el negocio más rentable es vender caro al Estado, dichos actores se esmeran en desarrollar relaciones directas con los partidos, convirtiendo así el financiamiento electoral en la inversión para acceder a la repartición del patrimonio público.

Finalmente, encontramos al capital proveniente del narco, el contrabando, la trata, el lavado y otros ilícitos. Su proyección es más sigilosa, pero bastante efectiva. Logra colar sus masivos recursos en campañas locales y nacionales. Su aspiración es bastante sencilla: esperar que el Estado se haga de la vista gorda frente a los ilícitos que afincan su riqueza.

Para las interpretaciones de carácter materialista, las relaciones económicas configuran el modelo de sociedad y el sistema político. Sin ánimo de caer en determinismos, el caso reciente de Guatemala es quizá el mejor ejemplo de ello.

En 2015, el Informe sobre el Financiamiento de la Política en Guatemala establecía una aproximación a las fuentes del financiamiento de campaña: 50% provenía de corrupción; 25% de recursos del crimen organizado, particularmente, narcotráfico; y tan sólo el último 25% provenía de empresarios tradicionales o de fuentes legítimas de financiamiento.

Si bien no se cuentan con datos de comparación, es intuitivo pensar que esta ponderación de fuentes de financiamiento es reciente. Por lo menos, hacia inicios del mileno, el financiamiento del narcotráfico y de la corrupción seguramente era mucho menor al de las fuentes privadas legítimas. Ese cambio ha venido de la mano con una involución del sistema político.

Por un lado, un incremento en los niveles de saqueo de lo público; en nuevas fuentes y formas de corrupción; y en el mantra de impunidad que beneficia a actores del capital clientelar y del ilícito.

Por otro lado, vemos también un cambio en la agenda política. Quizá nunca habíamos visto un nivel de tanta autonomía de los políticos respecto del capital tradicional o de los capitales emergentes legítimos, como se observa el día de hoy. Mientras la agenda legislativa de reactivación económica duerme el sueño de los justos, aquellas propuestas, iniciativas o leyes que faciliten la repartición de lo público, generan consensos. Ese cambio en el eje de intereses políticos y normativos parecen indicar que hay un proceso gradual de surgimiento y consolidación de una élite de poder autónoma: aquellos capitales emergentes, vinculados a la corrupción y al crimen.

El legado del doctor García Laguardia

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La semana pasada falleció a sus 90 años el doctor Jorge Mario García Laguardia. Con su partida, Guatemala perdió a un auténtico jurista. Su obra debe ser lectura obligatoria para los guatemaltecos interesados en el estudio del derecho constitucional.

García Laguardia se licenció en Derecho en la USAC y tras la caída de Arbenz tuvo que salir al exilio. Se doctoró en Derecho Constitucional y Administrativo en la UNAM, universidad en la cual fue profesor. Publicó artículos en revistas académicas, fue autor de diversos capítulos de libros y fue autor de otros propios.

Sus estudios sobre la Constitución de Cádiz son notables. De lectura recomendada es su libro sobre la participación de Antonio Larrazábal en las Cortes de Cádiz, su capítulo titulado La Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812. Un aporte americano en La Constitución de Cádiz y su influencia en América y su libro en coautoría con David Pantoja Morán titulado Tres documentos constitucionales en la América española preindependiente.

Vale la pena leer la Evolución del constitucionalismo social en Centroamérica y Panamá publicada en el Boletín Mexicano de Derecho Comparado y su libro sobre la Constitución y constituyentes del 45 en Guatemala. Y para entender la evolución del derecho constitucional guatemalteco vale la pena leer su Breve historia constitucional de Guatemala donde nos ofrece una síntesis desde la Constitución de Cádiz hasta la transición democrática y nuestra actual Constitución.

García Laguardia pudo volver a Guatemala tras la apertura democrática y ocupó cargos importantes. Fue designado por la Corte Suprema de Justicia como magistrado de la Corte de Constitucional en la magistratura 1991-1996. Fue magistrado cuando Serrano Elías intentó dar el autogolpe con la promulgación de las Normas Temporales de Gobierno.

Como magistrado de la Corte de Constitucionalidad fue parte del tribunal que decidió históricamente actuar de oficio y declarar inconstitucionales dichas normas (Expediente 225-93). Un episodio complejo que el propio García Laguardia relata en su texto Transición democrática y nuevo orden constitucional. La Constitución guatemalteca de 1985 en la que califica dicha resolución como “el caso más espectacular”. Dicho sea de paso, vale la pena también leer el relato que hace de este suceso el jurista Rodolfo Rohrmoser Valdeavellano en De cómo viví el Serranazo.

Posteriormente y tras ser designado presidente el hasta entonces procurador de derechos humanos, Ramiro de León Carpio, Jorge Mario García Laguardia dejó la Corte de Constitucionalidad para ocupar el cargo de ombudsman.

No soy el más calificado para hablar de la obra de García Laguardia y he mencionado apenas una fracción de su trabajo. Espero que sirva como motivación para quienes no han explorado su obra que, a mi juicio, no ha sido apreciada en su justa dimensión. Aunque él ya no estará entre nosotros, su obra es un legado valioso para los juristas jóvenes que anhelamos entender mejor este país y su historia.

El Bicentenario y el presentismo

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El historiador italiano Benedetto Croce alguna vez afirmó que “Toda historia es historia contemporánea” y el gran filósofo español José Ortega y Gasset también llegó a decir que “un historiador es un profeta al revés”. Lo que estos importantes pensadores del siglo XX quisieron transmitir con estas frases es que muchos lectores y aficionados a la historia se acercan a esta disciplina principalmente para entender su presente y prospectar su futuro. De allí que casi siempre la historia se convierta en un género bestseller en aquellas sociedades que atraviesan grandes crisis y convulsiones.

De esa actitud no han escapado los centroamericanos a la hora de abordar su hito fundacional como república independiente, a 200 años de aquellos sucesos. Además de que la fecha se presta para que dentro del gremio de historiadores —e intelectuales interesados en la historia—, se debatan y contrapongan distintas visiones historiográficas sobre aquel suceso.

Una vez más, salen a relucir las discusiones sobre si la independencia centroamericana fue una acción pacata y conservadora donde privaron los intereses económicos de los criollos y del clero en lugar del pueblo. Mientras unos sostienen que esa ruptura del nexo colonial estuvo animada por los sublimes ideales ilustrados de la libertad; otros corifean que se trató de un acto de oportunismo y gatopardismo frente al desgaste del Imperio Español y la amenaza de Iturbide de anexarnos por la fuerza a México.

Lo cierto es que el hecho de que la independencia centroamericana la terminaran haciendo los conservadores, que se resistían al liberalismo secularista de la Constitución de Cádiz y que no querían cambios radicales en la sociedad, no tiene nada de inusual ni explica suficientemente los problemas institucionales que arrastra el país hasta la actualidad para erigirse en un proyecto moderno de nación.

Pensemos en varios ejemplos: en Chile, los conservadores opositores a O’Higgins, (también denominados peyorativamente “pelucones”) tomaron el poder en 1823, organizaron al Estado y de la mano de Diego Portales, sentaron las bases institucionales de lo que ha sido Chile hasta hoy. Luego tenemos el caso de la Constitución de 1826 de Bolivia —redactada por el Libertador Simón Bolívar en la última etapa de su vida y con las lecciones aprendidas del experimento de Colombia— y sobre la que muchos argumentan que fue una propuesta conservadora de restaurar la monarquía al crear una presidencia vitalicia y hereditaria. También está, por supuesto, el Plan de Iguala y el intento de creación de un Imperio en México por Agustín de Iturbide, también de inspiración conservadora. Y finalmente, no olvidemos que incluso el propio Fernando VII derogó la Constitución de Cádiz entre 1814 y 1820, en un intento de frenar el avance liberal reformista y restaurar el absolutismo borbónico.

Todas éstas fueron “regresiones” conservadoras que se dieron en toda Hispanoamérica y que de alguna forma dan cuenta de las tensiones, las rupturas y continuidades de un proceso que no fue monolítico ni lineal, sino más bien heterogéneo y complejo que se inaugura en la región a partir de 1808 cuando la Corona española queda acéfala y se implanta un gobierno ilegítimo y los ciudadanos de toda Hispanoamérica tuvieron que encontrar la manera, con las propias limitaciones de su tiempo, de gobernarse a sí mismos.

Si bien es sano y deseable para una sociedad plantearse estos problemas historiográficos como parte formativa de su memoria colectiva y su conciencia histórica, debe evitarse caer en el “presentismo”, que es un vicio académico que impide entender el verdadero contexto de los acontecimientos tal cual sucedieron; sino que busca justificar cualquier cosa del presente mediante el uso político del pasado. En pocas palabras: es ideología, no historia.

 

Esos chairos de la península

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Con ocasión del bicentenario

La semana pasada escribí una primera reflexión interpretativa sobre algunos detalles detrás de la historia de la independencia Centroamérica, con ocasión de la conmemoración del bicentenario. 

La conclusión es que la independencia de Guatemala no representó la materialización de un sueño de libertad, ni de las ideas emanadas de la Ilustración, como sí ocurrió en las trece colonias o en América del Sur. Lo interesante del caso centroamericano es la forma en que el accionar de los actores políticos relevantes de hace 200 años, no es muy distinto al comportamiento de las élites en pleno siglo XXI.

Veamos. Tras la derrota de Napoléon Bonaparte en Waterloo en 1815 y el Congreso de Viena, Europa apostó por el statu quo ante, una suerte de regresión al estado de las cosas previo a la Revolución Francesa. Bajo el liderazgo de la Santa Alianza (integrada por el Imperio Austriaco, el Reino de Prusia y el Imperio de Rusia) y bajo la configuración del sistema Metternich de relaciones internacionales, Europa apostaba por la restauración de las monarquías absolutas, bajo preceptos cristianos para justificar la legitimidad monárquica, como mecanismo para acallar y detener el avance del liberalismo y del secularismo que se había implantado tras la Revolución Francesa y el Imperio Napoleónico.

Sin embargo, los cambios económicos y sociales producto de la Revolución Industrial y el fortalecimiento de las burguesías como actor de peso político agudizaban y aceleraban la crisis del antiguo régimen.

De ahí que entre 1820 y 1848, prácticamente una a una de las monarquías absolutas europeas sucumbió ante movimientos liberal-burgueses (primero) y obreros (después), que marcaron el final de un decadente antiguo régimen. Es decir, el avance de la modernidad era tal que ni los intereses políticos de las potencias y las élites europeas fue suficiente para contener el avance de las ideas ilustradas de libertades y derechos civiles, constitucionalismo, república y democracia.

En este contexto, el 1 de enero de 1820 en España, el Teniente Coronel Rafael de Riego, inició una revuelta contra el absolutismo del Rey Fernando VII. Para el 7 de marzo, el Rey se vio obligado a aceptar la restitución de la Constitución de Cádiz, la cual establecía una serie de instituciones liberales, tales como la soberanía en la Nación —ya no en el rey—, la monarquía constitucional, la separación de poderes, la limitación de los poderes del rey, el sufragio masculino indirecto, la libertad de imprenta, la libertad de industria, el derecho de propiedad y la abolición de los señoríos. Con ello, dio inicio el período conocido como el Trienio Liberal de España.

En este contexto, las élites locales se mostraron reticentes a aceptar los cambios que se daban en España. Casi me puedo imaginar el rechazo y el temor por esas ideas “chairas” de cambio político y liberalismo que ganaban tracción en la península ibérica.

De ahí, que la independencia fuese un momento para conservar lo antiguo, más que para liberar al istmo del yugo colonial. Recordemos dos datos. El primer Presidente de Guatemala fue Gabino Gaínza, quien hasta el 14 de septiembre de 1821 era el jefe de las fuerzas militares españolas en la región. Y dos, la primera decisión soberana de las provincias centroamericanas fue anexarse a México, bajo el Plan de Iguala, el cual se basaba precisamente en buscar la restauración de una monarquía absoluta borbónica, bajo los preceptos de la religión católica, y la búsqueda de la unidad entre españoles y criollos.

Ese rechazo a lo foráneo, a la modernidad, a la construcción de instituciones políticas no arbitrarias, o incluso, hay que decirlo, la falta de identificación con ideas y preceptos liberales se mantiene impregnada entre nuestras élites hasta el día de hoy. Dos cientos años después, la particular historia de la independencia de Guatemala aún nos arroja luces importantes para entender nuestra sociedad política.

El polémico fallo que abre la puerta a la reelección en El Salvador

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La Constitución de El Salvador, al igual que las constituciones de otros países centroamericanos, estipula límites bastante estrictos a la reelección presidencial. De tal suerte, el artículo 75 establece como causal de pérdida de los derechos ciudadanos promover o apoyar la “reelección o la continuación del Presidente de la República”.

Precisamente el pasado 3 de septiembre la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de El Salvador dictó una resolución dentro de un proceso de pérdida de ciudadanía derivado de los comentarios de una diputada del partido GANA que afirmó que estaba de acuerdo con que el presidente Bukele debía reelegirse, contrario a lo estipulado por la Constitución.

Lo sorprendente es que, de este proceso de pérdida de ciudadanía, la Sala de lo Constitucional acabó desechando la jurisprudencia sostenida por dicho tribunal y, mediante un confuso juego de palabras, sostuvo que la diputada de GANA no transgredió la norma constitucional porque la reelección inmediata en El Salvador sí está permitida. ¿Cómo arribó el tribunal a esa conclusión?

Hay que tener presente dos factores. Por una parte, que en mayo la Asamblea Legislativa de El Salvador, ampliamente dominada por el partido de Bukele, decidió remover a los magistrados de la Sala Constitucional y los reemplazó por magistrados afines al oficialismo.

De tal modo que es este tribunal así conformado quien dicta esta resolución. El inciso primero del artículo 152 de la Constitución salvadoreña afirma que no puede ser candidato presidencial quien “haya desempeñado la Presidencia de la República por más de seis meses, consecutivos o no, durante el período inmediato anterior, o dentro de los últimos seis meses anteriores al inicio del período presidencial”.

Por su parte, el artículo 88 dice literalmente: “La alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia de la República es indispensable para el mantenimiento de la forma de gobierno y sistema político establecidos. La violación de esta norma obliga a la insurrección”.

La Sala de lo Constitucional argumenta que el artículo 152 establece prohibiciones para ser “candidato”, mas no para ser presidente. De este modo, el tribunal argumenta que en realidad el constituyente quiso permitir por una sola vez más la reelección presidencial.

Agrega la Sala de lo Constitucional que el “sentido” de dicha prohibición es que quien ocupe la presidencia no se aproveche de su cargo para “prevalerse del mismo” y por ese motivo “ha de requerirse al Presidente que se haya postulado como candidato presidencial para un segundo periodo, [que] deba solicitar una licencia durante los seis meses previos, a fin de lograr la concordancia con el artículo 218 de la Constitución en el que se establece la prohibición de prevalerse del cargo para realizar propaganda electoral”.

La Sala de lo Constitucional asegura que llega a esta conclusión y desecha la interpretación opuesta que dicho tribunal había sostenido hasta entonces porque procura que su lectura cumpla con el carácter “progresivo y no regresivo de los derechos fundamentales”.

Irónicamente, hace esta lectura días después de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos resolviera una opinión consultiva referente a los límites a la reelección presidencial en la que estableció que no existe el derecho humano autónomo a la reelección.

A unos días del bicentenario

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Desde su mismo origen, había que cambiar para que todo siguiera igual

A menos de 10 días de la conmemoración del bicentenario de independencia, quise recordar algunos pormenores olvidados de la emancipación centroamericana, pero que retratan los cimientos mismos de nuestra sociedad política, doscientos años después.

El 1 de enero de 1820, el teniente coronel Rafael de Riego protagonizó un levantamiento militar contra la monarquía absolutista del Rey Fernando VII, que culminó con la instauración del Trienio Liberal. España se convirtió en una monarquía constitucional bajo la Constitución de Cádiz, en la que se subordinaba el poder del monarca a las Cortes, se decretaba el laicismo, la libertad de culto y se implementaron medidas anticlericales. Al mismo tiempo, los Artículos 10 y 11 de la Constitución reconocían a las colonias americanas como provincias del reino, pero limitaba cualquier ejercicio de autonomía efectiva.

Entre tanto, en México y Centroamérica, los movimientos y rebeliones independentistas fenecían ante un reconstituido Ejército español. No obstante, el giro hacia el liberalismo en la Madre Patria generaba resquemor entre una elite y un clero conservador. Dicho resquemor se manifestó principalmente en la reticencia local a aceptar la restaurada Constitución de Cádiz.

En este contexto, las autoridades peninsulares, la elite criolla, el alto clero y los oficiales del Ejército real –conservadores a ultranza, simpatizantes del absolutismo y fervientes antiliberales– organizaron una serie de reuniones secretas para declarar la independencia de México y Centroamérica. Su ideal era restablecer la monarquía bajo la dirección de un infante español, que rechazara el laicismo y las instituciones constitucionales de Cádiz. Es decir, la necesidad de mantener el statu quo local hacía imperiosa la necesidad de separarse de la corona.

Ese espíritu fue el que dio origen al Plan de Iguala, proclamado por Agustín Iturbide, comandante del Ejército español en México. Sus tres principios materializaban el sentir de la época: unidad entre peninsulares y criollos, independencia y adscripción a la religión católica.

La venida a Guatemala de Vicente Filísola, delegado de Iturbide, aceleró el sentir de la elite de proclamar la independencia de las Provincias de Centroamérica, la cual se suscribió en papel sellado de la corona. Los notables que participaron de la junta nombraron como primer Jefe de las Provincias Unidas a Gabino Gaínza, quien hasta el 14 de septiembre ejercía el cargo de Capitán General y Comandante del Ejército español en Centroamérica.

La independencia, y posterior anexión a México, habrían de confirmarse en un Congreso Constituyente convocado para el 1 de marzo de 1822. No obstante, el Plan de Iguala fracasó. La invitación a un infante español para asumir la corona de un independiente Reino de México fue rechazada por la familia Borbón. Ante el vacío, Iturbide fue proclamado Emperador.

La independencia de Guatemala no representa un sueño de libertad, ni la materialización de las ideas de la Ilustración, como sí ocurrió en América del Sur. Por el contrario, la emancipación fue una reacción al liberalismo español, al temor por el laicismo y al deseo de mantener la subordinación a un monarca absoluto. En pocas palabras, era preciso cambiar, para que todo siguiera igual.

El conservadurismo a ultranza, la reticencia de las élites al cambio político o -siquiera- a una mínima agenda de reforma institucional, la relación simbiótica entre política y religión (con formas distintas, pero con idéntico fondo) y el rechazo a las ideas e instituciones del liberalismo persisten dos siglos después.

Doscientos años después, uno de los denominadores en común de la historia guatemalteca ha sido precisamente “cambiar para que todo siga igual”. Los episodios de la Revolución Liberal de 1871, la caída de Estrada Cabrera en 1920, la Primavera Democrática 1944-1954, el 23 de Marzo de 1982, la transición democrática de 1986, los Acuerdos de Paz de 1996, o recientemente, el período 2015-2017 no han significado más que breves momentos de cambio, para que tarde o temprano, todo volviera a ser igual.

El estado de calamidad y su accidentado proceso en el Congreso

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Escribía yo en este espacio hace dos semanas que el país vivió un penoso evento cuando el Congreso pasó más de tres días sin pronunciarse sobre un estado de calamidad que decretó el presidente Giammattei el 13 de agosto. En aquel momento, la Corte de Constitucionalidad (CC) resolvió ordenar al Congreso declararse en sesión permanente y pronunciarse de inmediato.

El Congreso solicitó aclaración bajo el argumento de que únicamente se había agotado el primer debate y que de declararse en sesión permanente solo podría celebrar el segundo debate. Esto dado que los tres debates a los que se somete un decreto deben tener lugar en tres días distintos. La Corte contestó que, pese a que el Congreso debe aprobar o improbar el estado de calamidad mediante “decreto”, eso no implica que se deban seguir todas las etapas del proceso legislativo.

Es decir, no es necesario que exista una iniciativa de ley, dictamen de comisión, tres lecturas y posterior sanción o veto del Ejecutivo. ¿Por qué? Precisamente porque estamos ante una situación excepcional, ante la limitación de los derechos constitucionales de los guatemaltecos.

En este sentido, el término de tres días que establece la Constitución para que el Congreso se pronuncie resulta vital. Lamentablemente, el sábado el Congreso aprobó con 82 votos una moción privilegiada en la que estableció que el proceso para conocer el estado de calamidad tendría lugar en tres debates en tres días distintos, como si se tratara de un decreto legislativo común.

La situación ha dado lugar a que se interpusiera un amparo que ya ha sido admitido para su trámite. Hay que recordar que es el presidente en consejo de ministros quien emite el decreto respectivo del estado de excepción. En este caso, el Congreso actúa como un órgano de control a partir del principio de separación de poderes. No es un acto legislativo, sino un acto de control y de contrapeso.

Por esa razón, no resulta lógico que el Congreso proceda como lo hace en el trámite legislativo ordinario. Al respecto cabe decir que gran culpa de la situación de incertidumbre que vivimos se debe a que el Congreso jamás ha emitido una Ley de Orden Público ajustada al marco constitucional actual. Tener una ley con tufillo autoritario poco abona a situaciones como esta.

Si los diputados quieren sacar una lección de todo esto, y si los ciudadanos queremos también sacar una, debemos exigir al Congreso que de una vez por todas se ponga a trabajar a marchas forzadas en una nueva Ley de Orden Público. Ya existen proyectos en el Congreso a partir de los cuales se puede trabajar.

Por otra parte, el Congreso debe revisar su ley interna para legislar adecuadamente el proceso para conocer, aprobar e improbar los estados de excepción para evitar confusiones como la que hoy vive el país. Es un Congreso que está en una deuda grande con el país y bien haría con corregir estos males tan siquiera para fingir lavare la cara.

Hacia una reforma integral del sistema de elección de diputados

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Fomentar competencia, democracia interna de los partidos, reordenar distritos y abrir listados.

 

Quizá la mejor forma de explicar las debilidades del modelo de representación del sistema electoral, particularmente en lo relacionado con el Congreso, es hacer una analogía con un supermercado.

Actualmente, el supermercado electoral está abastecido por unas cuantas marcas. Pero estas han cerrado filas y buscan evitar que entre nueva competencia. Lógico. Cualquiera que ha asumido el costo de ingresar al sistema, naturalmente quiere limitar que otros lo hagan. Por ello, los partidos políticos tradicionales desean mantener barreras altas de ingreso: 0.3% del total de empadronados, requisitos de organización en 50 municipios y 12 departamentos, plazos rígidos para realizar asambleas, etc.

Pero el problema no se queda ahí. Resulta que en el supermercado las góndolas son excesivamente grandes y están desordenadas. Peor aún, los productos están mezclados, lo que limita una adecuada segmentación. En la misma góndola, usted encontrará frutas, bebidas, artículos de limpieza y farmacia. Esto ocurre en el sistema electoral por la existencia de distritos electorales muy grandes.

Por ejemplo, Guatemala, cuya magnitud es de 19 diputados, es un distrito excesivamente grande. En él, poblaciones significativas y con características económicas y socio-culturales disímiles entre sí eligen todas a un mismo grupo de representantes. Por ejemplo, los vecinos de Mixco inciden en la elección de representantes de otros conglomerados poblacionales y con características sociales y económicas distintas, como los del sur (Villa Nueva o Amatitlán) o los del norte del distrito (San Juan Sacatepéquez, San Raymundo o San Pedro Ayampuc).

Pero para terminarla de amolar, resulta que por el diseño del sistema, el consumidor no solo está obligado a buscar sus productos en góndolas grandes y desordenadas, sino que además, está obligado a comprar “en canasta”. En otras palabras, usted no puede adquirir solo una manzana, sino que debe comprar una canasta que le trae otros artículos más, que en algunos casos son de mala calidad, son saldos o simplemente que resultan nocivos para su salud. Ese es el efecto de los listados cerrados: el ciudadano está condenado a votar en paquete; a no poder individualizar a los candidatos que le ofrecen las agrupaciones políticas. Así es como se cuelan diputados vinculados a grupos de interés oscuro, o peor aún, a grupos delincuenciales organizados.

He aquí la lógica de tres ejes claves de una reforma electoral: abrir la competencia, ordenar las góndolas electorales y permitir al votante individualizar su compra.

Reducir las barreras de ingreso busca facilitar que nuevas marcas puedan aspirar a vender su producto. Y ojo, estar en el Supermercado no es garantía que el producto sea comprado. Simplemente es un asunto de permitir más competencia. Para hacer esto posible, es necesario reducir los costos de formación partidaria, no solo en términos de afiliados sino también de organización.

El ordenamiento de las góndolas pasa por establecer circuitos electorales. Con ello, se permitirá segmentar los mercados electorales, acercar al elector con su representante y permitir que poblaciones más homogéneas concentren su círculo de representación.

La apertura de los listados permitiría al elector individualizar su voto: podría premiar directamente a los candidatos que le parecen atractivos, indistintamente de su posición en la lista.

La integralidad de una reforma electoral no debe olvidarse si se desea mejorar la representatividad.

Alexei Navalny sobre la corrupción

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Alexei Navalny es el crítico más vocal de Vladimir Putin en Rusia. Justo hace un año fue envenenado con el agente nervioso Novichok y debió pasar en recuperación 5 meses en un hospital en Alemania. Sobrevivió, pero el régimen de Putin consideró que su tiempo en hospitalización violó las condiciones de libertad condicional y a su vuelta a Rusia fue encarcelado.

Desde prisión dictó a sus abobados un breve ensayo sobre la corrupción que fue publicado en inglés en el diario británico The Guardian. El texto también fue reproducido en el diario francés Le Monde y en Alemania en el Frankfurter Allgemeine Zeitung.

En su escrito, Navalny asegura que la corrupción no ha recibido la atención necesaria y que el fracaso de muchas políticas se debe a este fenómeno. Menciona el caso afgano a propósito de la reciente retirada del ejército estadounidense.

Estados Unidos gastó billones de dólares en Afganistán, pero el gobierno corrupto de Karzai fue parte del fracaso. A propósito de esto, ya la periodista norteamericana, Sarah Chayes, ha tratado el tema en su libro publicado en 2015 Thieves of State: Why Corruption Threatens Global Security. Ella explicó que el error de los EE. UU. fue optar por la seguridad antes que por la buena gobernanza.

Chayes concluyó que en Afganistán el gobierno se convirtió en una estructura criminal verticalmente integrada donde la corrupción fluía de abajo hacia arriba: los oficiales de menor rango pasaban mordidas a sus superiores a cambio de inmunidad o protección. ¿Suena familiar? EE. UU. alimentó la corrupción enviando dinero que se derrochó en este corrupto esquema.

Lo cual nos lleva de nuevo al texto de Navalny. Se pregunta qué puede hacer una persona desde Washington o Berlín para luchar contra la corrupción en Minsk o en Caracas. Parece que poco. Pero señala con acierto que el dinero proveniente de la corrupción se mueve por infraestructura occidental. Por eso sugiere cinco medidas.

La primera, crear una categoría de “países que fomentan la corrupción” en vez de optar por sanciones concretas a Estados en particular. En segundo lugar, que todos los contratos que celebren empresas de países occidentales con socios de países que fomentan la corrupción sean públicos en la medida que involucren en lo más mínimo relaciones con el Estado, sus funcionarios o familiares.

Tercero, afirma que combatir la corrupción sin sancionar a las personas que la hacen posible es ingenuo. Asegura que las listas de personajes sancionados son muy timoratas y no alcanzan a los actores de peso.

Cuarto, asegura que, pese a que algunos países occidentales cuentan con modernas leyes antisoborno, la justicia jamás ha ido tras de los personajes que su fundación anticorrupción ha denunciado, por ejemplo en el caso ruso. Y, quinto, propone un cuerpo o comisión internacional contra la corrupción. No se refiere a algo como la CICIG o la MACCIH, sino a un cuerpo que investigue las relaciones de políticos occidentales con socios comerciales de países autoritarios y corruptos.

Las ideas de Navalny están planteadas en el contexto ruso naturalmente. Pero resultan valiosas por ser propuestas concretas para combatir la corrupción a nivel global. ¿Qué lecciones podemos sacar? Creo que hay mucho que reflexionar a partir del escrito de Navalny.

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