Mientras más se “democratice” la democracia, se elevan la apuesta y las expectativas de la ciudadanía.
En los últimos meses se ha escrito profusamente sobre este tema. La preocupación en estos momentos pareciera ser, sin dudas, el fin de la democracia. La pregunta es, sin embargo, si la democracia, un concepto tan antiguo, puede efectivamente llegar a su fin, o si lo que estamos viendo como síntoma de ese “fin”, no es más que un cambio en los sistemas representativos occidentales que se inauguraron a mediados del siglo pasado.
El siglo XX se abre al mundo con la aparición de la sociedad de masas y su incorporación a la vida política de los estados nacionales. Es así como a partir de 1945 todas las naciones occidentales comienzan a implementar políticas de apertura democrática y de ampliación de la ciudadanía a través del voto universal, las cuales constituyeron el proyecto político que invistió de legitimidad a las democracias liberales occidentales hasta el presente.
Sin embargo, en las últimas décadas, ese proyecto democrático ha generado insatisfacción y descontento. Las naciones del Atlántico experimentaron la crisis de su vertiente económica en las décadas de los 80 y 90, con la desaparición del Estado de bienestar y el viraje hacia una gestión pública que toma en cuenta el funcionamiento de los mercados a través del llamado “consenso de Washington”. Y en el presente, es la vertiente política de este proyecto democrático la que se halla en crisis en todo el mundo, con la irrupción de los populismos y de discursos radicales y polarizantes.
Sobre la democracia, específicamente, podemos precisar que el concepto ha sufrido sustanciales cambios y definiciones desde la antigüedad. No es sino hasta el siglo XIX que el término vuelve a tomar auge y esplendor. En ese sentido, Giovanni Sartori distingue tres aspectos fundamentales en la noción moderna de democracia:
“En primer lugar, la democracia es un principio de legitimidad. En segundo lugar, la democracia es un sistema político llamado a resolver problemas de ejercicio (no únicamente de titularidad) del poder. En tercer lugar, la democracia es un ideal”[1]
La legitimidad democrática postula que el poder viene del pueblo. En las democracias el poder se constituye a través de elecciones libres y periódicas. Los ciudadanos son los titulares de ese poder en el ejercicio del voto para elegir a sus representantes.
En términos más concretos, la democracia moderna tendría una serie de rasgos interrelacionados: derechos iguales para todos los ciudadanos; libertad de expresión, asociación y oposición política; elecciones libres; plazos definidos y limitados de gobierno; lucha política no violenta; protección a las minorías e imperio de ley comunes para todos los ciudadanos. De tal suerte que las sociedades democráticas se caracterizan por ser plurales, multiculturales, descentralizadas institucionalmente, moderadas, no coercitivas, igualitarias y competitivas.
En palabras de Sartori, mientras más se “democratice” la democracia, se elevan la apuesta y las expectativas de la ciudadanía. Se pasaría entonces de una democracia en sentido liberal, estrechamente vinculada con la comunidad política como forma de gobierno, a la llamada democracia social, cuyo significado original pone por encima la igualdad a la libertad y que se vincula con las nociones de Estado social y justicia social.
En ese sentido, la interpretación del reconocimiento de los derechos a grupos históricamente rezagados, a mediados del siglo XX, pasó por una fundamentación democrática[3], que consistió en la idea de que todos los miembros de la sociedad reconocen, de forma recíproca, un “derecho general a tener derechos”, independientemente del origen, la posición, el sexo, la propiedad, etc., lo cual constituiría el fundamento de todos los derechos reclamados y codificados en declaraciones históricas.
Bajo esta fundamentación, al individuo no puede negársele su derecho a tener derechos, el cual, a su vez, actúa como “su carta de ciudadanía”[4], y por lo tanto, pasa a ser un miembro más dentro de la dinámica democrática (aunque sea un oponente político), que perfectamente puede ocupar el poder en un futuro.
Es así que en días recientes vimos cómo bajo este principio de fundamentación democrática de derechos, o “derecho a tener derechos”, la Cámara de Representantes del Congreso de los Estados Unidos se pintó de rostros que no suelen ser usuales en la política de nuestros países.
También es así como se dirimen las tensiones sociales históricas de un país en un contexto plural y abierto. Es ese y no otro el ethos de toda sociedad democrática civilizada. La historia nos ha dado ejemplos de que una sociedad donde la gente no se vea ni se trate como igual, no es en absoluto democrática y terminará lamentable e irrevocablemente empujada hacia la opción “revolucionaria”.
Referencias
[1] SARTORI, Giovanni. Elementos de teoría política. Madrid. Alianza Editorial. 2009; p. 29
[2] Sin embargo esa tesis de que la economía es la causa de la democracia, actualmente, en pleno siglo XXI, ya se ha desmentido. La prueba, según Sartori, es el caso de la India, democrática pero pobre (SARTORI, Giovanni. Ibídem; p. 64-65)
[3] La fundamentación de los derechos tiene varias corrientes teóricas: la fundamentación iusnaturalista, la fundamentación pactista, la fundamentación consensualista, la fundamentación positivista, la fundamentación realista, la fundamentación humanista y la fundamentación democrática (PÉREZ CAMPOS, Magaly. Los derechos humanos en la definición de la política democrática. Caracas. Unimet. 2009. Pp. 24-28)
[4] PÉREZ CAMPOS, Magaly. Ibídem; p. 27