Esto diagnosticaba el Departamento de Estado de los Estados Unidos sobre el sistema de justicia de Guatemala en 1968:
“The court system in Guatemala is not only antiquated but the quality of the judges is very low. The security forces feel they can not rely on the courts for the administration of justice, and, unfortunately, some of their recent experiences have not served to reassure them. The judges are not only often incompetent, but they are in many cases corrupt, and responsive to pressures and threats. Also, the entire judicial process makes it very difficult to prosecute anyone appre hended” (Foreign Relations of the United States, Diplomatic Papers – United States. Department of State, David C. Geyer. Pp. 231)
A pesar de que Guatemala ha tenido logros importantes desde la apertura democrática en los ochentas, el problema de la justicia pareciera ser una rémora que se arrastra desde los peores momentos del conflicto armado interno.
Desde la teoría política se asume que cuando por cualquier contingencia se rompe el contrato social —bien sea por guerras, desastres naturales o pestes—, el hombre vuelve al estado de naturaleza primigenio del “todos contra todos” y la violencia pasa a ser la moneda de cambio en la sociedad.
Durante estas eventualidades, muchos se aprovechan del vacío de Estado (o, en todo caso, del árbitro neutral que imparte justicia y resuelve los conflictos entre terceros) y la gente comienza a tomar la justicia en sus propias manos y pareciera que se justifica romper las cláusulas más básicas de convivencia social. Son momentos donde brotan las pulsiones más salvajes de nuestro sistema límbico y como humanos nos alejamos de los límites de contención impuestos por la razón, las leyes y la moral.
Esta es una de las tantas lecturas que se desprenden de la más reciente novela de Francisco Pérez de Antón, Heridas tiene la noche, que se desarrolla en un momento verdaderamente traumático de la historia reciente de Guatemala: el aciago año 68.
Un año especialmente sangriento para Guatemala en donde las guerrillas urbanas escalaron el conflicto llevándolo a unos extremos de radicalización nunca antes vistos en el país (al menos hasta ese momento) y en donde la Ciudad de Guatemala se convertiría en un escenario de guerra sin cuartel en el que también harían parte los escuadrones anti-insurgencia, la policía y el ejército. Un año en donde hubo asesinatos políticos, secuestros y desapariciones de personajes de alto perfil y relevancia que llenaron a la población de miedo e incertidumbre frente al futuro.
Pero esta narración no es un relato desde la historia política reciente, sino desde la vida cotidiana del ciudadano de a pie que de pronto se vio atrapado en una intrincada maraña de intereses políticos manejados por los países en pugna durante la Guerra Fría que hicieron de Guatemala su campo de batalla.
Ese ciudadano anodino del año 68 está encarnado en el personaje principal de la novela, Aloiso Ayarza, quien buscará desesperadamente justicia por el asesinato de su hermano y se estrellará de frente contra un poder político ejercido arbitrariamente que no le interesa impartir justicia sino imponerse sobre el bando enemigo. Y en esas circunstancias, tendrá que maniobrar él solo para hallar a los culpables del crimen contra su familia.
De hecho, en uno de los momentos finales de la novela, Ayarza sostiene una acalorada discusión con el escabroso inspector Garellano en donde le increpa por el hecho de ser parte de un aparato de poder corrompido desde sus entrañas:
— El mayor promotor de la venganza es un sistema judicial corrupto. Uno como aquel al que usted pertenecía. Las personas recurren a la justicia más primitiva cuando la justicia institucional no funciona. O no la permiten funcionar, como hacían ustedes…
En el presente, medio siglo después, apenas 20% de los guatemaltecos confían en el Ministerio Público; y sólo 8% confían en la Corte de Constitucionalidad y en el Organismo Judicial, respectivamente[1]. Lo cual indica que en términos de percepción, el asunto no ha mejorado. Seguimos siendo un territorio sin ley con profundos rezagos en esta materia y, de hecho, varios expertos indican que la causa de nuestros problemas actuales estriba precisamente en la debilidad y precariedad de nuestro Estado de derecho.
La solución pareciera ser bastante clara más no sencilla de acometer, pero sólo fortaleciendo la justicia, invirtiendo en capacidades, mejorando la calidad institucional y robusteciendo nuestro Estado de derecho, dejaremos de repetir los ciclos nefastos del pasado.
[1] Encuesta Fundación Libertad y Desarrollo- CID Gallup. Julio 2019