La historia no perdona. Y quienes hoy están en una posición de poder en Guatemala tienen que estar conscientes de la forma en que se escribirá este capítulo del país.
Ejercer la función pública al más alto nivel conlleva una responsabilidad con la historia de una nación. Las decisiones que se toman afectan la vida de millones de personas, para bien o para mal. Por esa razón, hay políticos que son recordados con honores como Abraham Lincoln, Franklin D. Roosevelt, Winston Churchill y más recientemente John McCain; mientras que otros se convierten en villanos y entran a la historia con deshonra por el sufrimiento que causaron a sus respectivos pueblos, como ha sucedido con tantos dictadores africanos, asiáticos y latinoamericanos.
En Estados Unidos, una buena parte del sector político pareciera tener ese sentido de la historia. Muchos han dejado legados que los colocan en un sitial de honor en la historia de su país. La política en esa nación ha tenido estándares mucho más altos que la política en América Latina. Por supuesto que tienen sus propios escándalos y hoy no se encuentran en su mejor momento; claramente no viven en el paraíso. Pero comparado con Latinoamérica, nos llevan muchas millas de ventaja.
El gran problema del político promedio de América Latina, y de Guatemala en particular, es que sólo busca enriquecerse y sacar provecho de su posición. El prestigio, la ideología, el honor y el sentido histórico están completamente ausentes de sus motivaciones. Y lo que es peor, con el paso de los años, la calidad de la clase política guatemalteca se ha deteriorado aún más. Hoy vemos a políticos dando un espectáculo terrible de ignorancia, cinismo, cobardía y arrogancia que los hace ver como el principal obstáculo para la transformación del país.
Por supuesto, que en medio de la podredumbre que infectó a la política de Guatemala, aún quedan políticos honestos y funcionarios probos que atestiguan con tristeza cómo el Estado ha quedado en manos de personas sin escrúpulos. Pero son una minoría y poco o nada pueden hacer, sin el apoyo decidido de la ciudadanía.
El panorama para Guatemala es desalentador si al final no logramos construir un Estado administrado por ciudadanos capaces y decentes al servicio de todos. Seguiremos hablando del país que anhelamos, pero nunca se concretará porque no contamos con un Estado funcional que lo impulse. Seremos el país de la eterna promesa y el permanente fracaso.
En medio del ambiente crispado que vive el país, los ciudadanos también hemos olvidado la responsabilidad que tenemos con la historia y las futuras generaciones. Caímos en la trampa de la polarización y el desprestigio. Ya no estamos discutiendo sobre las principales reformas que debemos impulsar para que el país tenga una oportunidad de desarrollo. En vez de eso, nos embarcamos en discusiones viscerales en donde no se aceptan matices y la descalificación ha desplazado al diálogo respetuoso y constructivo.
Hoy más que nunca se necesita que edifiquemos puentes y seamos capaces de dialogar, aun cuando defendamos puntos de vista encontrados. Es lo que hacen los países civilizados para resolver sus diferencias. Lo peor que nos podría pasar es regresar a ese pasado oscuro en donde la violencia se imponía sobre la razón. Ninguna persona decente debería avalar la violencia, la intimidación y las amenazas para silenciar un punto de vista diferente. Eso simplemente es inaceptable y nos convertiría en cómplices de una atrocidad.
La historia no perdona. Y quienes hoy están en una posición de poder en Guatemala tienen que estar conscientes de la forma en que se escribirá este capítulo del país. ¿Quedarán registrados como hombres de Estado que impulsaron y permitieron la primavera de Guatemala? ¿O la historia los recordará como villanos que robaron la esperanza de cambio de todo un pueblo? El país se encuentra en un momento crítico y se necesita de políticos con sentido de historia, que tomen decisiones en función del bienestar de la población y no del interés personal. La historia será implacable.
Publicado originalmente en El Periódico.