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The controversial ruling that opens the door to re-election in El Salvador

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La Constitución de El Salvador, al igual que las constituciones de otros países centroamericanos, estipula límites bastante estrictos a la reelección presidencial. De tal suerte, el artículo 75 establece como causal de pérdida de los derechos ciudadanos promover o apoyar la “reelección o la continuación del Presidente de la República”.

Precisamente el pasado 3 de septiembre la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de El Salvador dictó una resolución dentro de un proceso de pérdida de ciudadanía derivado de los comentarios de una diputada del partido GANA que afirmó que estaba de acuerdo con que el presidente Bukele debía reelegirse, contrario a lo estipulado por la Constitución.

Lo sorprendente es que, de este proceso de pérdida de ciudadanía, la Sala de lo Constitucional acabó desechando la jurisprudencia sostenida por dicho tribunal y, mediante un confuso juego de palabras, sostuvo que la diputada de GANA no transgredió la norma constitucional porque la reelección inmediata en El Salvador sí está permitida. ¿Cómo arribó el tribunal a esa conclusión?

Hay que tener presente dos factores. Por una parte, que en mayo la Asamblea Legislativa de El Salvador, ampliamente dominada por el partido de Bukele, decidió remover a los magistrados de la Sala Constitucional y los reemplazó por magistrados afines al oficialismo.

De tal modo que es este tribunal así conformado quien dicta esta resolución. El inciso primero del artículo 152 de la Constitución salvadoreña afirma que no puede ser candidato presidencial quien “haya desempeñado la Presidencia de la República por más de seis meses, consecutivos o no, durante el período inmediato anterior, o dentro de los últimos seis meses anteriores al inicio del período presidencial”.

Por su parte, el artículo 88 dice literalmente: “La alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia de la República es indispensable para el mantenimiento de la forma de gobierno y sistema político establecidos. La violación de esta norma obliga a la insurrección”.

La Sala de lo Constitucional argumenta que el artículo 152 establece prohibiciones para ser “candidato”, mas no para ser presidente. De este modo, el tribunal argumenta que en realidad el constituyente quiso permitir por una sola vez más la reelección presidencial.

Agrega la Sala de lo Constitucional que el “sentido” de dicha prohibición es que quien ocupe la presidencia no se aproveche de su cargo para “prevalerse del mismo” y por ese motivo “ha de requerirse al Presidente que se haya postulado como candidato presidencial para un segundo periodo, [que] deba solicitar una licencia durante los seis meses previos, a fin de lograr la concordancia con el artículo 218 de la Constitución en el que se establece la prohibición de prevalerse del cargo para realizar propaganda electoral”.

La Sala de lo Constitucional asegura que llega a esta conclusión y desecha la interpretación opuesta que dicho tribunal había sostenido hasta entonces porque procura que su lectura cumpla con el carácter “progresivo y no regresivo de los derechos fundamentales”.

Irónicamente, hace esta lectura días después de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos resolviera una opinión consultiva referente a los límites a la reelección presidencial en la que estableció que no existe el derecho humano autónomo a la reelección.

A few days from the bicentennial

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Desde su mismo origen, había que cambiar para que todo siguiera igual

A menos de 10 días de la conmemoración del bicentenario de independencia, quise recordar algunos pormenores olvidados de la emancipación centroamericana, pero que retratan los cimientos mismos de nuestra sociedad política, doscientos años después.

El 1 de enero de 1820, el teniente coronel Rafael de Riego protagonizó un levantamiento militar contra la monarquía absolutista del Rey Fernando VII, que culminó con la instauración del Trienio Liberal. España se convirtió en una monarquía constitucional bajo la Constitución de Cádiz, en la que se subordinaba el poder del monarca a las Cortes, se decretaba el laicismo, la libertad de culto y se implementaron medidas anticlericales. Al mismo tiempo, los Artículos 10 y 11 de la Constitución reconocían a las colonias americanas como provincias del reino, pero limitaba cualquier ejercicio de autonomía efectiva.

Entre tanto, en México y Centroamérica, los movimientos y rebeliones independentistas fenecían ante un reconstituido Ejército español. No obstante, el giro hacia el liberalismo en la Madre Patria generaba resquemor entre una elite y un clero conservador. Dicho resquemor se manifestó principalmente en la reticencia local a aceptar la restaurada Constitución de Cádiz.

En este contexto, las autoridades peninsulares, la elite criolla, el alto clero y los oficiales del Ejército real –conservadores a ultranza, simpatizantes del absolutismo y fervientes antiliberales– organizaron una serie de reuniones secretas para declarar la independencia de México y Centroamérica. Su ideal era restablecer la monarquía bajo la dirección de un infante español, que rechazara el laicismo y las instituciones constitucionales de Cádiz. Es decir, la necesidad de mantener el statu quo local hacía imperiosa la necesidad de separarse de la corona.

Ese espíritu fue el que dio origen al Plan de Iguala, proclamado por Agustín Iturbide, comandante del Ejército español en México. Sus tres principios materializaban el sentir de la época: unidad entre peninsulares y criollos, independencia y adscripción a la religión católica.

La venida a Guatemala de Vicente Filísola, delegado de Iturbide, aceleró el sentir de la elite de proclamar la independencia de las Provincias de Centroamérica, la cual se suscribió en papel sellado de la corona. Los notables que participaron de la junta nombraron como primer Jefe de las Provincias Unidas a Gabino Gaínza, quien hasta el 14 de septiembre ejercía el cargo de Capitán General y Comandante del Ejército español en Centroamérica.

La independencia, y posterior anexión a México, habrían de confirmarse en un Congreso Constituyente convocado para el 1 de marzo de 1822. No obstante, el Plan de Iguala fracasó. La invitación a un infante español para asumir la corona de un independiente Reino de México fue rechazada por la familia Borbón. Ante el vacío, Iturbide fue proclamado Emperador.

La independencia de Guatemala no representa un sueño de libertad, ni la materialización de las ideas de la Ilustración, como sí ocurrió en América del Sur. Por el contrario, la emancipación fue una reacción al liberalismo español, al temor por el laicismo y al deseo de mantener la subordinación a un monarca absoluto. En pocas palabras, era preciso cambiar, para que todo siguiera igual.

El conservadurismo a ultranza, la reticencia de las élites al cambio político o -siquiera- a una mínima agenda de reforma institucional, la relación simbiótica entre política y religión (con formas distintas, pero con idéntico fondo) y el rechazo a las ideas e instituciones del liberalismo persisten dos siglos después.

Doscientos años después, uno de los denominadores en común de la historia guatemalteca ha sido precisamente “cambiar para que todo siga igual”. Los episodios de la Revolución Liberal de 1871, la caída de Estrada Cabrera en 1920, la Primavera Democrática 1944-1954, el 23 de Marzo de 1982, la transición democrática de 1986, los Acuerdos de Paz de 1996, o recientemente, el período 2015-2017 no han significado más que breves momentos de cambio, para que tarde o temprano, todo volviera a ser igual.

The state of calamity and its bumpy process in Congress

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Escribía yo en este espacio hace dos semanas que el país vivió un penoso evento cuando el Congreso pasó más de tres días sin pronunciarse sobre un estado de calamidad que decretó el presidente Giammattei el 13 de agosto. En aquel momento, la Corte de Constitucionalidad (CC) resolvió ordenar al Congreso declararse en sesión permanente y pronunciarse de inmediato.

El Congreso solicitó aclaración bajo el argumento de que únicamente se había agotado el primer debate y que de declararse en sesión permanente solo podría celebrar el segundo debate. Esto dado que los tres debates a los que se somete un decreto deben tener lugar en tres días distintos. La Corte contestó que, pese a que el Congreso debe aprobar o improbar el estado de calamidad mediante “decreto”, eso no implica que se deban seguir todas las etapas del proceso legislativo.

Es decir, no es necesario que exista una iniciativa de ley, dictamen de comisión, tres lecturas y posterior sanción o veto del Ejecutivo. ¿Por qué? Precisamente porque estamos ante una situación excepcional, ante la limitación de los derechos constitucionales de los guatemaltecos.

En este sentido, el término de tres días que establece la Constitución para que el Congreso se pronuncie resulta vital. Lamentablemente, el sábado el Congreso aprobó con 82 votos una moción privilegiada en la que estableció que el proceso para conocer el estado de calamidad tendría lugar en tres debates en tres días distintos, como si se tratara de un decreto legislativo común.

La situación ha dado lugar a que se interpusiera un amparo que ya ha sido admitido para su trámite. Hay que recordar que es el presidente en consejo de ministros quien emite el decreto respectivo del estado de excepción. En este caso, el Congreso actúa como un órgano de control a partir del principio de separación de poderes. No es un acto legislativo, sino un acto de control y de contrapeso.

Por esa razón, no resulta lógico que el Congreso proceda como lo hace en el trámite legislativo ordinario. Al respecto cabe decir que gran culpa de la situación de incertidumbre que vivimos se debe a que el Congreso jamás ha emitido una Ley de Orden Público ajustada al marco constitucional actual. Tener una ley con tufillo autoritario poco abona a situaciones como esta.

Si los diputados quieren sacar una lección de todo esto, y si los ciudadanos queremos también sacar una, debemos exigir al Congreso que de una vez por todas se ponga a trabajar a marchas forzadas en una nueva Ley de Orden Público. Ya existen proyectos en el Congreso a partir de los cuales se puede trabajar.

Por otra parte, el Congreso debe revisar su ley interna para legislar adecuadamente el proceso para conocer, aprobar e improbar los estados de excepción para evitar confusiones como la que hoy vive el país. Es un Congreso que está en una deuda grande con el país y bien haría con corregir estos males tan siquiera para fingir lavare la cara.

The State of Calamity and its bumpy process in Congress

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Escribía yo en este espacio hace dos semanas que el país vivió un penoso evento cuando el Congreso pasó más de tres días sin pronunciarse sobre un estado de calamidad que decretó el presidente Giammattei el 13 de agosto. En aquel momento, la Corte de Constitucionalidad (CC) resolvió ordenar al Congreso declararse en sesión permanente y pronunciarse de inmediato.

El Congreso solicitó aclaración bajo el argumento de que únicamente se había agotado el primer debate y que de declararse en sesión permanente solo podría celebrar el segundo debate. Esto dado que los tres debates a los que se somete un decreto deben tener lugar en tres días distintos. La Corte contestó que, pese a que el Congreso debe aprobar o improbar el estado de calamidad mediante “decreto”, eso no implica que se deban seguir todas las etapas del proceso legislativo.

Es decir, no es necesario que exista una iniciativa de ley, dictamen de comisión, tres lecturas y posterior sanción o veto del Ejecutivo. ¿Por qué? Precisamente porque estamos ante una situación excepcional, ante la limitación de los derechos constitucionales de los guatemaltecos.

En este sentido, el término de tres días que establece la Constitución para que el Congreso se pronuncie resulta vital. Lamentablemente, el sábado el Congreso aprobó con 82 votos una moción privilegiada en la que estableció que el proceso para conocer el estado de calamidad tendría lugar en tres debates en tres días distintos, como si se tratara de un decreto legislativo común.

La situación ha dado lugar a que se interpusiera un amparo que ya ha sido admitido para su trámite. Hay que recordar que es el presidente en consejo de ministros quien emite el decreto respectivo del estado de excepción. En este caso, el Congreso actúa como un órgano de control a partir del principio de separación de poderes. No es un acto legislativo, sino un acto de control y de contrapeso.

Por esa razón, no resulta lógico que el Congreso proceda como lo hace en el trámite legislativo ordinario. Al respecto cabe decir que gran culpa de la situación de incertidumbre que vivimos se debe a que el Congreso jamás ha emitido una Ley de Orden Público ajustada al marco constitucional actual. Tener una ley con tufillo autoritario poco abona a situaciones como esta.

Si los diputados quieren sacar una lección de todo esto, y si los ciudadanos queremos también sacar una, debemos exigir al Congreso que de una vez por todas se ponga a trabajar a marchas forzadas en una nueva Ley de Orden Público. Ya existen proyectos en el Congreso a partir de los cuales se puede trabajar.

Por otra parte, el Congreso debe revisar su ley interna para legislar adecuadamente el proceso para conocer, aprobar e improbar los estados de excepción para evitar confusiones como la que hoy vive el país. Es un Congreso que está en una deuda grande con el país y bien haría con corregir estos males tan siquiera para fingir lavare la cara.

Towards a comprehensive reform of the deputy election system

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Fomentar competencia, democracia interna de los partidos, reordenar distritos y abrir listados.

 

Quizá la mejor forma de explicar las debilidades del modelo de representación del sistema electoral, particularmente en lo relacionado con el Congreso, es hacer una analogía con un supermercado.

Actualmente, el supermercado electoral está abastecido por unas cuantas marcas. Pero estas han cerrado filas y buscan evitar que entre nueva competencia. Lógico. Cualquiera que ha asumido el costo de ingresar al sistema, naturalmente quiere limitar que otros lo hagan. Por ello, los partidos políticos tradicionales desean mantener barreras altas de ingreso: 0.3% del total de empadronados, requisitos de organización en 50 municipios y 12 departamentos, plazos rígidos para realizar asambleas, etc.

Pero el problema no se queda ahí. Resulta que en el supermercado las góndolas son excesivamente grandes y están desordenadas. Peor aún, los productos están mezclados, lo que limita una adecuada segmentación. En la misma góndola, usted encontrará frutas, bebidas, artículos de limpieza y farmacia. Esto ocurre en el sistema electoral por la existencia de distritos electorales muy grandes.

Por ejemplo, Guatemala, cuya magnitud es de 19 diputados, es un distrito excesivamente grande. En él, poblaciones significativas y con características económicas y socio-culturales disímiles entre sí eligen todas a un mismo grupo de representantes. Por ejemplo, los vecinos de Mixco inciden en la elección de representantes de otros conglomerados poblacionales y con características sociales y económicas distintas, como los del sur (Villa Nueva o Amatitlán) o los del norte del distrito (San Juan Sacatepéquez, San Raymundo o San Pedro Ayampuc).

Pero para terminarla de amolar, resulta que por el diseño del sistema, el consumidor no solo está obligado a buscar sus productos en góndolas grandes y desordenadas, sino que además, está obligado a comprar “en canasta”. En otras palabras, usted no puede adquirir solo una manzana, sino que debe comprar una canasta que le trae otros artículos más, que en algunos casos son de mala calidad, son saldos o simplemente que resultan nocivos para su salud. Ese es el efecto de los listados cerrados: el ciudadano está condenado a votar en paquete; a no poder individualizar a los candidatos que le ofrecen las agrupaciones políticas. Así es como se cuelan diputados vinculados a grupos de interés oscuro, o peor aún, a grupos delincuenciales organizados.

He aquí la lógica de tres ejes claves de una reforma electoral: abrir la competencia, ordenar las góndolas electorales y permitir al votante individualizar su compra.

Reducir las barreras de ingreso busca facilitar que nuevas marcas puedan aspirar a vender su producto. Y ojo, estar en el Supermercado no es garantía que el producto sea comprado. Simplemente es un asunto de permitir más competencia. Para hacer esto posible, es necesario reducir los costos de formación partidaria, no solo en términos de afiliados sino también de organización.

El ordenamiento de las góndolas pasa por establecer circuitos electorales. Con ello, se permitirá segmentar los mercados electorales, acercar al elector con su representante y permitir que poblaciones más homogéneas concentren su círculo de representación.

La apertura de los listados permitiría al elector individualizar su voto: podría premiar directamente a los candidatos que le parecen atractivos, indistintamente de su posición en la lista.

La integralidad de una reforma electoral no debe olvidarse si se desea mejorar la representatividad.

Alexei Navalny on corruption

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Alexei Navalny es el crítico más vocal de Vladimir Putin en Rusia. Justo hace un año fue envenenado con el agente nervioso Novichok y debió pasar en recuperación 5 meses en un hospital en Alemania. Sobrevivió, pero el régimen de Putin consideró que su tiempo en hospitalización violó las condiciones de libertad condicional y a su vuelta a Rusia fue encarcelado.

Desde prisión dictó a sus abobados un breve ensayo sobre la corrupción que fue publicado en inglés en el diario británico The Guardian. El texto también fue reproducido en el diario francés Le Monde y en Alemania en el Frankfurter Allgemeine Zeitung.

En su escrito, Navalny asegura que la corrupción no ha recibido la atención necesaria y que el fracaso de muchas políticas se debe a este fenómeno. Menciona el caso afgano a propósito de la reciente retirada del ejército estadounidense.

Estados Unidos gastó billones de dólares en Afganistán, pero el gobierno corrupto de Karzai fue parte del fracaso. A propósito de esto, ya la periodista norteamericana, Sarah Chayes, ha tratado el tema en su libro publicado en 2015 Thieves of State: Why Corruption Threatens Global Security. Ella explicó que el error de los EE. UU. fue optar por la seguridad antes que por la buena gobernanza.

Chayes concluyó que en Afganistán el gobierno se convirtió en una estructura criminal verticalmente integrada donde la corrupción fluía de abajo hacia arriba: los oficiales de menor rango pasaban mordidas a sus superiores a cambio de inmunidad o protección. ¿Suena familiar? EE. UU. alimentó la corrupción enviando dinero que se derrochó en este corrupto esquema.

Lo cual nos lleva de nuevo al texto de Navalny. Se pregunta qué puede hacer una persona desde Washington o Berlín para luchar contra la corrupción en Minsk o en Caracas. Parece que poco. Pero señala con acierto que el dinero proveniente de la corrupción se mueve por infraestructura occidental. Por eso sugiere cinco medidas.

La primera, crear una categoría de “países que fomentan la corrupción” en vez de optar por sanciones concretas a Estados en particular. En segundo lugar, que todos los contratos que celebren empresas de países occidentales con socios de países que fomentan la corrupción sean públicos en la medida que involucren en lo más mínimo relaciones con el Estado, sus funcionarios o familiares.

Tercero, afirma que combatir la corrupción sin sancionar a las personas que la hacen posible es ingenuo. Asegura que las listas de personajes sancionados son muy timoratas y no alcanzan a los actores de peso.

Cuarto, asegura que, pese a que algunos países occidentales cuentan con modernas leyes antisoborno, la justicia jamás ha ido tras de los personajes que su fundación anticorrupción ha denunciado, por ejemplo en el caso ruso. Y, quinto, propone un cuerpo o comisión internacional contra la corrupción. No se refiere a algo como la CICIG o la MACCIH, sino a un cuerpo que investigue las relaciones de políticos occidentales con socios comerciales de países autoritarios y corruptos.

Las ideas de Navalny están planteadas en el contexto ruso naturalmente. Pero resultan valiosas por ser propuestas concretas para combatir la corrupción a nivel global. ¿Qué lecciones podemos sacar? Creo que hay mucho que reflexionar a partir del escrito de Navalny.

Guatemala: State of Fact

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Partamos del 13 de agosto de 2021 cuando el presidente en consejo de ministros declaró estado de calamidad mediante decreto gubernativo 6-2021. De aquí nacen una serie de sucesos que deberían preocuparnos. El artículo 138 constitucional establece que en dicho decreto (estado de excepción) “…se convocará al Congreso, para que dentro del término de tres días, lo conozca, lo ratifique, modifique o impruebe”.

Primero, al mejor estilo de un leguleyo, se interpretó que, aunque el decreto del estado de calamidad se publicó el sábado, 14 de agosto en el Diario Oficial, el término de tres días corría hasta el momento en que el Ejecutivo notificara del asunto al Congreso. Esto ocurrió hasta el martes, 17 de agosto.

En segundo lugar, pasó una semana y el Congreso no agotó la discusión sobre el estado de calamidad y no lo ratificó ni improbó. Ante la situación muchos abogados argumentamos que el estado de calamidad perdía vigencia porque no contó con la ratificación dentro del término señalado por la Constitución.

Sin embargo, este medio reportó que la propia Secretaría de Comunicación Social de la Presidencia sostenía la validez del estado de calamidad bajo el argumento de que “no existe ninguna norma jurídica que establezca que después de los tres días no tendrá validez…”. Lo afirmado por el Ejecutivo es una burda inversión de la máxima de que la autoridad únicamente está facultada a hacer aquello que la ley le permite.

El drama no termina ahí. La Corte de Constitucionalidad (CC) dictó una resolución a partir de una acción de inconstitucionalidad que el ombudsman interpuso contra del estado de calamidad. La CC decidió no suspender provisionalmente el decreto y en cambio opta por “conminar” a la Junta Directiva y al presidente del Congreso para que convoquen al pleno y sesionen a la brevedad. La CC arguye que la falta de pronunciamiento por parte del Congreso no puede entenderse como una improbación tácita del estado de calamidad.

La resolución de la Corte es quizá la parte más preocupante. La limitación de derechos constitucionales es, como su nombre lo indica, una situación excepcional. La interpretación constitucional debe partir siempre del principio pro personæ. La jurista Mónica Pinto explica que este principio nos dice que debemos acudir a la interpretación más extensiva de la Constitución cuando se trate de reconocer derechos o libertades y a la interpretación más restrictiva de la norma cuando se trata de establecer límites al ejercicio de los derechos o a su suspensión extraordinaria.

Este principio establece que, ante distintas posibles interpretaciones de las normas, debe optarse por aquella interpretación que restrinja en menor medida los derechos en juego. En el caso concreto, ¿qué interpretación es más coherente con el principio pro personæ? ¿aquella que sugiere que un estado de excepción no puede ser válido sin la ratificación del Congreso dentro del término de tres días señalado por la Constitución? ¿O aquella que reconoce la posibilidad del Ejecutivo de gobernar por excepción sin el aval del Congreso?

La respuesta es obvia. Vivimos por tanto en un estado de hecho y no uno de derecho.

Latin American foreign policy turns red and shifts to the left (again)

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La gran pregunta es si con este viraje nos dirigiremos realmente hacia una “era de mayor paz y cooperación entre naciones” o si más bien nos hallamos frente a la segunda parte de la “Marea Rosada” que vivimos hacia inicios del siglo XXI.

 

Si algo ha caracterizado contemporáneamente a América Latina es la constante ambivalencia entre queja de que la comunidad internacional no interviene a tiempo ni de manera oportuna cuando ocurre alguna crisis; y luego, el lamento contra el intervencionismo cuando las potencias y los organismos multilaterales promueven una agenda diferente a la de los gobiernos —u oposiciones, según el caso— de cada país.

En ese sentido, cada cierto tiempo la región celebra la aparición de un caudillo de turno que, con un verbo encendido, lanza pestes contra el imperialismo estadounidense en la región. Así figuran, por ejemplo, el discurso del Ché Guevara en la Asamblea General de Naciones Unidas de 1964, cuando acuña la famosa proclama “¡Patria o muerte!”; y décadas después en esa misma tribuna, pero en el año 2006, el conocido “¡Huele a azufre!” de Hugo Chávez.

El 24 de julio de 2021 un nuevo caudillo latinoamericano ha enarbolado otra vez el discurso anti-imperialista. Se trata de Andrés Manuel López Obrador quien desde el Castillo de Chapultepec rodeado de un grupo de cancilleres convocados por la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC) y, en medio de las celebraciones del natalicio del Libertador Simón Bolívar; ha comentado la necesidad de buscar nuevos mecanismos de entendimiento entre las naciones latinoamericanas para que “superen” el “divisionismo” que promueven otros organismos multilaterales como la OEA.

Pareciera, por una parte, una demostración de músculo político por parte de AMLO para liderar un viraje en la geopolítica regional; y de hecho sí lo es. Pero también esto es parte de una tradición histórica en la diplomacia mexicana desde la celebérrima “Doctrina Estrada”[1], hasta el papel de México durante la Guerra Fría dentro del llamado Movimiento de los No-Alineados.

Pero AMLO tampoco está solo en este viraje, ya que a finales de julio el presidente de Argentina, Alberto Fernández, en medio de una reunión del Grupo de Puebla, criticó a la Organización de Estados Americanos (OEA), afirmando que "tal como está no sirve” y que "es un escuadrón" que avanza sobre los "gobiernos populares" de América Latina.

Finalmente, la guinda del pastel la pondría Pedro Castillo, actual presidente de Perú (país que hace pocos años lideró al llamado Grupo de Lima: una coalición de países que buscaban la libertad de Venezuela), quien a inicios de agosto anticipó un cambio de postura al señalar que la política del nuevo gobierno peruano será contraria a las sanciones de Estados Unidos contra personeros del régimen de Nicolás Maduro.

De allí que México haya tomado la iniciativa de ser los anfitriones de las más recientes negociaciones entre Nicolás Maduro y la oposición venezolana para de alguna forma “normalizar” la crisis que atraviesa el país suramericano en los últimos años aunque, por supuesto, sin miras hacia una transición democrática sino más bien a una estabilización del régimen chavista en el poder.

Frente a este contexto vale la pena mencionar el repliegue que experimenta la derecha en América Latina, siendo Bolsonaro uno de sus principales exponentes al retirar a Brasil en 2020 de la CELAC. Luego están las crisis políticas desatadas en el Chile de Piñera desde 2019 y en la Colombia de Duque en 2021, tras sendos estallidos sociales contra esos gobiernos debilitándolos muchísimo a lo interno; y finalmente, los admirables pero tímidos gobiernos de Lacalle Pou, en Uruguay, y Lasso, en Ecuador, que si bien son dos gobiernos ejemplares, están bastante lejos de “restaurar” un liderazgo liberal en la región.

La gran pregunta es si con este viraje nos dirigiremos realmente hacia una “era de mayor paz y cooperación entre naciones” o si más bien nos hallamos frente a la segunda parte de la “Marea Rosada” que vivimos hacia inicios del siglo XXI, la cual puede resumirse como el despilfarro de los mayores ingresos en la historia de la región (gracias al boom de los commodities) en corrupción, maquinarias reeleccionistas, clientelismo y proyectos personalistas-autoritarios.

 

 

[1] Ideal geopolítico anti-intervencionista que se desarrolla en México en la década del treinta por el canciller mexicano Genaro Estrada Félix que consiste en el reconocimiento de gobiernos extranjeros independientemente de su legitimidad de origen (golpe de Estado, revoluciones o elecciones), sino basado en el ejercicio efectivo de su soberanía.

Middle class and political order

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¿Qué podemos aprender de la Primavera Árabe o de los eventos políticos en El Salvador, Chile, Nicaragua o Perú?

 

Como todo concepto sociológico, definir a la clase media es una tarea compleja. Originalmente, la idea se asoció a la pequeña burguesía surgida en la Inglaterra del siglo XVIII, y que constituía un estamento entre la nobleza y el campesinado. Más adelante, los ideólogos marxistas identificaron la existencia de un estrato entre la burguesía y el proletariado, integrado por pequeños comerciantes, profesionales y artesanos, con poder adquisitiva y propiedad privada.

Hoy, la conceptualización se ha tornado más diversa. El Banco Mundial le define en función al nivel de ingresos: aquellas personas cuyo ingreso anual oscila entre los $4,000 y $12,000 integran dicho segmento. En cambio, en la sociología y la ciencia política, se le caracteriza en función a ciertas variables como su carácter urbano o sub-urbano, la propiedad de activos, el acceso a educación y otros servicios públicos, el tipo de trabajo que desempeña, etc.

A pesar de la diversidad de definiciones, la historia ha puesto en evidencia el rol de la clase media como motor de crecimiento económico, como reserva moral de la sociedad y cómo el actor político sobre el cual orbitan los procesos de estabilidad, cambio gradual o revolución social.

En aquellas latitudes donde la estabilidad o calidad de vida de las clases medias se ve afectada por políticas económicas, por la corrupción, o por la degradación de los servicios públicos, dicho segmento ha liderado procesos de movilización para el cambio. Esa es la historia de la Primavera Árabe o de la Guatemala del 2015. En otras latitudes, la clase media actúa como contrapeso frente al abuso de poder como se ve en Venezuela o Nicaragua.

No obstante, cuando sus quejas, necesidades o su opinión dejan de importar en las decisiones públicas, la clase media fácilmente se convierte en el caldo de cultivo ideal para personalismos y mesianismos, para populismos o movimientos anti-sistema. Esa es la historia común de lo que vemos en El Salvador, Colombia, Chile y Perú.

En Guatemala, la clase media vive hoy el momento más crítico de los últimos treinta años. La pandemia puso en evidencia la condición raquítica del sistema de salud, y esa es tan sólo la punta del iceberg de un sistema que no provee satisfactores para los estratos medios. Por su parte, la tragicomedia en que se ha convertido la gestión de la pandemia y la vacunación evidencia la degradación del Estado y de lo público en general. Mientras que la contracción económica y el desempleo afectó -particularmente- a esos estratos medios urbanos (trabajadores industriales, comerciales o de servicios, trabajadores por cuenta propia, pequeños empresarios, profesionales).

Esa pauperización de los estratos medios y la sensación que el sistema dejó de responder a sus demandas y necesidades, generan la combinación ideal para que un proyecto populista (de izquierda o de derecha) gane tracción. Que no nos extrañe entonces el crecimiento de políticos con discurso anti-sistema o caudillos mesiánicos de cara a las elecciones 2023 y 2027.

Sin embargo, el enojo con la situación económica y el sistema político en general, la molestia con la tragicomedia de las vacunas y la gestión de la pandemia, son también una combinación ideal para un coctel explosivo. El tonel de combustible está ahí, cada vez con más energía potencial. La conversión de esa energía potencial a cinética puede depender de un episodio cualquiera que desate la ira popular. Las manifestaciones de noviembre 2020 por la golpeada aprobación del Presupuesto 2021 son el ejemplo paradigmático de lo anterior. Lo complejo de este escenario es que resulta muy difícil proyectar cómo evolucionan los procesos de movilizaciones abruptas.

The state of calamity

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El presidente decretó estado de calamidad el viernes, 13 de agosto en acuerdo gubernativo 6-2021 que fue publicado un día después en el Diario Oficial. Asimismo, se publicaron las Disposiciones presidenciales y órdenes para el estricto cumplimiento que desarrollan las medidas concretas que estarán vigentes hasta el 11 de septiembre de 2021.

El estado de calamidad limita la plena vigencia de los derechos de la libertad de acción (artículo 5 constitucional), libertad de locomoción (artículo 26), de reunión y manifestación (artículo 33) y parcialmente el derecho de huelga para trabajadores del Estado (artículo 116 segundo párrafo).

Hay que reconocer que el estado de calamidad está redactado en términos menos ambiguos que los decretados en 2020, pero está lejos de ser un cuerpo con disposiciones claras. Para efectos prácticos todo el mundo entiende que desde el 15 de agosto hay toque de queda de 10:00 p.m. a 4:00 a.m. Como ha sido costumbre, es la medida más clara. Tema aparte son las excepciones a esta limitación que en la práctica tienen un inevitable grado de discrecionalidad.

Pero el resto de medidas no quedan claras y la comunicación oficial pone más sombras que respuestas. Por ejemplo: un tuit de la cuenta oficial del Gobierno de Guatemala dice textualmente: “reuniones sociales o recreativas quedan suspendidas”. ¿Es esto cierto? Veamos lo que dicen las disposiciones presidenciales y al acuerdo gubernativo.

El artículo 6, literal “e”, del acuerdo gubernativo dice que se dispone “Limitar las concentraciones de personas y prohibir o suspender toda clase de espectáculos públicos y cualquier clase de reuniones o eventos, conforme las Disposiciones Presidenciales”.

¿Qué dicen las disposiciones presidenciales? La disposición décima, numeral 2, dice que “Se prohíben todas las reuniones, actividades o eventos recreativos, lúdicos, sociales y similares, en entidades públicas o privadas, en cualquier lugar o espacio público o privado, que excedan el aforo o asistencia permitido en las normas emitidas por el órgano rector de salud” (Resaltado propio).

Entonces las reuniones sociales no están prohibidas como lo asegura la comunicación oficial, sino aquellas que no cumplan el aforo permitido. ¿Dónde encontramos el aforo permitido? En el acuerdo ministerial del Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social (MSPAS) número 229-2020, más conocido como el tablero de alertas sanitarias.

Dado que la mayoría de los municipios están en rojo, el aforo para eventos es de 10 metros cuadrados por persona hasta un máximo de 100 personas. Para centros comerciales el aforo es 40% del estacionamiento y 10 personas por metro cuadrado y para restaurantes también de 10 personas por metro cuadrado.

Si las reuniones sociales estuviesen prohibidas en “lugares públicos o privados”, no podríamos siquiera comer en un restaurante o en casa con un amigo o familiar sin “incumplir” el mandato. Pero no es el caso. Un estándar básico para el estado de derecho es tener reglas claras, predecibles y que no sean imposibles de cumplir. Parece que es mucho pedir.

Ahora quedará en manos del Congreso de la República determinar si aprueba, modifica o imprueba el estado de calamidad. Veremos cómo están los apoyos al Ejecutivo en el Congreso y si consigue los mágicos 81 votos para aprobarlo. Ojalá el Congreso corrigiera los errores del acuerdo en caso decida aprobarlos, aunque sé que esto parece una ingenuidad si nos guiamos por sus actuaciones regulares.

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