Los resultados de este súper-ciclo electoral latinoamericano que se inauguró en 2021 con elecciones presidenciales en Ecuador, Perú, Honduras y Chile y elecciones parlamentarias en El Salvador, México y Argentina —y que continúa hasta 2022 con las elecciones presidenciales en Costa Rica, Colombia y Brasil— parecieran reflejar una tendencia de dimensiones continentales en toda América Latina: la alta polarización ideológica en la oferta política y el corrimiento de las preferencias electorales hacia los extremos[1].
¿Qué explica esta tendencia? Algunas hipótesis tienen que ver con la contingencia sanitaria de 2020, y otras (más estructurales), responden a la evolución histórica de la región en las últimas tres décadas.
[1] Mención aparte merecen las votaciones ¾que no elecciones¾ de regímenes abiertamente autoritarios hegemónicos como Nicaragua y Venezuela que las utilizan como una manera de aparentar formas democráticas y ratificarse en el poder.
En un primer sentido —y en relación con el desempeño de estos países durante la pandemia del Covid-19—, recordemos que América Latina posee el 8% de la población mundial, pero tiene alrededor del 30% de los fallecidos por la pandemia a nivel global y aún conserva una de las tasas de vacunación más bajas del hemisferio (ourworldindata). Su economía cayó -6.8%, sumando 22 millones de seres humanos a la pobreza ya existente en la región (Cepal).
El impacto de esta crisis sanitaria y económica en pleno ciclo electoral ya sería de suyo suficiente para explicar los fuertes virajes políticos que experimenta América Latina. En este contexto, es lógico que los gobiernos latinoamericanos, desfinanciados, sin capacidad de re-distribuir y de ofrecer satisfactores a una población cada vez más empobrecida y que demanda más del sistema político; necesariamente sufran el “voto castigo” de los electores, independientemente del signo ideológico al que éstos respondan.
De manera que el “voto castigo” puede explicarnos (parcialmente) los virajes a la extrema izquierda que se dieron en 2021, en las elecciones presidenciales de Perú, con Castillo, y Honduras, con Castro; pero también el fin del populismo correísta y viraje a la derecha liberal en Ecuador, con Lasso y la victoria de la derecha en las parlamentarias de Argentina.
Otra conjetura que puede ayudarnos a explicar el fenómeno de la polarización en estos procesos electorales, se relaciona con la creciente desafección de los latinoamericanos hacia la democracia. Pareciéramos atravesar un período de desencanto con la política y eso ha desembocado, según expertos, en una crisis de representación y de liderazgos y un fuerte rechazo hacia el status quo.
El último informe presentado por Latinobarómetro en 2021 sigue reflejando una caída sostenida en el apoyo de los latinoamericanos a la democracia. Mientras en 2010, un 63% de los latinoamericanos decía apoyar la democracia; en 2020 sólo el 49% dice apoyar la democracia, perdiendo 14 puntos porcentuales en apenas una década. Más preocupante es que un 13% de los latinoamericanos dice apoyar abiertamente un autoritarismo, y un 27% refiere que le es indiferente el tipo de régimen que se encuentre en el gobierno ¿Cómo explicar esto y qué nos dice la historia reciente?
La primera explicación es económica: puede inferirse una correlación evidente entre la caída sostenida de la economía latinoamericana desde 2014 —al derrumbarse los precios de las materias primas— con la caída del apoyo a la democracia en la última década. Pero basta con repasar el contexto de nuestra región de hace poco más de treinta años, en plena crisis de la deuda y durante la llamada tercera oleada democrática, para entender que el malestar del latinoamericano hacia la democracia tiene otras explicaciones más allá de lo económico.
Hacia finales de los ochentas, cuando las naciones democráticas y desarrolladas del mundo occidental subieron el costo del abuso institucional a las naciones no democráticas; la democracia como sistema de gobierno comenzaría a aparecer en naciones donde incluso las condiciones internas eran desfavorables para su aplicación y ejercicio. En ese sentido, para 1990, prácticamente todos los países de América Latina (con la sola excepción de Cuba) eran al menos nominalmente democracias presidencialistas y abrazaron los ideales liberales de Estado de derecho y economías abiertas.
En ese sentido, el desgaste de la democracia en América Latina tiene que ver, en principio, con una confusión de términos y significados. Por una parte, se entiende a la democracia como un medio de acceso al poder por elecciones libres, y por otra parte, se entiende a la democracia como una forma de gobierno que canaliza las demandas sociales (de bienes y servicios, de reconocimiento de derechos, etc.) de la población. De manera que a inicios de los noventas, si bien se resolvió el problema del “acceso al poder político”; no se subsanó el tema del “ejercicio del poder político”. Es por esta razón que a pesar de que en la región se celebran periódicamente elecciones los problemas de corrupción, clientelismo, impunidad y socavamiento del Estado de derecho, persisten e incluso se han profundizado en las últimas décadas. Y también explica por qué en algunos países ha irrumpido con tanta fuerza el populismo autoritario (de cualquier signo ideológico) que propone acabar con los pactos de conciliación de élites que inauguraron estas democracias liberales en América Latina de finales del siglo XX.
Estos pactos de conciliación de élites, que hasta hace pocas décadas dieron gobernabilidad y estabilidad democrática a países como Perú (con los gobiernos del APRA) y Chile (con la Concertación); hoy en día están siendo galvanizados por el rechazo cada vez más grande de la población, que pareciera decantarse por las opciones más polarizantes de la oferta política, cuya propuesta principal es, precisamente, abolir el sistema existente y refundar el pacto social.
Una tercera teoría tiene que ver con la penetración cada vez más fuerte de las redes sociales y su influencia en la erosión de procesos electorales en América Latina. A pesar de los rezagos económicos que enfrenta nuestra región, su tasa de conectividad a internet es alta, en comparación con otras regiones del mundo en vías de desarrollo. De acuerdo con cifras del BID-Microsoft, un 71% de la población urbana latinoamericana y un 37% de la ruralidad, cuenta con opciones de conectividad a internet. De los latinoamericanos con acceso a internet, un 82% usa redes sociales, siendo Facebook y Whatsapp, las redes con mayor porcentaje de usuarios (statista.com).
Estos datos representan un desafío para la región latinoamericana, que aún presenta importantes brechas sociales, porque si bien es bastante positivo que las telecomunicaciones sean cada vez más accesibles para la población de ingresos medios-bajos y bajos; esto está creando una disrupción social que no hemos dimensionado, porque ahora podemos ver cómo se vive en otras latitudes del primer mundo y, especialmente, cómo viven nuestras élites locales. Eso está llevando a que las demandas de la población sean cada vez más aspiracionales, y en un contexto de desigualdad como el latinoamericano (donde el elevador social está estancado), se están generando mayores niveles de descontento público, que contribuyen, a su vez, a niveles más altos de inestabilidad institucional.
A esto debemos sumar el tema del funcionamiento de los algoritmos, que segmentan los contenidos por preferencias y que privilegian todo tipo de sesgos, encerrándonos en burbujas de opinión, que a su vez son alimentadas por las fake news, los clickbaits, que de alguna forma exaltan las reacciones más emocionales y le dan más visibilidad de la necesaria a las opiniones más extremas y radicales.
Ciertamente estamos atravesando una era de ruptura de consensos y de gran polarización ideológica en la región y eso se refleja en la oferta electoral de los últimos meses. Pero a diferencia de otros momentos de la historia reciente latinoamericana —como por ejemplo, cuando irrumpió el llamado “socialismo del siglo XXI”— hoy nos encontramos en un panorama distinto, debido a la gran fragmentación de esa oferta electoral. Tal vez sólo con las excepciones de AMLO, en México, y de Nayib Bukele, en El Salvador; lo que estamos viendo en el resto de la región es que ninguna de las opciones políticas (por más extremas que sean), son definitivamente una “aplanadora” que concentran todo el poder para llevar a cabo sus proyectos políticos de cambio radical.
Es el caso del Perú, con Pedro Castillo, quien no logró una mayoría en el Congreso que le permita impulsar su agenda de gobierno y virtualmente pareciera ser el caso de Xiomara Castro en Honduras, quien necesariamente tendrá que pactar con otras coaliciones para lograr una bancada fuerte en el legislativo. Del lado de la derecha liberal, también Guillermo Lasso en Ecuador debe hacer frente a una oposición correísta con importantes espacios de poder todavía en el país. Lo mismo está sucediendo en Chile, donde a pesar de la victoria de Gabriel Boric en las presidenciales, tendrá que gobernar con un Congreso sumamente fragmentado y una Convención Constituyente con cada vez más desacuerdos.
Todo apunta a que la tendencia a la polarización y la fragmentación continuará en 2022. A tres semanas de las elecciones en Costa Rica, el ex presidente José María Figueres, lidera las encuestas y cuenta apenas con el 18% de intención de voto, en una oferta de más de 25 candidatos a la presidencia. Luego le seguirán las elecciones en Colombia, donde las fuerzas de derecha y de centro irán divididas frente a la extrema izquierda de Gustavo Petro. Y hacia finales del año será el turno de Brasil, donde las elecciones serán una contienda polarizada entre las dos fuerzas políticas radicales y extremas del país suramericano, representadas en Lula Da Silva y Jair Bolsonaro.