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El Bicentenario y el presentismo

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El historiador italiano Benedetto Croce alguna vez afirmó que “Toda historia es historia contemporánea” y el gran filósofo español José Ortega y Gasset también llegó a decir que “un historiador es un profeta al revés”. Lo que estos importantes pensadores del siglo XX quisieron transmitir con estas frases es que muchos lectores y aficionados a la historia se acercan a esta disciplina principalmente para entender su presente y prospectar su futuro. De allí que casi siempre la historia se convierta en un género bestseller en aquellas sociedades que atraviesan grandes crisis y convulsiones.

De esa actitud no han escapado los centroamericanos a la hora de abordar su hito fundacional como república independiente, a 200 años de aquellos sucesos. Además de que la fecha se presta para que dentro del gremio de historiadores —e intelectuales interesados en la historia—, se debatan y contrapongan distintas visiones historiográficas sobre aquel suceso.

Una vez más, salen a relucir las discusiones sobre si la independencia centroamericana fue una acción pacata y conservadora donde privaron los intereses económicos de los criollos y del clero en lugar del pueblo. Mientras unos sostienen que esa ruptura del nexo colonial estuvo animada por los sublimes ideales ilustrados de la libertad; otros corifean que se trató de un acto de oportunismo y gatopardismo frente al desgaste del Imperio Español y la amenaza de Iturbide de anexarnos por la fuerza a México.

Lo cierto es que el hecho de que la independencia centroamericana la terminaran haciendo los conservadores, que se resistían al liberalismo secularista de la Constitución de Cádiz y que no querían cambios radicales en la sociedad, no tiene nada de inusual ni explica suficientemente los problemas institucionales que arrastra el país hasta la actualidad para erigirse en un proyecto moderno de nación.

Pensemos en varios ejemplos: en Chile, los conservadores opositores a O’Higgins, (también denominados peyorativamente “pelucones”) tomaron el poder en 1823, organizaron al Estado y de la mano de Diego Portales, sentaron las bases institucionales de lo que ha sido Chile hasta hoy. Luego tenemos el caso de la Constitución de 1826 de Bolivia —redactada por el Libertador Simón Bolívar en la última etapa de su vida y con las lecciones aprendidas del experimento de Colombia— y sobre la que muchos argumentan que fue una propuesta conservadora de restaurar la monarquía al crear una presidencia vitalicia y hereditaria. También está, por supuesto, el Plan de Iguala y el intento de creación de un Imperio en México por Agustín de Iturbide, también de inspiración conservadora. Y finalmente, no olvidemos que incluso el propio Fernando VII derogó la Constitución de Cádiz entre 1814 y 1820, en un intento de frenar el avance liberal reformista y restaurar el absolutismo borbónico.

Todas éstas fueron “regresiones” conservadoras que se dieron en toda Hispanoamérica y que de alguna forma dan cuenta de las tensiones, las rupturas y continuidades de un proceso que no fue monolítico ni lineal, sino más bien heterogéneo y complejo que se inaugura en la región a partir de 1808 cuando la Corona española queda acéfala y se implanta un gobierno ilegítimo y los ciudadanos de toda Hispanoamérica tuvieron que encontrar la manera, con las propias limitaciones de su tiempo, de gobernarse a sí mismos.

Si bien es sano y deseable para una sociedad plantearse estos problemas historiográficos como parte formativa de su memoria colectiva y su conciencia histórica, debe evitarse caer en el “presentismo”, que es un vicio académico que impide entender el verdadero contexto de los acontecimientos tal cual sucedieron; sino que busca justificar cualquier cosa del presente mediante el uso político del pasado. En pocas palabras: es ideología, no historia.

 

Esos chairos de la península

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Con ocasión del bicentenario

La semana pasada escribí una primera reflexión interpretativa sobre algunos detalles detrás de la historia de la independencia Centroamérica, con ocasión de la conmemoración del bicentenario. 

La conclusión es que la independencia de Guatemala no representó la materialización de un sueño de libertad, ni de las ideas emanadas de la Ilustración, como sí ocurrió en las trece colonias o en América del Sur. Lo interesante del caso centroamericano es la forma en que el accionar de los actores políticos relevantes de hace 200 años, no es muy distinto al comportamiento de las élites en pleno siglo XXI.

Veamos. Tras la derrota de Napoléon Bonaparte en Waterloo en 1815 y el Congreso de Viena, Europa apostó por el statu quo ante, una suerte de regresión al estado de las cosas previo a la Revolución Francesa. Bajo el liderazgo de la Santa Alianza (integrada por el Imperio Austriaco, el Reino de Prusia y el Imperio de Rusia) y bajo la configuración del sistema Metternich de relaciones internacionales, Europa apostaba por la restauración de las monarquías absolutas, bajo preceptos cristianos para justificar la legitimidad monárquica, como mecanismo para acallar y detener el avance del liberalismo y del secularismo que se había implantado tras la Revolución Francesa y el Imperio Napoleónico.

Sin embargo, los cambios económicos y sociales producto de la Revolución Industrial y el fortalecimiento de las burguesías como actor de peso político agudizaban y aceleraban la crisis del antiguo régimen.

De ahí que entre 1820 y 1848, prácticamente una a una de las monarquías absolutas europeas sucumbió ante movimientos liberal-burgueses (primero) y obreros (después), que marcaron el final de un decadente antiguo régimen. Es decir, el avance de la modernidad era tal que ni los intereses políticos de las potencias y las élites europeas fue suficiente para contener el avance de las ideas ilustradas de libertades y derechos civiles, constitucionalismo, república y democracia.

En este contexto, el 1 de enero de 1820 en España, el Teniente Coronel Rafael de Riego, inició una revuelta contra el absolutismo del Rey Fernando VII. Para el 7 de marzo, el Rey se vio obligado a aceptar la restitución de la Constitución de Cádiz, la cual establecía una serie de instituciones liberales, tales como la soberanía en la Nación —ya no en el rey—, la monarquía constitucional, la separación de poderes, la limitación de los poderes del rey, el sufragio masculino indirecto, la libertad de imprenta, la libertad de industria, el derecho de propiedad y la abolición de los señoríos. Con ello, dio inicio el período conocido como el Trienio Liberal de España.

En este contexto, las élites locales se mostraron reticentes a aceptar los cambios que se daban en España. Casi me puedo imaginar el rechazo y el temor por esas ideas “chairas” de cambio político y liberalismo que ganaban tracción en la península ibérica.

De ahí, que la independencia fuese un momento para conservar lo antiguo, más que para liberar al istmo del yugo colonial. Recordemos dos datos. El primer Presidente de Guatemala fue Gabino Gaínza, quien hasta el 14 de septiembre de 1821 era el jefe de las fuerzas militares españolas en la región. Y dos, la primera decisión soberana de las provincias centroamericanas fue anexarse a México, bajo el Plan de Iguala, el cual se basaba precisamente en buscar la restauración de una monarquía absoluta borbónica, bajo los preceptos de la religión católica, y la búsqueda de la unidad entre españoles y criollos.

Ese rechazo a lo foráneo, a la modernidad, a la construcción de instituciones políticas no arbitrarias, o incluso, hay que decirlo, la falta de identificación con ideas y preceptos liberales se mantiene impregnada entre nuestras élites hasta el día de hoy. Dos cientos años después, la particular historia de la independencia de Guatemala aún nos arroja luces importantes para entender nuestra sociedad política.

El polémico fallo que abre la puerta a la reelección en El Salvador

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La Constitución de El Salvador, al igual que las constituciones de otros países centroamericanos, estipula límites bastante estrictos a la reelección presidencial. De tal suerte, el artículo 75 establece como causal de pérdida de los derechos ciudadanos promover o apoyar la “reelección o la continuación del Presidente de la República”.

Precisamente el pasado 3 de septiembre la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de El Salvador dictó una resolución dentro de un proceso de pérdida de ciudadanía derivado de los comentarios de una diputada del partido GANA que afirmó que estaba de acuerdo con que el presidente Bukele debía reelegirse, contrario a lo estipulado por la Constitución.

Lo sorprendente es que, de este proceso de pérdida de ciudadanía, la Sala de lo Constitucional acabó desechando la jurisprudencia sostenida por dicho tribunal y, mediante un confuso juego de palabras, sostuvo que la diputada de GANA no transgredió la norma constitucional porque la reelección inmediata en El Salvador sí está permitida. ¿Cómo arribó el tribunal a esa conclusión?

Hay que tener presente dos factores. Por una parte, que en mayo la Asamblea Legislativa de El Salvador, ampliamente dominada por el partido de Bukele, decidió remover a los magistrados de la Sala Constitucional y los reemplazó por magistrados afines al oficialismo.

De tal modo que es este tribunal así conformado quien dicta esta resolución. El inciso primero del artículo 152 de la Constitución salvadoreña afirma que no puede ser candidato presidencial quien “haya desempeñado la Presidencia de la República por más de seis meses, consecutivos o no, durante el período inmediato anterior, o dentro de los últimos seis meses anteriores al inicio del período presidencial”.

Por su parte, el artículo 88 dice literalmente: “La alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia de la República es indispensable para el mantenimiento de la forma de gobierno y sistema político establecidos. La violación de esta norma obliga a la insurrección”.

La Sala de lo Constitucional argumenta que el artículo 152 establece prohibiciones para ser “candidato”, mas no para ser presidente. De este modo, el tribunal argumenta que en realidad el constituyente quiso permitir por una sola vez más la reelección presidencial.

Agrega la Sala de lo Constitucional que el “sentido” de dicha prohibición es que quien ocupe la presidencia no se aproveche de su cargo para “prevalerse del mismo” y por ese motivo “ha de requerirse al Presidente que se haya postulado como candidato presidencial para un segundo periodo, [que] deba solicitar una licencia durante los seis meses previos, a fin de lograr la concordancia con el artículo 218 de la Constitución en el que se establece la prohibición de prevalerse del cargo para realizar propaganda electoral”.

La Sala de lo Constitucional asegura que llega a esta conclusión y desecha la interpretación opuesta que dicho tribunal había sostenido hasta entonces porque procura que su lectura cumpla con el carácter “progresivo y no regresivo de los derechos fundamentales”.

Irónicamente, hace esta lectura días después de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos resolviera una opinión consultiva referente a los límites a la reelección presidencial en la que estableció que no existe el derecho humano autónomo a la reelección.

A unos días del bicentenario

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Desde su mismo origen, había que cambiar para que todo siguiera igual

A menos de 10 días de la conmemoración del bicentenario de independencia, quise recordar algunos pormenores olvidados de la emancipación centroamericana, pero que retratan los cimientos mismos de nuestra sociedad política, doscientos años después.

El 1 de enero de 1820, el teniente coronel Rafael de Riego protagonizó un levantamiento militar contra la monarquía absolutista del Rey Fernando VII, que culminó con la instauración del Trienio Liberal. España se convirtió en una monarquía constitucional bajo la Constitución de Cádiz, en la que se subordinaba el poder del monarca a las Cortes, se decretaba el laicismo, la libertad de culto y se implementaron medidas anticlericales. Al mismo tiempo, los Artículos 10 y 11 de la Constitución reconocían a las colonias americanas como provincias del reino, pero limitaba cualquier ejercicio de autonomía efectiva.

Entre tanto, en México y Centroamérica, los movimientos y rebeliones independentistas fenecían ante un reconstituido Ejército español. No obstante, el giro hacia el liberalismo en la Madre Patria generaba resquemor entre una elite y un clero conservador. Dicho resquemor se manifestó principalmente en la reticencia local a aceptar la restaurada Constitución de Cádiz.

En este contexto, las autoridades peninsulares, la elite criolla, el alto clero y los oficiales del Ejército real –conservadores a ultranza, simpatizantes del absolutismo y fervientes antiliberales– organizaron una serie de reuniones secretas para declarar la independencia de México y Centroamérica. Su ideal era restablecer la monarquía bajo la dirección de un infante español, que rechazara el laicismo y las instituciones constitucionales de Cádiz. Es decir, la necesidad de mantener el statu quo local hacía imperiosa la necesidad de separarse de la corona.

Ese espíritu fue el que dio origen al Plan de Iguala, proclamado por Agustín Iturbide, comandante del Ejército español en México. Sus tres principios materializaban el sentir de la época: unidad entre peninsulares y criollos, independencia y adscripción a la religión católica.

La venida a Guatemala de Vicente Filísola, delegado de Iturbide, aceleró el sentir de la elite de proclamar la independencia de las Provincias de Centroamérica, la cual se suscribió en papel sellado de la corona. Los notables que participaron de la junta nombraron como primer Jefe de las Provincias Unidas a Gabino Gaínza, quien hasta el 14 de septiembre ejercía el cargo de Capitán General y Comandante del Ejército español en Centroamérica.

La independencia, y posterior anexión a México, habrían de confirmarse en un Congreso Constituyente convocado para el 1 de marzo de 1822. No obstante, el Plan de Iguala fracasó. La invitación a un infante español para asumir la corona de un independiente Reino de México fue rechazada por la familia Borbón. Ante el vacío, Iturbide fue proclamado Emperador.

La independencia de Guatemala no representa un sueño de libertad, ni la materialización de las ideas de la Ilustración, como sí ocurrió en América del Sur. Por el contrario, la emancipación fue una reacción al liberalismo español, al temor por el laicismo y al deseo de mantener la subordinación a un monarca absoluto. En pocas palabras, era preciso cambiar, para que todo siguiera igual.

El conservadurismo a ultranza, la reticencia de las élites al cambio político o -siquiera- a una mínima agenda de reforma institucional, la relación simbiótica entre política y religión (con formas distintas, pero con idéntico fondo) y el rechazo a las ideas e instituciones del liberalismo persisten dos siglos después.

Doscientos años después, uno de los denominadores en común de la historia guatemalteca ha sido precisamente “cambiar para que todo siga igual”. Los episodios de la Revolución Liberal de 1871, la caída de Estrada Cabrera en 1920, la Primavera Democrática 1944-1954, el 23 de Marzo de 1982, la transición democrática de 1986, los Acuerdos de Paz de 1996, o recientemente, el período 2015-2017 no han significado más que breves momentos de cambio, para que tarde o temprano, todo volviera a ser igual.

El estado de calamidad y su accidentado proceso en el Congreso

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Escribía yo en este espacio hace dos semanas que el país vivió un penoso evento cuando el Congreso pasó más de tres días sin pronunciarse sobre un estado de calamidad que decretó el presidente Giammattei el 13 de agosto. En aquel momento, la Corte de Constitucionalidad (CC) resolvió ordenar al Congreso declararse en sesión permanente y pronunciarse de inmediato.

El Congreso solicitó aclaración bajo el argumento de que únicamente se había agotado el primer debate y que de declararse en sesión permanente solo podría celebrar el segundo debate. Esto dado que los tres debates a los que se somete un decreto deben tener lugar en tres días distintos. La Corte contestó que, pese a que el Congreso debe aprobar o improbar el estado de calamidad mediante “decreto”, eso no implica que se deban seguir todas las etapas del proceso legislativo.

Es decir, no es necesario que exista una iniciativa de ley, dictamen de comisión, tres lecturas y posterior sanción o veto del Ejecutivo. ¿Por qué? Precisamente porque estamos ante una situación excepcional, ante la limitación de los derechos constitucionales de los guatemaltecos.

En este sentido, el término de tres días que establece la Constitución para que el Congreso se pronuncie resulta vital. Lamentablemente, el sábado el Congreso aprobó con 82 votos una moción privilegiada en la que estableció que el proceso para conocer el estado de calamidad tendría lugar en tres debates en tres días distintos, como si se tratara de un decreto legislativo común.

La situación ha dado lugar a que se interpusiera un amparo que ya ha sido admitido para su trámite. Hay que recordar que es el presidente en consejo de ministros quien emite el decreto respectivo del estado de excepción. En este caso, el Congreso actúa como un órgano de control a partir del principio de separación de poderes. No es un acto legislativo, sino un acto de control y de contrapeso.

Por esa razón, no resulta lógico que el Congreso proceda como lo hace en el trámite legislativo ordinario. Al respecto cabe decir que gran culpa de la situación de incertidumbre que vivimos se debe a que el Congreso jamás ha emitido una Ley de Orden Público ajustada al marco constitucional actual. Tener una ley con tufillo autoritario poco abona a situaciones como esta.

Si los diputados quieren sacar una lección de todo esto, y si los ciudadanos queremos también sacar una, debemos exigir al Congreso que de una vez por todas se ponga a trabajar a marchas forzadas en una nueva Ley de Orden Público. Ya existen proyectos en el Congreso a partir de los cuales se puede trabajar.

Por otra parte, el Congreso debe revisar su ley interna para legislar adecuadamente el proceso para conocer, aprobar e improbar los estados de excepción para evitar confusiones como la que hoy vive el país. Es un Congreso que está en una deuda grande con el país y bien haría con corregir estos males tan siquiera para fingir lavare la cara.

Hacia una reforma integral del sistema de elección de diputados

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Fomentar competencia, democracia interna de los partidos, reordenar distritos y abrir listados.

 

Quizá la mejor forma de explicar las debilidades del modelo de representación del sistema electoral, particularmente en lo relacionado con el Congreso, es hacer una analogía con un supermercado.

Actualmente, el supermercado electoral está abastecido por unas cuantas marcas. Pero estas han cerrado filas y buscan evitar que entre nueva competencia. Lógico. Cualquiera que ha asumido el costo de ingresar al sistema, naturalmente quiere limitar que otros lo hagan. Por ello, los partidos políticos tradicionales desean mantener barreras altas de ingreso: 0.3% del total de empadronados, requisitos de organización en 50 municipios y 12 departamentos, plazos rígidos para realizar asambleas, etc.

Pero el problema no se queda ahí. Resulta que en el supermercado las góndolas son excesivamente grandes y están desordenadas. Peor aún, los productos están mezclados, lo que limita una adecuada segmentación. En la misma góndola, usted encontrará frutas, bebidas, artículos de limpieza y farmacia. Esto ocurre en el sistema electoral por la existencia de distritos electorales muy grandes.

Por ejemplo, Guatemala, cuya magnitud es de 19 diputados, es un distrito excesivamente grande. En él, poblaciones significativas y con características económicas y socio-culturales disímiles entre sí eligen todas a un mismo grupo de representantes. Por ejemplo, los vecinos de Mixco inciden en la elección de representantes de otros conglomerados poblacionales y con características sociales y económicas distintas, como los del sur (Villa Nueva o Amatitlán) o los del norte del distrito (San Juan Sacatepéquez, San Raymundo o San Pedro Ayampuc).

Pero para terminarla de amolar, resulta que por el diseño del sistema, el consumidor no solo está obligado a buscar sus productos en góndolas grandes y desordenadas, sino que además, está obligado a comprar “en canasta”. En otras palabras, usted no puede adquirir solo una manzana, sino que debe comprar una canasta que le trae otros artículos más, que en algunos casos son de mala calidad, son saldos o simplemente que resultan nocivos para su salud. Ese es el efecto de los listados cerrados: el ciudadano está condenado a votar en paquete; a no poder individualizar a los candidatos que le ofrecen las agrupaciones políticas. Así es como se cuelan diputados vinculados a grupos de interés oscuro, o peor aún, a grupos delincuenciales organizados.

He aquí la lógica de tres ejes claves de una reforma electoral: abrir la competencia, ordenar las góndolas electorales y permitir al votante individualizar su compra.

Reducir las barreras de ingreso busca facilitar que nuevas marcas puedan aspirar a vender su producto. Y ojo, estar en el Supermercado no es garantía que el producto sea comprado. Simplemente es un asunto de permitir más competencia. Para hacer esto posible, es necesario reducir los costos de formación partidaria, no solo en términos de afiliados sino también de organización.

El ordenamiento de las góndolas pasa por establecer circuitos electorales. Con ello, se permitirá segmentar los mercados electorales, acercar al elector con su representante y permitir que poblaciones más homogéneas concentren su círculo de representación.

La apertura de los listados permitiría al elector individualizar su voto: podría premiar directamente a los candidatos que le parecen atractivos, indistintamente de su posición en la lista.

La integralidad de una reforma electoral no debe olvidarse si se desea mejorar la representatividad.

Alexei Navalny sobre la corrupción

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Alexei Navalny es el crítico más vocal de Vladimir Putin en Rusia. Justo hace un año fue envenenado con el agente nervioso Novichok y debió pasar en recuperación 5 meses en un hospital en Alemania. Sobrevivió, pero el régimen de Putin consideró que su tiempo en hospitalización violó las condiciones de libertad condicional y a su vuelta a Rusia fue encarcelado.

Desde prisión dictó a sus abobados un breve ensayo sobre la corrupción que fue publicado en inglés en el diario británico The Guardian. El texto también fue reproducido en el diario francés Le Monde y en Alemania en el Frankfurter Allgemeine Zeitung.

En su escrito, Navalny asegura que la corrupción no ha recibido la atención necesaria y que el fracaso de muchas políticas se debe a este fenómeno. Menciona el caso afgano a propósito de la reciente retirada del ejército estadounidense.

Estados Unidos gastó billones de dólares en Afganistán, pero el gobierno corrupto de Karzai fue parte del fracaso. A propósito de esto, ya la periodista norteamericana, Sarah Chayes, ha tratado el tema en su libro publicado en 2015 Thieves of State: Why Corruption Threatens Global Security. Ella explicó que el error de los EE. UU. fue optar por la seguridad antes que por la buena gobernanza.

Chayes concluyó que en Afganistán el gobierno se convirtió en una estructura criminal verticalmente integrada donde la corrupción fluía de abajo hacia arriba: los oficiales de menor rango pasaban mordidas a sus superiores a cambio de inmunidad o protección. ¿Suena familiar? EE. UU. alimentó la corrupción enviando dinero que se derrochó en este corrupto esquema.

Lo cual nos lleva de nuevo al texto de Navalny. Se pregunta qué puede hacer una persona desde Washington o Berlín para luchar contra la corrupción en Minsk o en Caracas. Parece que poco. Pero señala con acierto que el dinero proveniente de la corrupción se mueve por infraestructura occidental. Por eso sugiere cinco medidas.

La primera, crear una categoría de “países que fomentan la corrupción” en vez de optar por sanciones concretas a Estados en particular. En segundo lugar, que todos los contratos que celebren empresas de países occidentales con socios de países que fomentan la corrupción sean públicos en la medida que involucren en lo más mínimo relaciones con el Estado, sus funcionarios o familiares.

Tercero, afirma que combatir la corrupción sin sancionar a las personas que la hacen posible es ingenuo. Asegura que las listas de personajes sancionados son muy timoratas y no alcanzan a los actores de peso.

Cuarto, asegura que, pese a que algunos países occidentales cuentan con modernas leyes antisoborno, la justicia jamás ha ido tras de los personajes que su fundación anticorrupción ha denunciado, por ejemplo en el caso ruso. Y, quinto, propone un cuerpo o comisión internacional contra la corrupción. No se refiere a algo como la CICIG o la MACCIH, sino a un cuerpo que investigue las relaciones de políticos occidentales con socios comerciales de países autoritarios y corruptos.

Las ideas de Navalny están planteadas en el contexto ruso naturalmente. Pero resultan valiosas por ser propuestas concretas para combatir la corrupción a nivel global. ¿Qué lecciones podemos sacar? Creo que hay mucho que reflexionar a partir del escrito de Navalny.

Guatemala: Estado de hecho

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Partamos del 13 de agosto de 2021 cuando el presidente en consejo de ministros declaró estado de calamidad mediante decreto gubernativo 6-2021. De aquí nacen una serie de sucesos que deberían preocuparnos. El artículo 138 constitucional establece que en dicho decreto (estado de excepción) “…se convocará al Congreso, para que dentro del término de tres días, lo conozca, lo ratifique, modifique o impruebe”.

Primero, al mejor estilo de un leguleyo, se interpretó que, aunque el decreto del estado de calamidad se publicó el sábado, 14 de agosto en el Diario Oficial, el término de tres días corría hasta el momento en que el Ejecutivo notificara del asunto al Congreso. Esto ocurrió hasta el martes, 17 de agosto.

En segundo lugar, pasó una semana y el Congreso no agotó la discusión sobre el estado de calamidad y no lo ratificó ni improbó. Ante la situación muchos abogados argumentamos que el estado de calamidad perdía vigencia porque no contó con la ratificación dentro del término señalado por la Constitución.

Sin embargo, este medio reportó que la propia Secretaría de Comunicación Social de la Presidencia sostenía la validez del estado de calamidad bajo el argumento de que “no existe ninguna norma jurídica que establezca que después de los tres días no tendrá validez…”. Lo afirmado por el Ejecutivo es una burda inversión de la máxima de que la autoridad únicamente está facultada a hacer aquello que la ley le permite.

El drama no termina ahí. La Corte de Constitucionalidad (CC) dictó una resolución a partir de una acción de inconstitucionalidad que el ombudsman interpuso contra del estado de calamidad. La CC decidió no suspender provisionalmente el decreto y en cambio opta por “conminar” a la Junta Directiva y al presidente del Congreso para que convoquen al pleno y sesionen a la brevedad. La CC arguye que la falta de pronunciamiento por parte del Congreso no puede entenderse como una improbación tácita del estado de calamidad.

La resolución de la Corte es quizá la parte más preocupante. La limitación de derechos constitucionales es, como su nombre lo indica, una situación excepcional. La interpretación constitucional debe partir siempre del principio pro personæ. La jurista Mónica Pinto explica que este principio nos dice que debemos acudir a la interpretación más extensiva de la Constitución cuando se trate de reconocer derechos o libertades y a la interpretación más restrictiva de la norma cuando se trata de establecer límites al ejercicio de los derechos o a su suspensión extraordinaria.

Este principio establece que, ante distintas posibles interpretaciones de las normas, debe optarse por aquella interpretación que restrinja en menor medida los derechos en juego. En el caso concreto, ¿qué interpretación es más coherente con el principio pro personæ? ¿aquella que sugiere que un estado de excepción no puede ser válido sin la ratificación del Congreso dentro del término de tres días señalado por la Constitución? ¿O aquella que reconoce la posibilidad del Ejecutivo de gobernar por excepción sin el aval del Congreso?

La respuesta es obvia. Vivimos por tanto en un estado de hecho y no uno de derecho.

La política exterior latinoamericana se tiñe de rojo y gira a la izquierda (otra vez)

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La gran pregunta es si con este viraje nos dirigiremos realmente hacia una “era de mayor paz y cooperación entre naciones” o si más bien nos hallamos frente a la segunda parte de la “Marea Rosada” que vivimos hacia inicios del siglo XXI.

 

Si algo ha caracterizado contemporáneamente a América Latina es la constante ambivalencia entre queja de que la comunidad internacional no interviene a tiempo ni de manera oportuna cuando ocurre alguna crisis; y luego, el lamento contra el intervencionismo cuando las potencias y los organismos multilaterales promueven una agenda diferente a la de los gobiernos —u oposiciones, según el caso— de cada país.

En ese sentido, cada cierto tiempo la región celebra la aparición de un caudillo de turno que, con un verbo encendido, lanza pestes contra el imperialismo estadounidense en la región. Así figuran, por ejemplo, el discurso del Ché Guevara en la Asamblea General de Naciones Unidas de 1964, cuando acuña la famosa proclama “¡Patria o muerte!”; y décadas después en esa misma tribuna, pero en el año 2006, el conocido “¡Huele a azufre!” de Hugo Chávez.

El 24 de julio de 2021 un nuevo caudillo latinoamericano ha enarbolado otra vez el discurso anti-imperialista. Se trata de Andrés Manuel López Obrador quien desde el Castillo de Chapultepec rodeado de un grupo de cancilleres convocados por la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC) y, en medio de las celebraciones del natalicio del Libertador Simón Bolívar; ha comentado la necesidad de buscar nuevos mecanismos de entendimiento entre las naciones latinoamericanas para que “superen” el “divisionismo” que promueven otros organismos multilaterales como la OEA.

Pareciera, por una parte, una demostración de músculo político por parte de AMLO para liderar un viraje en la geopolítica regional; y de hecho sí lo es. Pero también esto es parte de una tradición histórica en la diplomacia mexicana desde la celebérrima “Doctrina Estrada”[1], hasta el papel de México durante la Guerra Fría dentro del llamado Movimiento de los No-Alineados.

Pero AMLO tampoco está solo en este viraje, ya que a finales de julio el presidente de Argentina, Alberto Fernández, en medio de una reunión del Grupo de Puebla, criticó a la Organización de Estados Americanos (OEA), afirmando que "tal como está no sirve” y que "es un escuadrón" que avanza sobre los "gobiernos populares" de América Latina.

Finalmente, la guinda del pastel la pondría Pedro Castillo, actual presidente de Perú (país que hace pocos años lideró al llamado Grupo de Lima: una coalición de países que buscaban la libertad de Venezuela), quien a inicios de agosto anticipó un cambio de postura al señalar que la política del nuevo gobierno peruano será contraria a las sanciones de Estados Unidos contra personeros del régimen de Nicolás Maduro.

De allí que México haya tomado la iniciativa de ser los anfitriones de las más recientes negociaciones entre Nicolás Maduro y la oposición venezolana para de alguna forma “normalizar” la crisis que atraviesa el país suramericano en los últimos años aunque, por supuesto, sin miras hacia una transición democrática sino más bien a una estabilización del régimen chavista en el poder.

Frente a este contexto vale la pena mencionar el repliegue que experimenta la derecha en América Latina, siendo Bolsonaro uno de sus principales exponentes al retirar a Brasil en 2020 de la CELAC. Luego están las crisis políticas desatadas en el Chile de Piñera desde 2019 y en la Colombia de Duque en 2021, tras sendos estallidos sociales contra esos gobiernos debilitándolos muchísimo a lo interno; y finalmente, los admirables pero tímidos gobiernos de Lacalle Pou, en Uruguay, y Lasso, en Ecuador, que si bien son dos gobiernos ejemplares, están bastante lejos de “restaurar” un liderazgo liberal en la región.

La gran pregunta es si con este viraje nos dirigiremos realmente hacia una “era de mayor paz y cooperación entre naciones” o si más bien nos hallamos frente a la segunda parte de la “Marea Rosada” que vivimos hacia inicios del siglo XXI, la cual puede resumirse como el despilfarro de los mayores ingresos en la historia de la región (gracias al boom de los commodities) en corrupción, maquinarias reeleccionistas, clientelismo y proyectos personalistas-autoritarios.

 

 

[1] Ideal geopolítico anti-intervencionista que se desarrolla en México en la década del treinta por el canciller mexicano Genaro Estrada Félix que consiste en el reconocimiento de gobiernos extranjeros independientemente de su legitimidad de origen (golpe de Estado, revoluciones o elecciones), sino basado en el ejercicio efectivo de su soberanía.

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