
En la One Big Beautiful Bill, se contempla la imposición de un impuesto del 3.5 % sobre las remesas, las cuales, hasta ahora, no estaban sujetas a ningún tipo de gravamen.
Actualmente, el Senado de los Estados Unidos discute la One Big Beautiful Bill (OBBB), una propuesta legislativa que busca hacer permanentes los recortes fiscales aprobados en 2017 y reformar diversos programas federales. En su sección 112104, se contempla la imposición de un impuesto del 3.5 % (inicialmente propuesto en 5 %) sobre las remesas, las cuales, hasta ahora, no estaban sujetas a ningún tipo de gravamen. Para dimensionar su impacto: solo en 2024, Guatemala ha recibido 21,510.2 millones de dólares en remesas familiares, equivalentes a aproximadamente el 20 % del Producto Interno Bruto del país. Estas transferencias provienen de unos 2.5 millones de guatemaltecos que residen en EE. UU.
El texto aprobado por la Cámara de Representantes el pasado 22 de mayo incluía este impuesto bajo condiciones que generaron gran preocupación. Establecía un gravamen del 3.5 % sobre cada envío de remesa, con exención únicamente para ciudadanos o nacionales estadounidenses, quienes podían solicitar el reembolso mediante un crédito fiscal. Para ello, debían presentar su número de Seguro Social y la documentación correspondiente. Además, se imponían nuevas obligaciones a los proveedores de servicios de remesas en cuanto a la recopilación de datos de los remitentes que planeasen solicitar dicho reembolso.
Esta propuesta provocó una respuesta inmediata por parte de las principales asociaciones de servicios financieros y de transferencias de dinero en EE. UU., quienes advirtieron que el impuesto afectaría de forma desproporcionada a poblaciones no bancarizadas —más del 14 % de los hogares estadounidenses— y pondría en riesgo el ecosistema de pequeños negocios que dependen de estas transacciones. Asimismo, alertaron que la medida podría incentivar el uso de canales informales, lo cual debilitaría la capacidad de las autoridades para combatir el lavado de dinero, la trata de personas y el financiamiento del terrorismo.
Los republicanos, ahora, introdujeron modificaciones al texto original. El pasado 18 de junio, el Comité de Finanzas del Senado publicó su propia versión del proyecto, con ajustes que limitan el alcance del impuesto. Entre los cambios más relevantes se encuentra la exclusión de las transferencias realizadas desde cuentas bancarias, así como las hechas con tarjetas de débito o crédito emitidas en EE. UU. Además, el beneficio del crédito fiscal ya no se restringe únicamente a ciudadanos estadounidenses, sino que se extiende a cualquier persona con un número de Seguro Social válido y que cumpla con los requisitos de certificación establecidos.
De acuerdo con esta versión del texto, el impuesto aplicará a remesas enviadas en efectivo, por giros postales, cheques de caja u otros instrumentos similares definidos por el Departamento del Tesoro. Las transferencias en criptomonedas o stablecoins quedarían, en principio, exentas, siempre que no participen proveedores de servicios de remesas.
El Inter-American Dialogue organizó recientemente un evento para analizar las implicaciones de este impuesto del 3.5 %. Del análisis queda claro que este impuesto no solo afecta al remitente individual. También representa una carga inesperada para el ecosistema financiero que procesa las remesas. Como explicó Marina Olman-Pal, las empresas que facilitan estas transferencias —muchas de ellas pequeños negocios con márgenes muy reducidos— enfrentarán nuevas exigencias de cumplimiento, desde la recolección de datos sensibles hasta una compleja contabilidad fiscal. Se estima que más de 90,000 pequeños comercios en EE. UU. —entre ellos tiendas y agentes minoristas que operan como corresponsales de firmas como Western Union— podrían verse obligados a abandonar el negocio por no poder absorber los costos adicionales.
A esto se suma un riesgo menos visible, pero igualmente serio: el impacto sobre los bancos que trabajan con empresas remesadoras. Para cumplir con las nuevas obligaciones, los bancos tendrán que pedir más información, realizar más controles y asumir mayor responsabilidad si algo sale mal. Eso eleva los costos y complica una relación que ya es frágil: muchas remesadoras, especialmente las más pequeñas, tienen dificultades incluso para abrir o mantener cuentas bancarias. Si los bancos deciden que ya no vale la pena el riesgo o el esfuerzo, podrían cortar esos vínculos. Y si eso ocurre, se empuja a estas empresas —y a sus usuarios— fuera del sistema formal. Lo que se pierde no es solo acceso, sino trazabilidad: cuando el dinero empieza a fluir por canales informales, se vuelve más difícil seguirle la pista, lo que debilita la cooperación entre el sistema financiero y las agencias que combaten delitos como el lavado de dinero o el financiamiento ilícito.
Ahora bien, lo que más me inquietó —y lo digo desde la perspectiva centroamericana— es el impacto directo sobre nuestros migrantes, particularmente los guatemaltecos. El economista Manuel Orozco ofreció un dato revelador: el ingreso mensual promedio de un migrante en EE. UU. ronda los US$3,300, y suele enviar unos US$400 a su familia. Hoy en día, esa transacción cuesta unos US$8, el equivalente al 2 %. Con el nuevo impuesto del 3.5 %, el costo total subiría a unos US$22, casi el triple. Puede parecer un monto menor para quien gana en dólares, pero representa casi un 1 % del ingreso mensual. Para alguien que trabaja con estrechos márgenes de ahorro, puede ser significativo. A esto se suma que, según estimaciones presentadas durante el panel, al menos el 74 % de los guatemaltecos en EE. UU. estaría sujeto al impuesto, lo que convierte a Guatemala en una de las tres nacionalidades más afectadas. Además, Guatemala concentraría el 18 % del impacto del impuesto entre todos los migrantes que envían remesas desde EE. UU., una cifra solo superada por México.
También explicó que, ante costos elevados, muchas personas optan por usar canales informales. De hecho, por cada 1 % que sube el costo de enviar dinero, el uso de vías no reguladas puede crecer hasta un 6 %. En una encuesta que Manuel Orozco dirigió cuando una propuesta similar estuvo sobre la mesa en 2017, el 60 % de los remitentes dijo que buscaría alternativas fuera del sistema si se les imponía un impuesto como este. La informalidad significa menos seguridad, menos controles y más exposición al crimen organizado, que no tarda en llenar los vacíos del sistema con métodos que escapan a toda regulación.
El futuro de esta medida dependerá de las negociaciones en el Senado, pero sus implicaciones son claras. Un impuesto a las remesas afectaría de forma directa a millones de migrantes y a las economías que dependen de sus envíos. En el caso de Guatemala, el impacto sería inmediato tanto para las familias receptoras como para el sistema financiero que procesa estas transferencias. De aprobarse la ley en los próximos meses, el impuesto entraría en vigor en enero de 2026, por lo que el seguimiento y la preparación desde ya son clave.
*Columna publicada originalmente en La Hora el viernes 20 de junio