Esta es la primera entrega de una serie sobre historia y realismo político
Un enemigo suficientemente politizado puede revertir fácilmente la derrota y convertirla la postre en una victoria de largo plazo.
En política, las victorias y las derrotas siempre son transitorias y provisionales. En ese sentido, una eventual victoria sobre el enemigo[1] puede jugar en contra si ese triunfo se desperdicia. De igual forma, una derrota en el corto plazo puede desencadenar factores y crear condiciones para terminar venciendo en el largo plazo. La historia nos ofrece varios ejemplos.
En el 216 a. C., en medio de la Segunda Guerra Púnica, entre Roma y Cartago, ocurre la célebre Batalla de Cannas, donde el general cartaginés Aníbal infligió una derrota devastadora a las fuerzas romanas, causando una gran cantidad de bajas (alrededor de 50.000), incluyendo la del cónsul romano en ejercicio y varios senadores, y capturando a unos 10.000 legionarios como prisioneros. Sin embargo, a pesar de esta victoria aplastante en el campo de batalla, Aníbal no pudo capitalizar su triunfo adecuadamente a favor de Cartago. El error de cálculo que probó ser fatal para el cartaginés fue no marchar hacia Roma y asediar la ciudad en ese momento de debilidad, sino más bien intentar propiciar una salida política al conflicto mediante una negociación a la que los romanos se negaron rotundamente ni siquiera para acordar el regreso de sus prisioneros de guerra. Al perdonar a Roma y subestimar su vocación de poder, Aníbal les entregó su victoria militar. Los romanos pensaban la guerra en términos de rendición absoluta al vencedor y aprovecharon su potencial demográfico para conseguir nuevas levas para sus legiones, comprar tiempo y finalmente subyugar a Cartago. Dirá sobre el cartaginés el historiador romano Tito Livio: “¡Sabes vencer, Aníbal, pero no sabes aprovechar la victoria!”.[2]
Otro ejemplo lo ilustra la derrota de John Adams en la elección de 1800, frente a Thomas Jefferson quien logró la mayoría de votos en los colegios electorales. La decisión final de la elección la tomó la Cámara de Representantes, en aquel momento liderada de facto por el enemigo acérrimo de Jefferson, Alexander Hamilton. Sin embargo, los federalistas hamiltonianos inesperadamente favorecieron a Jefferson al considerarlo el mal menor pues detestaban a Adams por haber negociado la paz con Francia. Adams era atacado por todos los frentes del espectro político en medio de una derrota electoral garrafal que puso al Ejecutivo y al Legislativo en su contra. Sin embargo, en un acto magistral de templanza, el presidente saliente pasó sus últimas horas en el gobierno asegurando la última carta que le quedaba: los nombramientos judiciales. A media noche y con el concurso del Congreso saliente, Adams creó cinco docenas de juzgados en todos los niveles, desde circuitos federales hasta cortes distritales y juzgados de paz. Y como estocada final, nominó al juez John Marshall como presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos, legando al país a un magistrado comprometido con un capitalismo moderno e industrial que privilegiaba las ideas puestas en acción para la innovación y que estaba dispuesto a enmendar los sagrados derechos de propiedad en aras de un rápido desarrollo; a diferencia de Jefferson y sus partidarios que pensaban que la riqueza provenía de bóvedas de llenas oro o de la posesión de inmensos acres de tierra. De manera que, a pesar de su derrota electoral, con esos nombramientos de último minuto, Adams destrozó políticamente el ideal jeffersoniano y transformó a esa república para siempre.[3]
El problema del idealista en política (el que ve el poder en términos del “deber ser”), es que suele pensar que una victoria le confiere automáticamente la autoridad moral para imponerse sobre el enemigo. De allí que, una vez logrados los objetivos iniciales, se tiende a cruzar de brazos y no actúa ni opera políticamente para que ese triunfo se concrete en la realidad. Al creer ingenuamente que la corona y el cetro (o la banda presidencial), le va a caer sola del cielo porque así lo dicen la Constitución, la providencia, las leyes de la historia, etc., el idealista en política suele subestimar la vocación de poder del enemigo e ignora que un enemigo suficientemente politizado puede revertir fácilmente la derrota y convertirla la postre en una victoria de largo plazo.
[1] En este contexto se entiende la enemistad política en su sentido schmittiano.
[2] Barceló, Pedro. El mundo antiguo. Madrid. Alianza Editorial. 2021. Pp. 166
[3] Schweikart, Larry. A Patriot 's History of the United States. NY. Sentinel, Penguin Random House. 2019. Pp. 163-165