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Diagnóstico de un fallido sistema de partidos
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Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
06 Nov 2019

Fragmentado, volátil, poco representativo… entre otras cosas

 

Guatemala tiene un sistema de partidos políticos fallido.

Desde la apertura democrática, la tragedia de los partidos políticos guatemaltecos ha sido objeto de estudio a nivel latinoamericano, por su fragmentación, volatilidad y poca representatividad.

¿Qué significan en la realidad estas características?

La fragmentación hace referencia al número desmedido de organizaciones que han surgido a lo largo de los años. De 1985 al 2018, se han registrado 98 partidos ante el TSE. Lo que los expertos no explican es que la mayoría de esas organizaciones han sido meros cascarones electorales, diseñados para llevar a determinados personajes o grupos al poder.

La volatilidad se refiere a la poca estabilidad de los partidos políticos. En 33 años de democracia, la vida promedio de los partidos ha sido de 12.1 años. En un poco más de una década, un partido nace, crece, se reproduce y muere.

Hasta 2019, de 72 partidos que han participado en procesos electorales, más de la mitad (40), sólo lo hizo en un evento electoral. Tan sólo 19 han sobrevivido a tres o más elecciones.

Salvo algunas excepciones, llegar al poder ha sido la mayor maldición para los partidos en Guatemala. Ninguna organización ha logrado reelegirse. Y en promedio, todos los partidos que han llegado a la Presidencia han perdido alrededor de 20 puntos porcentuales de votos luego de sus desastrosas gestiones al frente del Gobierno.

De ocho partidos que han ganado a la Presidencia entre 1985 y 2015, cinco de ellos ya no existen.

La falta de representatividad se debe a la forma en que los partidos funcionan. En Guatemala, los partidos han innovado para mal en la forma de hacer política. En lugar de construir organizaciones, con cohesión ideológica, con planes de gobierno y propuestas de políticas públicas, con afiliados comprometidos con la organización y una dirigencia interesada en el país; los partidos a penas aspiran a funcionar como meros vehículos electorales para caudillos y caciques.

Por ello se dice que los partidos operan como franquicias electorales.

Esto implica que la utilización de los recursos se focaliza en la campaña electoral y no en el fortalecimiento de la organización, en la formación de cuadros o en la capacitación de afiliados.

Bajo la lógica de “quien paga para llegar, llega para robar”, en Guatemala los partidos que ganaron las elecciones de 1985 a 2011, fueron los que más dinero gastaron en campaña, quienes más tuvieron acceso a espacios en televisión y quienes más hicieron uso del clientelismo.

La necesidad de recursos obliga a los partidos a buscar financiamiento en la corrupción, o peor aún, en el mundo criminal. Esto explica por qué el 75 por ciento de los fondos utilizados durante las campañas provienen de la corrupción o del narcotráfico. Por esta razón, en los últimos años, cuatro partidos políticos han sido cancelados por anomalías en el financiamiento.

Ante esta realidad de voracidad que ha capturado a los partidos, no debe sorprendernos entonces que de la campaña 2015, dos candidatos presidenciales (Manuel Baldizón y Otto Bernal); y del 2019, dos candidatos estén guardando prisión (Mario Estrada y Sandra Torres). 

Comentarios sobre Ecuador, Chile y Bolivia
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Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
04 Nov 2019

Un análisis sobre la situación política en Ecuador, Chile y Bolivia. 

 

Han pasado muchas cosas en Sudamérica en las últimas semanas. En Argentina hubo elecciones, al igual que en Uruguay, y en Ecuador y en Chile ha habido protestas contra medidas de ajuste que han tomado sus gobernantes. El caso boliviano merece una mención aparte. Quisiera hacer unas muy breves reflexiones al respecto de Ecuador, Chile y Bolivia.

Ecuador

El caso ecuatoriano ilustra bien el malestar que ha habido en torno a medidas de ajuste que afectan el bolsillo de la clase trabajadora. El presidente Lenín Moreno intentó recortar las subvenciones al combustible y eso enardeció a la población. Moreno no fue hábil para manejar la situación y acabó por declarar estado de emergencia, trasladarse a Guayaquil por temas de seguridad y lamentablemente hubo al menos 7 muertos.

La medida sorprendió a más de alguno (me incluyo). Moreno había ganado las elecciones como delfín de Correa, pero durante su gestión se ha apartado del nefasto socialismo del siglo XXI que pregonó su antecesor. La medida de recorte a los subsidios irritó a muchos, pero ciertamente un informe de junio de 2019 publicado por el BID demostró que Ecuador gasta el 7% del presupuesto nacional en subsidios a la gasolina, gas licuado y electricidad, con lo cual la medida de Moreno tenía sentido.

El mismo estudio demostraba que quitar el subsidio a la gasolina afectaría entre el 1 y 1.5% del ingreso de los ecuatorianos más pobres, con lo cual es sorprendente ver el nivel de malestar que ocasionó la medida en la población. En términos técnicos la medida propuesta por Moreno era justificada. Sin embargo, tuvo que recular. Los platos rotos los pagarán con el incremento del déficit presupuestario que acumularán. El propio Correa abonó al citado déficit.

Chile

Chile ofrece otro escenario similar. Ciertamente el aumento a la tarifa del metro generó malestar por buenas razones: según reporta la BBC, para los chilenos de bajo ingreso, el costo del transporte representa el 30% de su ingreso.

Al igual que en el caso ecuatoriano, probablemente el tacto político de Piñera falló y las protestas han durado más de doce días consecutivos. Lo que causa sorpresa es leer comentarios que pintan a Chile como un fracaso rotundo y como uno de los sistemas más desiguales e injustos cuando tal cosa no corresponde con la realidad. Muchos, incluso, han aprovechado la coyuntura para pedir una asamblea constituyente, no extraña que entre ellos el dictador venezolano, Nicolás Maduro.

Pero hay que recordar algunas cifras básicas de Chile: medido por paridad de poder adquisitivo (2017) Chile tiene la renta per cápita más alta de la región (US$ 24,634), la segunda tasa de pobreza más baja de la región (9%) por detrás de Uruguay (8%), el índice de desarrollo humano más alto de la región (2017). Si vamos a datos de calidad democrática la realidad es parecida: de acuerdo con el Democracy Index que publica la revista The Economist, Chile, junto a Costa Rica y Uruguay, son las tres democracias mejor calificadas de la región; si vamos al indicador de libertad del Freedom House, Chile (94/100) y Uruguay (98/100) son los mejor evaluados. Y si para remate fuéramos al Rule of Law Index, Chile ocupa el puesto número 3 en la región y el 25 del mundo.

Chile tiene problemas y sus problemas van en proporción a su nivel de renta. Muchos señalan la desigualdad como un factor, aunque si nos guiamos por el indicador sobre la materia, el coeficiente de Gini, veremos que Chile no es ni cerca el país más desigual de Latinoamérica: de hecho, de 18 países de Latinoamérica, Chile ocuparía el puesto 12. Los países más desiguales, de hecho, son Brasil (pese a años de gobiernos del PT), Guatemala y Colombia y en esos países no vemos la movilización social vista en Chile recientemente.

Bolivia

El caso boliviano es trágico. La victoria de Evo Morales es la consagración de un fraude que comenzó, al menos, desde noviembre de 2017. Evo intentó modificar la Constitución en 2016 para permitir la reelección indefinida y perdió el referendo. No contento con ello, el Tribunal Constitucional Plurinacional decidió declarar “inconstitucional la Constitución” (al más puro estilo del dictador hondureño, Juan Orlando Hernández) y esto avaló su notoriamente ilegal candidatura.

Pese a ese cúmulo de ilegalidades, el conteo de las pasadas elecciones en Bolivia se vio inexplicablemente interrumpido y cuando el sistema reanudó el conteo, apareció Evo Morales como ganador en primera vuelta. La propia OEA ha manifestado sus dudas sobre el proceso, pero eso al régimen de Morales poco le interesa.

En Bolivia también hubo protestas, pero no serán suficientes. Pocos hablan del notorio fraude boliviano, aunque los indicadores hablan por sí solos. De acuerdo con el Democracy Index de The Economist, Bolivia ocupa el puesto 14 de 20 países de Latinoamérica y de acuerdo con The Freedom House, Bolivia es “parcialmente libre” y tiene una deficiente calificación de 67/100.

Lamentablemente no vemos la misma indignación por Bolivia que la que vemos por Chile y Ecuador. Todo parece indicar que los regímenes afines al eje bolivariano son medidos con otra vara y quizás veamos un triste retorno a aquella ola de gobiernos bolivarianos tan poco amigos de la prosperidad y de las libertades y la democracia.

Un modelo agotado
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
28 Oct 2019

Llegó el momento de replantear el sistema de Comisiones de Postulación.

 

Guatemala es una República con un sistema híbrido para la elección de autoridades. Por un lado, para el Ejecutivo y Legislativo, así como el poder local, se recurre a elecciones democráticas, en las cuales los partidos políticos actúan como vehículos de representación. Por otro lado, para la designación de autoridades del poder judicial, además de otros organismos de control (como el MP, la Contraloría, el TSE y la Corte de Constitucionalidad) se utiliza un modelo de elección corporativista. En este, los cuerpos sociales intermedios (universidades, gremios, colegios profesionales, etc.) participan como postuladores de los candidatos o como electores de última instancia.

Sin embargo, luego de treinta años bajo este diseño institucional, resulta evidente que el modelo se ha agotado, o que sencillamente ya no responde a la visión original de los constituyentes.

Los últimos tres procesos de elección de Magistrados de Apelaciones y Corte Suprema de Justicia han degenerado en conflictos jurídico-institucionales. En 2009, la elección de representantes del CANG ante la Comisión de Postulación mediante un sistema de representación de minorías, y la elaboración de las tablas de gradación, fueron objeto de impugnaciones. En 2014, la calificación de la “honorabilidad” e “idoneidad” por parte del el Congreso también fue objeto de impugnación. Y ahora, en 2019, la elección de representantes del Instituto de Magistrados y el incumplimiento del requerimiento de evaluar a jueces y magistrados fueron los motivos detrás de las acciones de amparo.

Tanto en 2014 como en 2019, las acciones de constitucionalidad tuvieron como consecuencia no intencionada el incumplimiento del “plazo fatal” del 13 de octubre. Cabe decir, en ninguno de los dos momentos, se generó un escenario apocalíptico de rompimiento institucional o parálisis de la justicia. Lo cierto es que para ningún sistema resulta sano que cada elección de jueces genere crisis y conflicto.

A nivel político, es indiscutible que el diseño corporativista ha servido como un instrumento para la captura del poder judicial por actores políticos o de interés. En 2009, se denunció la existencia de una “Terna X” dentro de la Postuladora para CSJ, cuyo encargo era otorgar altas calificaciones a los candidatos afines al entonces gobierno de la UNE. En 2014, se develó todo el mecanismo de incidencia paralela, de Roberto López Villatoro, para influir sobre la actuación de los comisionados y la integración de los listados de candidatos. Y recién nos enteramos, por confesión de Manuel Baldizón, que la elección final de la CSJ en 2014 fue producto de un acuerdo entre Baldetti, Sinibaldi y Baldizón, con el auspicio de Gustavo Herrera, y bajo promesa de lealtad de los jueces hacia sus electores.

El diseño original, que aspiraba a que las universidades y el Colegio de Abogados sirvieran de tamiz previo a la designación política del Congreso, hoy resulta disfuncional. Se generó el incentivo perverso para que grupos políticos y de interés buscaran tomar control de la academia, ya sea mediante proliferación de universidades de cartón o mediante intrigas políticas internas para designar a los decanos que se sentarán en las postuladoras. Mientras que las elecciones de autoridades y representantes ante postuladoras por el Colegio de Abogados, se convirtieron en un “micro-cosmos” de las elecciones nacionales (opacidad en el financiamiento, clientelismo, acarreo de votos, etc.).

La guinda al pastel es un modelo en el que el Congreso constituye el elector final de todos los magistrados de apelaciones. Sí, todos los jueces que conocen en segunda instancia todos los procesos judiciales no son designados por un proceso de carrera que invite a la meritocracia, sino por un proceso eminentemente político. De ahí no nos extrañemos que la justicia se politice.

Bajo ese contexto, es momento de reconocer que el sistema de comisiones de postulación ha caducado. Y que toca repensar el diseño institucional del sector justicia. Una reforma constitucional que reduzca la politización de la elección de autoridades judiciales, y que apueste por un sistema de carrera resulta urgente a la luz de la experiencia de esta última década.

El malestar hacia la globalización
113
Directora del área de Estudios Latinoamericanos de la Fundación Libertad y Desarrollo. Es licenciada en Historia egresada de la Universidad Central de Venezuela.
25 Oct 2019

El péndulo de la historia pareciera inclinarse hacia una nueva era de inestabilidad mundial.

 

Discursos polarizantes, nacionalistas y aislacionistas, fronteras que parecieran cerrarse cada vez más, autonomismo y separatismo, xenofobia, revueltas sociales violentas contra el aumento de algún rubro o la eliminación de algún subsidio, desafección hacia los sistemas democráticos, descreimiento con la clase política, etc.; son señales unívocas de malestar generalizado. ¿Pero de malestar frente a qué? ¿Qué tienen todos estos signos en común?

La izquierda aduce una vuelta al neoliberalismo debido a la reciente precarización del trabajo que ha traído consigo la incursión de nuevas y exitosas formas de provisión de bienes y servicios a través de plataformas como Uber, Lyft, Airbnb, o Freelancer.com, que constituyen la llamada gig economy (o economía de “trabajitos”) y que alejan cada vez más a los ciudadanos del siglo XXI de las confortabilidades y seguridades de ese ideal de clase media del que disfrutaron nuestros padres y abuelos durante las décadas de la posguerra.

En ese sentido, si bien desde los años ochenta estamos presenciando la crisis del Estado de bienestar; hoy en día es evidente y palpable el colapso de los Estados nacionales para proveer bienes públicos y garantizar una serie de derechos sociales. Básicamente, las demandas de estos sectores son más protección del Estado en cuanto a seguridad laboral y aumento del gasto público para transferencias sociales; frente a las amenazas transnacionales que plantea la revolución tecnológica y la transformación cada vez más vertiginosa del empleo -que cada vez pareciera ser más especializado- lo cual genera una brecha casi insalvable en términos de capital humano.

Por otra parte, la derecha también sostiene un discurso radical aislacionista y de fronteras cerradas, muchas veces anti-inmigrantes; que también rehúye de la integración económica regional ante amenazas de tipo transnacional. Escuchamos defensas a ultranza de las economías nacionales, de promoción de medidas proteccionistas a la importación de ciertos bienes y servicios del extranjero, además de un profundo rechazo a instancias multilaterales de orden político y económico.

Todo este malestar ha ido erosionando los sistemas democráticos basados en el consenso y la apertura, al exacerbar discursos polarizantes, anti-sistema y de corte populista. Las nuevas generaciones sienten cada vez más desafección hacia la democracia como forma de gobierno y a la política en general como vía para resolver problemas públicos.

Desde 2016, prestigiosos think-tanks como Brookings o revistas como The Economist, han vaticinado el fin de la segunda era de la globalización que comenzó en los años noventa. La esencia de la globalización es el movimiento de bienes y servicios, de dinero y de personas con la menor cantidad posible de fronteras o barreras internacionales.

La primera era de la globalización ocurrió hace más de cien años, entre 1870 y 1914, y terminó precisamente tras el estallido de la Primera Guerra Mundial. En palabras del historiador inglés Tony Judt, “la primera era de la globalización llegó a un final estremecedor”[1]. De hecho, el período previo a la Primera Guerra Mundial es visto por historiadores y economistas como la realización más completa del paradigma de economía abierta librecambista. Para ese momento, la rápida expansión del comercio internacional, basado principalmente en el intercambio de manufacturas terminadas por parte de economías desarrolladas y de commodities en economías subdesarrolladas, permitía un flujo libre de capitales con altísimos márgenes de retorno[2].

Para ese entonces, en las décadas previas a la Gran Guerra, de industrialización vertiginosa, un conflicto internacional de las proporciones ciclópeas con las que ocurrió, parecía imposible: “Nadie creía en las guerras, las revoluciones ni las subversiones. Todo lo radical y violento parecía imposible en aquella era de la razón”[3] diría el escritor austríaco Stefan Zweig en sus memorias sobre la Europa previa a 1914. Cualquier brote de barbarie o bestialidad colectiva era visto como una rémora del pasado más que superada. Sin embargo, la competencia entre potencias, el mundo multipolar que se erigía gracias a expansión del comercio internacional, de la industrialización y del desarrollo de las ventajas comparativas de cada nación europea, hizo también que se extendiera la rivalidad militar y la paranoia ante ese rápido crecimiento y que las otrora fuertes alianzas diplomáticas (incluso unidas con lazos de sangre desde la era victoriana), se vieran cada vez más mermadas e ineficaces[4].

Lo que vemos hoy, trae remembranzas de ese mismo malestar de principios del siglo pasado, donde un mundo de certezas y de viejos imperios parecía derrumbarse y en donde aparecían por primera vez la sociedad de masas y las ingentes migraciones humanas hacia las grandes ciudades industrializadas. También proliferaban los discursos nacionalistas como reacción al hecho de que los mercados internacionales habían desplazado al Estado-nación como la forma política por excelencia de organización de la vida humana[5].

Desde las postrimerías del siglo XX, las preguntas sobre el futuro del Estado-nación[6] han sido cada vez más comunes, ante una realidad de fuerzas demográficas, ambientales y tecnológicas de naturaleza transnacional que presentan retos importantes a las naciones en cuanto a sus estructuras sociales, patrones culturales y sus ventajas económicas. Por esta razón, no todos los países están preparados de igual forma para lidiar con estas transformaciones globales que necesariamente generan ganadores y perdedores. Y también es por eso que, independientemente de las ideologías detrás de estas demandas, los ciudadanos parecieran pedir cada vez más la actuación del Estado-nación para detener estas oleadas globalizadoras de penetración de nuevos mercados transnacionales que retan las políticas de pleno empleo; pero también de movilidad humana hacia los grandes centros de poder económico, que abaratan los salarios de los nacionales.

Estas actitudes remiten a comportamientos colectivos ya estudiados por la psicología social y que tienen que ver con los límites del “yo” frente al mundo exterior, bajo un proceso histórico que ha consolidado la “individuación” o de “emergencia del yo” desde los siervos de la sociedad feudal, hasta los emprendedores de la sociedad comercial. Este proceso histórico de individuación, por un lado, ha generado progreso y bienestar material, pero también aislamiento y soledad y ha llevado cada vez más al hombre contemporáneo a refugiarse en la “evasión” a la libertad[7], sin saber que ese malestar que le genera un mundo de incertidumbres, paradójicamente, es necesario para su “autorrealización”.

Esta evasión o miedo a la libertad también está estrechamente vinculada a la mentalidad anti-capitalista y el aborrecimiento al lucro[8]. Muy pocos se percatan del nivel de vida que ha alcanzado gran parte de la humanidad en los últimos dos siglos gracias al capitalismo, a las economías abiertas y a los sistemas democráticos. Logros y datos que autores como Matt Ridley[9], han intentado transmitir en sus investigaciones.

A pesar de toda esta evidencia factual de que hemos alcanzado niveles importantes de prosperidad como nunca antes en nuestra historia, los síntomas de malestar frente a las desigualdades que crea el progreso, de sublimación y represión que produce la vida civilizada, son cada vez más contundentes y el péndulo de la historia pareciera inclinarse hacia una nueva era de inestabilidad mundial.

 

Referencias: 

[1] Judt, Tony. Algo va mal. Barcelona. Taurus. 2010. Pp. 131

[2] Frieden, Jeffry A. Capitalismo global. El trasfondo económico de la historia del siglo XX. Barcelona. Editorial Crítica. 2007. Pp. 11-14

[3] Zweig, Stefan. El mundo de ayer. Barcelona. Acantilado. 2009. Pp. 10

[4] Kennedy, Paul. The rise and fall of the great powers. Londres. Unwin Hyman. 1988. Pp. 249-250

[5] Judt, Tony. Ídem.

[6] Kennedy, Paul. Preparing for the twenty first century. New York. Random House. 1993

[7] Fromm, Erich. El miedo a la libertad. Buenos Aires. Paidós. 1986. Pp. 15

[8] Von Mises, Ludwig. La mentalidad anticapitalista. Madrid. Unión Editorial. 2011

[9] Ridley, Matt. The rational optimist. New York. Harper Collins. 2010

Por una región civilizada
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Empresario, sociólogo y comunicador. Doctor en Sociología y Ciencias Políticas. Es Presidente de la Fundación Libertad y Desarrollo y Director General del programa Razón de Estado. 

Empresario, sociólogo y comunicador. Doctor en Sociología y Ciencias Políticas. Es Presidente de la Fundación Libertad y Desarrollo y Director General del programa Razón de Estado. 

15 Oct 2019

Construir una Centroamérica civilizada, democrática, republicana y moderna necesita carácter.

Centroamérica está formada por un grupo de países con historias y testimonios fuertes, polémicos, con épocas de enormes frustraciones y con años de grandes esperanzas. En los últimos 80 años hemos vivido dictaduras militares, momentos de democracia, autocracias contagiadas con el Socialismo del Siglo XXI y bandas criminales organizadas como partidos políticos que buscan el poder para convertir gobiernos en botín y países en narco-Estados o Estados criminales.

Somos una región de países pequeños sin visión de países grandes y con élites provincianas y acomodadas. Nuestras economías no crecen suficiente y nuestros dramas sociales y políticos desbordan nuestra capacidad para encontrar consensos y tomar las decisiones que logren resolver nuestros problemas desde la raíz.

Alcanzar el éxito en la región pasa por la creación de la Comunidad Económica de Centroamérica. Formar un mercado grande con economías de escala y buena infraestructura. Hacer de nuestros países un territorio libre y sin fronteras de ninguna clase, con gobiernos democráticos y republicanos, y con Estados de Derecho potentes e inquebrantables.

La clave sigue siendo la misma: Democracia, libertad, respeto a la ley y capacidad gerencial y política para gobernarnos. Y con la masa crítica para lograr tracción y crecimiento.

El Salvador tiene un nuevo gobierno que intenta construir una nueva cultura política. Si respeta las reglas de la democracia y torna decisiones estratégicas, puede recuperarse y dar la sorpresa.

Después de varios meses de un proceso electoral viciado e inventado para favorecer a un partido político cuestionado, que finalmente perdió la elección; y contra toda expectativa, Guatemala tiene hoy presidente electo y una nueva oportunidad.

En cuatro países de la región necesitamos rescatar y consolidar nuestras democracias. Nos toca aprender a practicar la política desde los principios y los valores no de los intereses y la ambición; y desde el respeto y el consenso no de la trampa y el conflicto.

Este proceso de aprendizaje debe ser profundo y de renovación y cambio político.

Los ciudadanos, en especial los jóvenes de la región deben rescatar una ilusión  entusiasta por la política y por la democracia. A pesar de todo, a pesar de las decepciones, de las faltas, los vacíos y las traiciones; y como lo confirman la historia y la estadística, el desarrollo y el éxito de los pueblos tiene nombre y apellido; y es Democracia liberal y republicana con Estado de Derecho.

Estas palabras han costado siglos, generaciones, sacrificios, dolores y sangre a quienes las han hecho realidad. Por eso, no podemos claudicar, no debemos desmayar.

Construir una región civilizada, democrática, republicana y moderna necesita carácter, determinación y constancia. 

Por eso es tan importante el compromiso decidido de los ciudadanos para participar en los cimientos de nuevos países; naciones donde la corrupción y la impunidad sean cosa del pasado. 

Países donde la justicia y el Estado de Derecho tienen la preeminencia indispensable y el respeto indiscutible. Naciones en las que somos capaces de alcanzar acuerdos suficientes que nos permitan avanzar y resolver.

Para nadie es secreto la devastación institucional acumulada y creciente que viven nuestras democracias, y la amenaza que esto representa para el Estado de Derecho y para la libertad de la región. En Nicaragua, por el momento, hay una dictadura.

Estados sin libertad, sin democracia y sin Estados de Derecho son Estados fracasados y condenados a la oscuridad. 

Los ciudadanos de Centroamérica tienen la palabra.

Un modelo agotado
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
28 Oct 2019

Llegó el momento de replantear el sistema de Comisiones de Postulación.

 

Guatemala es una República con un sistema híbrido para la elección de autoridades. Por un lado, para el Ejecutivo y Legislativo, así como el poder local, se recurre a elecciones democráticas, en las cuales los partidos políticos actúan como vehículos de representación. Por otro lado, para la designación de autoridades del poder judicial, además de otros organismos de control (como el MP, la Contraloría, el TSE y la Corte de Constitucionalidad) se utiliza un modelo de elección corporativista. En este, los cuerpos sociales intermedios (universidades, gremios, colegios profesionales, etc.) participan como postuladores de los candidatos o como electores de última instancia.

Sin embargo, luego de treinta años bajo este diseño institucional, resulta evidente que el modelo se ha agotado, o que sencillamente ya no responde a la visión original de los constituyentes.

Los últimos tres procesos de elección de Magistrados de Apelaciones y Corte Suprema de Justicia han degenerado en conflictos jurídico-institucionales. En 2009, la elección de representantes del CANG ante la Comisión de Postulación mediante un sistema de representación de minorías, y la elaboración de las tablas de gradación, fueron objeto de impugnaciones. En 2014, la calificación de la “honorabilidad” e “idoneidad” por parte del el Congreso también fue objeto de impugnación. Y ahora, en 2019, la elección de representantes del Instituto de Magistrados y el incumplimiento del requerimiento de evaluar a jueces y magistrados fueron los motivos detrás de las acciones de amparo.

Tanto en 2014 como en 2019, las acciones de constitucionalidad tuvieron como consecuencia no intencionada el incumplimiento del “plazo fatal” del 13 de octubre. Cabe decir, en ninguno de los dos momentos, se generó un escenario apocalíptico de rompimiento institucional o parálisis de la justicia. Lo cierto es que para ningún sistema resulta sano que cada elección de jueces genere crisis y conflicto.

A nivel político, es indiscutible que el diseño corporativista ha servido como un instrumento para la captura del poder judicial por actores políticos o de interés. En 2009, se denunció la existencia de una “Terna X” dentro de la Postuladora para CSJ, cuyo encargo era otorgar altas calificaciones a los candidatos afines al entonces gobierno de la UNE. En 2014, se develó todo el mecanismo de incidencia paralela, de Roberto López Villatoro, para influir sobre la actuación de los comisionados y la integración de los listados de candidatos. Y recién nos enteramos, por confesión de Manuel Baldizón, que la elección final de la CSJ en 2014 fue producto de un acuerdo entre Baldetti, Sinibaldi y Baldizón, con el auspicio de Gustavo Herrera, y bajo promesa de lealtad de los jueces hacia sus electores.

El diseño original, que aspiraba a que las universidades y el Colegio de Abogados sirvieran de tamiz previo a la designación política del Congreso, hoy resulta disfuncional. Se generó el incentivo perverso para que grupos políticos y de interés buscaran tomar control de la academia, ya sea mediante proliferación de universidades de cartón o mediante intrigas políticas internas para designar a los decanos que se sentarán en las postuladoras. Mientras que las elecciones de autoridades y representantes ante postuladoras por el Colegio de Abogados, se convirtieron en un “micro-cosmos” de las elecciones nacionales (opacidad en el financiamiento, clientelismo, acarreo de votos, etc.).

La guinda al pastel es un modelo en el que el Congreso constituye el elector final de todos los magistrados de apelaciones. Sí, todos los jueces que conocen en segunda instancia todos los procesos judiciales no son designados por un proceso de carrera que invite a la meritocracia, sino por un proceso eminentemente político. De ahí no nos extrañemos que la justicia se politice.

Bajo ese contexto, es momento de reconocer que el sistema de comisiones de postulación ha caducado. Y que toca repensar el diseño institucional del sector justicia. Una reforma constitucional que reduzca la politización de la elección de autoridades judiciales, y que apueste por un sistema de carrera resulta urgente a la luz de la experiencia de esta última década.

El malestar hacia la globalización
113
Directora del área de Estudios Latinoamericanos de la Fundación Libertad y Desarrollo. Es licenciada en Historia egresada de la Universidad Central de Venezuela.
25 Oct 2019

El péndulo de la historia pareciera inclinarse hacia una nueva era de inestabilidad mundial.

 

Discursos polarizantes, nacionalistas y aislacionistas, fronteras que parecieran cerrarse cada vez más, autonomismo y separatismo, xenofobia, revueltas sociales violentas contra el aumento de algún rubro o la eliminación de algún subsidio, desafección hacia los sistemas democráticos, descreimiento con la clase política, etc.; son señales unívocas de malestar generalizado. ¿Pero de malestar frente a qué? ¿Qué tienen todos estos signos en común?

La izquierda aduce una vuelta al neoliberalismo debido a la reciente precarización del trabajo que ha traído consigo la incursión de nuevas y exitosas formas de provisión de bienes y servicios a través de plataformas como Uber, Lyft, Airbnb, o Freelancer.com, que constituyen la llamada gig economy (o economía de “trabajitos”) y que alejan cada vez más a los ciudadanos del siglo XXI de las confortabilidades y seguridades de ese ideal de clase media del que disfrutaron nuestros padres y abuelos durante las décadas de la posguerra.

En ese sentido, si bien desde los años ochenta estamos presenciando la crisis del Estado de bienestar; hoy en día es evidente y palpable el colapso de los Estados nacionales para proveer bienes públicos y garantizar una serie de derechos sociales. Básicamente, las demandas de estos sectores son más protección del Estado en cuanto a seguridad laboral y aumento del gasto público para transferencias sociales; frente a las amenazas transnacionales que plantea la revolución tecnológica y la transformación cada vez más vertiginosa del empleo -que cada vez pareciera ser más especializado- lo cual genera una brecha casi insalvable en términos de capital humano.

Por otra parte, la derecha también sostiene un discurso radical aislacionista y de fronteras cerradas, muchas veces anti-inmigrantes; que también rehúye de la integración económica regional ante amenazas de tipo transnacional. Escuchamos defensas a ultranza de las economías nacionales, de promoción de medidas proteccionistas a la importación de ciertos bienes y servicios del extranjero, además de un profundo rechazo a instancias multilaterales de orden político y económico.

Todo este malestar ha ido erosionando los sistemas democráticos basados en el consenso y la apertura, al exacerbar discursos polarizantes, anti-sistema y de corte populista. Las nuevas generaciones sienten cada vez más desafección hacia la democracia como forma de gobierno y a la política en general como vía para resolver problemas públicos.

Desde 2016, prestigiosos think-tanks como Brookings o revistas como The Economist, han vaticinado el fin de la segunda era de la globalización que comenzó en los años noventa. La esencia de la globalización es el movimiento de bienes y servicios, de dinero y de personas con la menor cantidad posible de fronteras o barreras internacionales.

La primera era de la globalización ocurrió hace más de cien años, entre 1870 y 1914, y terminó precisamente tras el estallido de la Primera Guerra Mundial. En palabras del historiador inglés Tony Judt, “la primera era de la globalización llegó a un final estremecedor”[1]. De hecho, el período previo a la Primera Guerra Mundial es visto por historiadores y economistas como la realización más completa del paradigma de economía abierta librecambista. Para ese momento, la rápida expansión del comercio internacional, basado principalmente en el intercambio de manufacturas terminadas por parte de economías desarrolladas y de commodities en economías subdesarrolladas, permitía un flujo libre de capitales con altísimos márgenes de retorno[2].

Para ese entonces, en las décadas previas a la Gran Guerra, de industrialización vertiginosa, un conflicto internacional de las proporciones ciclópeas con las que ocurrió, parecía imposible: “Nadie creía en las guerras, las revoluciones ni las subversiones. Todo lo radical y violento parecía imposible en aquella era de la razón”[3] diría el escritor austríaco Stefan Zweig en sus memorias sobre la Europa previa a 1914. Cualquier brote de barbarie o bestialidad colectiva era visto como una rémora del pasado más que superada. Sin embargo, la competencia entre potencias, el mundo multipolar que se erigía gracias a expansión del comercio internacional, de la industrialización y del desarrollo de las ventajas comparativas de cada nación europea, hizo también que se extendiera la rivalidad militar y la paranoia ante ese rápido crecimiento y que las otrora fuertes alianzas diplomáticas (incluso unidas con lazos de sangre desde la era victoriana), se vieran cada vez más mermadas e ineficaces[4].

Lo que vemos hoy, trae remembranzas de ese mismo malestar de principios del siglo pasado, donde un mundo de certezas y de viejos imperios parecía derrumbarse y en donde aparecían por primera vez la sociedad de masas y las ingentes migraciones humanas hacia las grandes ciudades industrializadas. También proliferaban los discursos nacionalistas como reacción al hecho de que los mercados internacionales habían desplazado al Estado-nación como la forma política por excelencia de organización de la vida humana[5].

Desde las postrimerías del siglo XX, las preguntas sobre el futuro del Estado-nación[6] han sido cada vez más comunes, ante una realidad de fuerzas demográficas, ambientales y tecnológicas de naturaleza transnacional que presentan retos importantes a las naciones en cuanto a sus estructuras sociales, patrones culturales y sus ventajas económicas. Por esta razón, no todos los países están preparados de igual forma para lidiar con estas transformaciones globales que necesariamente generan ganadores y perdedores. Y también es por eso que, independientemente de las ideologías detrás de estas demandas, los ciudadanos parecieran pedir cada vez más la actuación del Estado-nación para detener estas oleadas globalizadoras de penetración de nuevos mercados transnacionales que retan las políticas de pleno empleo; pero también de movilidad humana hacia los grandes centros de poder económico, que abaratan los salarios de los nacionales.

Estas actitudes remiten a comportamientos colectivos ya estudiados por la psicología social y que tienen que ver con los límites del “yo” frente al mundo exterior, bajo un proceso histórico que ha consolidado la “individuación” o de “emergencia del yo” desde los siervos de la sociedad feudal, hasta los emprendedores de la sociedad comercial. Este proceso histórico de individuación, por un lado, ha generado progreso y bienestar material, pero también aislamiento y soledad y ha llevado cada vez más al hombre contemporáneo a refugiarse en la “evasión” a la libertad[7], sin saber que ese malestar que le genera un mundo de incertidumbres, paradójicamente, es necesario para su “autorrealización”.

Esta evasión o miedo a la libertad también está estrechamente vinculada a la mentalidad anti-capitalista y el aborrecimiento al lucro[8]. Muy pocos se percatan del nivel de vida que ha alcanzado gran parte de la humanidad en los últimos dos siglos gracias al capitalismo, a las economías abiertas y a los sistemas democráticos. Logros y datos que autores como Matt Ridley[9], han intentado transmitir en sus investigaciones.

A pesar de toda esta evidencia factual de que hemos alcanzado niveles importantes de prosperidad como nunca antes en nuestra historia, los síntomas de malestar frente a las desigualdades que crea el progreso, de sublimación y represión que produce la vida civilizada, son cada vez más contundentes y el péndulo de la historia pareciera inclinarse hacia una nueva era de inestabilidad mundial.

 

Referencias: 

[1] Judt, Tony. Algo va mal. Barcelona. Taurus. 2010. Pp. 131

[2] Frieden, Jeffry A. Capitalismo global. El trasfondo económico de la historia del siglo XX. Barcelona. Editorial Crítica. 2007. Pp. 11-14

[3] Zweig, Stefan. El mundo de ayer. Barcelona. Acantilado. 2009. Pp. 10

[4] Kennedy, Paul. The rise and fall of the great powers. Londres. Unwin Hyman. 1988. Pp. 249-250

[5] Judt, Tony. Ídem.

[6] Kennedy, Paul. Preparing for the twenty first century. New York. Random House. 1993

[7] Fromm, Erich. El miedo a la libertad. Buenos Aires. Paidós. 1986. Pp. 15

[8] Von Mises, Ludwig. La mentalidad anticapitalista. Madrid. Unión Editorial. 2011

[9] Ridley, Matt. The rational optimist. New York. Harper Collins. 2010

La incertidumbre del Convenio 169: falta de voluntad política
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Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
24 Oct 2019

El tribunal constitucional hizo ver los problemas derivados de la falta de regulación respecto del derecho de consulta reconocido por el Convenio 169 de la OIT y el Congreso no ha sido capaz de generar una legislación apropiada.

 

Un vacío legal de 12 años

La Corte de Constitucionalidad (CC) ha estado en el ojo del huracán en más de una ocasión durante los últimos dos años. Hay lugar para un amplio debate acerca de los criterios sostenidos por el alto tribunal, pero sobre el Convenio 169 de la OIT en lo referente al derecho de consulta, vale la pena recordar que en una sentencia de fecha 8 de mayo de 2007, recaída en el expediente 1179-2005 la Corte dijo:

«Al advertir que la normativa que regula lo relativo a las consultas populares referidas en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, el Código Municipal y la Ley de los Consejos de Desarrollo Urbano y Rural, es bastante amplia y poco precisa en cuanto al desarrollo de los procedimientos de consulta, esta Corte estima conveniente hacer uso de la modalidad de fallos que en la Doctrina, del Derecho Procesal Constitucional se conocen como "exhortativos" y que han sido objeto de profundo estudio por el tratadista argentino Néstor Pedro Sagüés. En tal sentido se exhorta al Congreso de la República de Guatemala a lo siguiente: a) proceda a realizar la reforma legal correspondiente, a efecto de armonizar el contenido de los artículos 64 y 66 del Código Municipal, en el sentido de determinar con precisión cuando una consulta popular municipal tendría efectos vinculantes; y b) para efectivizar el derecho de consulta de los pueblos indígenas, referido en los artículos 15 del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo y 26 de la Ley de los Consejos de Desarrollo Urbano y Rural, se legisle sobre la forma cómo deben desarrollarse esos procedimientos consultivos, quién debe ser el órgano convocante y el que desarrolle la consulta, quiénes podrán participar, el momento en que debe realizarse y los efectos de los resultados obtenidos». (El resaltado es propio)

Han pasado doce años desde que el tribunal constitucional hiciera ver los problemas derivados de la falta de regulación respecto del derecho de consulta reconocido por el Convenio 169 de la OIT y el Congreso no ha sido capaz de generar una legislación apropiada. La exhortación a legislar ha sido reiterada en múltiples resoluciones por todas las magistraturas, tanto las de 2006-2011, 2011-2016, y la actual (2016-2021) por lo que resulta impreciso culpar a la actual magistratura por los problemas que ha traído el vacío legal antes señalado.

El balón en terreno del Congreso

Claro está, podemos discutir si un criterio de proporcionalidad hubiese producido un resultado menos drástico que la suspensión de actividades comerciales como se ha visto con las sentencias relacionadas con algunas actividades mineras especialmente, pero el problema central es el vacío regulatorio de larga data sobre un tema relacionado con un convenio en materia de derechos humanos que deja a la Corte con poco margen de maniobra. Por eso, más que culpar a la Corte, debemos preguntarnos, ¿por qué el Congreso no ha tenido capacidad de generar una regulación apropiada en 12 años?

Destaco el tema pues este 22 de octubre el Congreso finalmente ha dado visos de tener voluntad política de encontrar una solución al tema y se discute la iniciativa 5416 que busca precisamente reglamentar el proceso de consulta. Por otro lado, la bancada de Winaq lamentablemente ya mostró su oposición a la iniciativa. La incertidumbre para inversiones que requieren con especial atención de la aplicación del derecho de consulta puede caer drásticamente si el Congreso asume su responsabilidad.

Mentes recias
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Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
22 Oct 2019

De la novela de Vargas Llosa y nuestra cultura intelectual.

Corría el año 2003. Mientras cursaba los últimos ciclos de secundaria, la lectura predilecta entre mis compañeros era El Código Da Vinci del escrito Dan Brown. Entre la trama de un asesinato misterioso, los acertijos que Robert Langdon va descubriendo y las referencias a algunos de misterios de la historia -como el Priorato de Sion o El Santo Grial- la obra de Brown envuelve al lector de principio a fin.

Recuerdo el debate en diferentes círculos. La mera sugerencia final, sobre una línea de sucesión de Jesucristo, o de una relación sentimental con María Magdalena despertaba todo tipo de pasiones.

El libro de Brown, y luego la película de Tom Hanks, generaron reacciones hepáticas del Vaticano. Tengo presente cuando miembros de la Congregación para la Doctrina de la Fe pidieron boicotear el estreno de la versión cinematográfica. El argumento es que la misma resultaba “calumniosa, ofensiva y que estaba llena de errores históricos y teológicos”. Las reacciones también eran esperables. Al final del día la competencia de dicha Congregación es precisamente la defensa del dogma de la fe.

Como católico de familia -y cucurucho -, el Código Da Vinci resultaba polémico, a decir lo menos. Pero recuerdo que siempre imperó el pensamiento crítico. ¿Y por qué no?, me pregunté en algún momento. ¿Qué tendría de malo saber que quizá Jesús había tenido una relación sentimental? ¿O qué interesante sería indagar sobre la teoría de la línea de sucesión dinástica?

Años después, ya como estudiante universitario, entendí una pequeña gran diferencia. Una cosa son las obras de investigación historiográfica y otra muy distinta las novelas históricas. En la primera, se busca descubrir hechos históricos, acontecidos y registrados, y requiere de una metodología estricta. La segunda es una mera literaria, con propósitos de entretenimiento, y se le permite al autor alejarse  de la rigurosidad de los hechos y acontecimientos para adentrarse en el mundo de la ficción.

Y así, con esa sutil diferencia, me fue posible realizar que, aunque fascinante, la obra de Brown hacía un uso muy ligero de leyendas como el Priorato de Sion, la interpretación de La Última Cena de Leonardo da Vinci, del Santo Grial o de algunas historias contenidas en evangelios apócrifos.

Cualquier crítico literario reconoce que el uso de la leyenda histórica por parte de Brown es sencillamente magistral. Y naturalmente, para quienes gustan de la historia, ese es quizá uno de sus mayores atractivos. Verbigracia, en Ángeles y Demonios, Brown traza una “ruta de los Illuminati”, que supuestamente estaría señalada por varias esculturas del escultor Lorenzo Bernini. En mi último paso por Roma, pude atestiguar que efectivamente las efigies de Bernini apuntan entre sí, y se crea un trazo imaginario que señala cada una de las siguientes estaciones de la ruta.

Pero por mucho que la ruta de los Illuminati o el Priorato de Sion contengan elementos de realidad, esto no quita que “El Código Da Vinci” y “Ángeles y Demonios” son novelas históricas. Ni más ni menos.

¿A qué viene esto? En días recientes el escritor peruano Mario Vargas Llosa publicó “Tiempos recios”, una novela basada en hechos de los años 50 y 60 en América Latina. No quiero caer en el mal gusto de dar spoilers. Pero para nadie resulta ya un secreto, que la interpretación de Vargas Llosa sobre la figura de Jacobo Árbenz Guzmán, los motivos de su defenestración en agosto de 1954 y los eventos asociados al período en cuestión, han desatado todo tipo de pasiones y ronchas.

Respuestas hepáticas, cual Vaticano con El Código da Vinci, han estado a la vuelta de la esquina. Esfuerzos por levantar el perfil de investigaciones sobre el período en cuestión. Cuestionamientos a cómo se perfiló a Arbenz o se construyó la narrativa de la época. Incluso, he visto extremos que pretenden defender a ultranza la inversión de la UFCO y alegan que ahí se origina el problema de certeza jurídica que acecha a Guatemala. Y naturalmente se deja de lado el dato, sobre que en el mismo Estados Unidos, la administración republicana de Eisenhower inició un proceso de disolución de la empresa por violar las leyes anti-monopólicas (el Clayton Anti-Trust Law de 1914).

Pero lo que más salta a la vista es la mera confusión de géneros. Estás respondiendo con supuesta historiografía a una novela histórica. Aquí bien cabe aquella frase de las peras y las manzanas…

Esa cultura de “mentes recias” de querer siempre casarse con la “única y verdadera historia” (cual Bernal Díaz del Castillo), de no aceptar interpretaciones alternas -aún si es en el marco de una novela histórica en donde precisamente se permiten esas libertades narrativas- es quizá el reflejo de una cultura intelectual y académica que responde más al dogma que al pensamiento crítico.

La culpa occidental, la leyenda negra y el revisionismo histórico
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Directora del área de Estudios Latinoamericanos de la Fundación Libertad y Desarrollo. Es licenciada en Historia egresada de la Universidad Central de Venezuela.
16 Oct 2019

¿Qué hay detrás del 12 de octubre?

 

El debate alrededor de una fecha tan polémica como el 12 de octubre de 1492 tiene ya varias décadas. Desde la conmemoración del V Centenario de la llegada de Colón a América, en 1992, muchos historiadores hispanistas, americanistas, antropólogos -e incluso líderes políticos- han querido re-interpretar la fecha bajo otra mirada más revisionista y menos sesgada. 

Este cambio de interpretaciones constituye un “viraje” histórico e historiográfico radical si tomamos en cuenta el “Triunfalismo Occidental”[1] que envolvió las celebraciones del cuadringentésimo aniversario de la conquista en 1892, en prácticamente todo el continente americano, desde Estados Unidos hasta la Argentina.

Este cambio dramático de actitud hacia la conquista se inauguró, paradójicamente, en la propia Europa, que en el siglo XX experimentó el fin de los grandes imperios de la Edad Moderna; además de la fuerza destructora de dos sangrientas guerras mundiales, que muchos intelectuales vieron como el regreso a la barbarie de una civilización que creía haber alcanzado la plenitud del progreso. 

De manera que, con la caída de los viejos imperios, el colonialismo comenzó a ser visto no ya como un intercambio creativo y beneficioso donde los logros civilizatorios de Occidente (lengua, filosofía, literatura y artes) tenían predominancia sobre el resto del mundo; sino como un modo de producción que engendraba injusticias sociales, explotación y violencia. Así las cosas, el dominio occidental a lo largo de dos milenios y medio, comenzó a generar malestar y culpa[2] y se volvió necesario “aplacar las furias del presente, despreciando el pasado”[3].

En muchos casos, el discurso resultante de ese intento de “revisionismo” de la conquista, en lugar de ofrecer nuevas miradas y perspectivas al hecho histórico, fue un discurso ideológico impregnado de razonamientos maniqueos donde los victimarios fueron satanizados y los habitantes autóctonos fueron revestidos de una visión idílica que no tiene nada de innovadora, sino que más bien forma parte de la gastadísima “Leyenda Negra”, inaugurada por fray Bartolomé de las Casas en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, de 1552; y continuada por Jean Jacques Rousseau con el mito de “El buen salvaje”, en su Segundo Discurso, de 1754.

Posteriormente, la corriente marxista o materialista de la historia, tan popular en las Humanidades y las Ciencias Sociales a mediados del siglo XX, halló un caldo de cultivo especial en el tema de la conquista de América, a la luz de una interpretación de las formaciones socioeconómicas y de los modos de producción, que afirmaba que la relación dialéctica entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción, determinaron el curso de la historia latinoamericana, desde el modo feudal de la conquista hasta sus intentos de articulación al sistema capitalista en el siglo XIX[4]

En otros casos, comenzaría una nueva corriente historiográfica (hija de la Teoría Crítica de la llamada Escuela de Frankfurt), sobre “la perspectiva del otro”, que historiadores como Tzvetan Todorov y el recientemente fallecido Miguel León-Portilla comenzaron a esbozar, abordando las Crónicas de Indias desde la hermenéutica, pero también desentrañando las propias fuentes indígenas de carácter oral e iconográfico que se preservan hasta hoy; e intentando alejarse de los sesgos, prejuicios, fobias y filias que suelen abundar en este tipo de estudios[5].

Recientemente, en 2016, ha aparecido un interesante estudio de la historiadora española Elvira Roca, en el que se acuña por primera vez el término “Imperiofobia”, que muestra que ese malestar que creemos moderno hacia las formas imperiales, de hecho data desde el primer siglo de nuestra era, en Roma, y ha continuado a lo largo de toda la historia de la civilización occidental[6].

Sin embargo, esa especie de “hibris imperiofóbico” tiene un excepcional calado en América Latina, que líderes políticos como Fidel Castro, Hugo Chávez, Evo Morales y Andrés Manuel López Obrador han sabido explotar y amalgamar -por iguales cuotas- contra la conquista española y contra los Estados Unidos de América. 

Es por eso que al día de hoy, en un mundo extraviado en discursos populistas y polarizantes, con una derecha nacionalista y con una izquierda atrapada en el tema de las identidades, cada vez es menos probable que vuelva a haber un debate serio sobre el tema y pareciera que su uso político seguirá sirviendo a los mandones de turno cada 12 de octubre.


Referencias:

[1] Elliott, John H. The old world and the new. Cambridge University Press. 1970. Pp. XI

[2] Freud, Sigmund. “El malestar en la cultura”. Obras completas.

[3] Steiner, George. In Bluebeard’s casttle. Some notes towards the re-definition of culture. Yale University Press. 1971. Pp. 63-66

[4] Carrera Damas, Germán (coord.) Formación histórico-social de América Latina. Caracas. CENDES- EB-UCV. 1977

[5] León-Portilla, Miguel. Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista. México. UNAM. Pp. 6-7

[6] Roca Baera, María Elvira. Imperiofobia y leyenda negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio Español. Madrid. Siruela. 2016