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Mentes recias

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De la novela de Vargas Llosa y nuestra cultura intelectual.

Corría el año 2003. Mientras cursaba los últimos ciclos de secundaria, la lectura predilecta entre mis compañeros era El Código Da Vinci del escrito Dan Brown. Entre la trama de un asesinato misterioso, los acertijos que Robert Langdon va descubriendo y las referencias a algunos de misterios de la historia -como el Priorato de Sion o El Santo Grial- la obra de Brown envuelve al lector de principio a fin.

Recuerdo el debate en diferentes círculos. La mera sugerencia final, sobre una línea de sucesión de Jesucristo, o de una relación sentimental con María Magdalena despertaba todo tipo de pasiones.

El libro de Brown, y luego la película de Tom Hanks, generaron reacciones hepáticas del Vaticano. Tengo presente cuando miembros de la Congregación para la Doctrina de la Fe pidieron boicotear el estreno de la versión cinematográfica. El argumento es que la misma resultaba “calumniosa, ofensiva y que estaba llena de errores históricos y teológicos”. Las reacciones también eran esperables. Al final del día la competencia de dicha Congregación es precisamente la defensa del dogma de la fe.

Como católico de familia -y cucurucho -, el Código Da Vinci resultaba polémico, a decir lo menos. Pero recuerdo que siempre imperó el pensamiento crítico. ¿Y por qué no?, me pregunté en algún momento. ¿Qué tendría de malo saber que quizá Jesús había tenido una relación sentimental? ¿O qué interesante sería indagar sobre la teoría de la línea de sucesión dinástica?

Años después, ya como estudiante universitario, entendí una pequeña gran diferencia. Una cosa son las obras de investigación historiográfica y otra muy distinta las novelas históricas. En la primera, se busca descubrir hechos históricos, acontecidos y registrados, y requiere de una metodología estricta. La segunda es una mera literaria, con propósitos de entretenimiento, y se le permite al autor alejarse  de la rigurosidad de los hechos y acontecimientos para adentrarse en el mundo de la ficción.

Y así, con esa sutil diferencia, me fue posible realizar que, aunque fascinante, la obra de Brown hacía un uso muy ligero de leyendas como el Priorato de Sion, la interpretación de La Última Cena de Leonardo da Vinci, del Santo Grial o de algunas historias contenidas en evangelios apócrifos.

Cualquier crítico literario reconoce que el uso de la leyenda histórica por parte de Brown es sencillamente magistral. Y naturalmente, para quienes gustan de la historia, ese es quizá uno de sus mayores atractivos. Verbigracia, en Ángeles y Demonios, Brown traza una “ruta de los Illuminati”, que supuestamente estaría señalada por varias esculturas del escultor Lorenzo Bernini. En mi último paso por Roma, pude atestiguar que efectivamente las efigies de Bernini apuntan entre sí, y se crea un trazo imaginario que señala cada una de las siguientes estaciones de la ruta.

Pero por mucho que la ruta de los Illuminati o el Priorato de Sion contengan elementos de realidad, esto no quita que “El Código Da Vinci” y “Ángeles y Demonios” son novelas históricas. Ni más ni menos.

¿A qué viene esto? En días recientes el escritor peruano Mario Vargas Llosa publicó “Tiempos recios”, una novela basada en hechos de los años 50 y 60 en América Latina. No quiero caer en el mal gusto de dar spoilers. Pero para nadie resulta ya un secreto, que la interpretación de Vargas Llosa sobre la figura de Jacobo Árbenz Guzmán, los motivos de su defenestración en agosto de 1954 y los eventos asociados al período en cuestión, han desatado todo tipo de pasiones y ronchas.

Respuestas hepáticas, cual Vaticano con El Código da Vinci, han estado a la vuelta de la esquina. Esfuerzos por levantar el perfil de investigaciones sobre el período en cuestión. Cuestionamientos a cómo se perfiló a Arbenz o se construyó la narrativa de la época. Incluso, he visto extremos que pretenden defender a ultranza la inversión de la UFCO y alegan que ahí se origina el problema de certeza jurídica que acecha a Guatemala. Y naturalmente se deja de lado el dato, sobre que en el mismo Estados Unidos, la administración republicana de Eisenhower inició un proceso de disolución de la empresa por violar las leyes anti-monopólicas (el Clayton Anti-Trust Law de 1914).

Pero lo que más salta a la vista es la mera confusión de géneros. Estás respondiendo con supuesta historiografía a una novela histórica. Aquí bien cabe aquella frase de las peras y las manzanas…

Esa cultura de “mentes recias” de querer siempre casarse con la “única y verdadera historia” (cual Bernal Díaz del Castillo), de no aceptar interpretaciones alternas -aún si es en el marco de una novela histórica en donde precisamente se permiten esas libertades narrativas- es quizá el reflejo de una cultura intelectual y académica que responde más al dogma que al pensamiento crítico.

La culpa occidental, la leyenda negra y el revisionismo histórico

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¿Qué hay detrás del 12 de octubre?

 

El debate alrededor de una fecha tan polémica como el 12 de octubre de 1492 tiene ya varias décadas. Desde la conmemoración del V Centenario de la llegada de Colón a América, en 1992, muchos historiadores hispanistas, americanistas, antropólogos -e incluso líderes políticos- han querido re-interpretar la fecha bajo otra mirada más revisionista y menos sesgada. 

Este cambio de interpretaciones constituye un “viraje” histórico e historiográfico radical si tomamos en cuenta el “Triunfalismo Occidental”[1] que envolvió las celebraciones del cuadringentésimo aniversario de la conquista en 1892, en prácticamente todo el continente americano, desde Estados Unidos hasta la Argentina.

Este cambio dramático de actitud hacia la conquista se inauguró, paradójicamente, en la propia Europa, que en el siglo XX experimentó el fin de los grandes imperios de la Edad Moderna; además de la fuerza destructora de dos sangrientas guerras mundiales, que muchos intelectuales vieron como el regreso a la barbarie de una civilización que creía haber alcanzado la plenitud del progreso. 

De manera que, con la caída de los viejos imperios, el colonialismo comenzó a ser visto no ya como un intercambio creativo y beneficioso donde los logros civilizatorios de Occidente (lengua, filosofía, literatura y artes) tenían predominancia sobre el resto del mundo; sino como un modo de producción que engendraba injusticias sociales, explotación y violencia. Así las cosas, el dominio occidental a lo largo de dos milenios y medio, comenzó a generar malestar y culpa[2] y se volvió necesario “aplacar las furias del presente, despreciando el pasado”[3].

En muchos casos, el discurso resultante de ese intento de “revisionismo” de la conquista, en lugar de ofrecer nuevas miradas y perspectivas al hecho histórico, fue un discurso ideológico impregnado de razonamientos maniqueos donde los victimarios fueron satanizados y los habitantes autóctonos fueron revestidos de una visión idílica que no tiene nada de innovadora, sino que más bien forma parte de la gastadísima “Leyenda Negra”, inaugurada por fray Bartolomé de las Casas en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, de 1552; y continuada por Jean Jacques Rousseau con el mito de “El buen salvaje”, en su Segundo Discurso, de 1754.

Posteriormente, la corriente marxista o materialista de la historia, tan popular en las Humanidades y las Ciencias Sociales a mediados del siglo XX, halló un caldo de cultivo especial en el tema de la conquista de América, a la luz de una interpretación de las formaciones socioeconómicas y de los modos de producción, que afirmaba que la relación dialéctica entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción, determinaron el curso de la historia latinoamericana, desde el modo feudal de la conquista hasta sus intentos de articulación al sistema capitalista en el siglo XIX[4]

En otros casos, comenzaría una nueva corriente historiográfica (hija de la Teoría Crítica de la llamada Escuela de Frankfurt), sobre “la perspectiva del otro”, que historiadores como Tzvetan Todorov y el recientemente fallecido Miguel León-Portilla comenzaron a esbozar, abordando las Crónicas de Indias desde la hermenéutica, pero también desentrañando las propias fuentes indígenas de carácter oral e iconográfico que se preservan hasta hoy; e intentando alejarse de los sesgos, prejuicios, fobias y filias que suelen abundar en este tipo de estudios[5].

Recientemente, en 2016, ha aparecido un interesante estudio de la historiadora española Elvira Roca, en el que se acuña por primera vez el término “Imperiofobia”, que muestra que ese malestar que creemos moderno hacia las formas imperiales, de hecho data desde el primer siglo de nuestra era, en Roma, y ha continuado a lo largo de toda la historia de la civilización occidental[6].

Sin embargo, esa especie de “hibris imperiofóbico” tiene un excepcional calado en América Latina, que líderes políticos como Fidel Castro, Hugo Chávez, Evo Morales y Andrés Manuel López Obrador han sabido explotar y amalgamar -por iguales cuotas- contra la conquista española y contra los Estados Unidos de América. 

Es por eso que al día de hoy, en un mundo extraviado en discursos populistas y polarizantes, con una derecha nacionalista y con una izquierda atrapada en el tema de las identidades, cada vez es menos probable que vuelva a haber un debate serio sobre el tema y pareciera que su uso político seguirá sirviendo a los mandones de turno cada 12 de octubre.


Referencias:

[1] Elliott, John H. The old world and the new. Cambridge University Press. 1970. Pp. XI

[2] Freud, Sigmund. “El malestar en la cultura”. Obras completas.

[3] Steiner, George. In Bluebeard’s casttle. Some notes towards the re-definition of culture. Yale University Press. 1971. Pp. 63-66

[4] Carrera Damas, Germán (coord.) Formación histórico-social de América Latina. Caracas. CENDES- EB-UCV. 1977

[5] León-Portilla, Miguel. Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista. México. UNAM. Pp. 6-7

[6] Roca Baera, María Elvira. Imperiofobia y leyenda negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio Español. Madrid. Siruela. 2016

Hacia una reforma del Estado

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Existe un consenso generalizado sobre los ejes de una reforma.

 

La experiencia de los últimos años ha puesto en evidencia la decadencia de los partidos políticos, convertidos en meros vehículos para el saqueo. Los casos judiciales de alto impacto hicieron que actores relevantes reconocieran que en Guatemala la justicia no es pronta ni cumplida. Las compras y contrataciones públicas son el caldo de cultivo para la corrupción. El servicio público en Guatemala está diseñado para favorecer a personajes como Joviel Acevedo, en lugar de atraer a los mejores profesionales. Todo ello, impide al Estado cumplir con sus funciones mínimas.

Ahora más que nunca, se debe promover una agenda de reencauce de la institucionalidad y reforma profunda del Estado.

El punto de partida es la reforma electoral. Guatemala necesita un sistema que fomente la competencia electoral, que favorezca la formación de nuevas organizaciones políticas y que acerque al ciudadano con sus representantes. Para ello, es necesario reducir las barreras de ingreso y los requisitos de formación de partidos, para que los buenos ciudadanos puedan llegar a los espacios de toma de decisiones.

La representatividad del sistema debe mejorarse, revisando el diseño de los distritos electorales, y adecuarlos a las nuevas dinámicas demográficas. Pero más urgente aún, es modificar el sistema de elección de diputados: permitir que los ciudadanos elijan por nombre y no por listados.

En materia del sistema de justicia, es urgente revisar el sistema de elección de magistrados. Si nos quejamos que la justicia se politiza, ¿acaso no es un contrasentido que los diputados elijan a los magistrados de las altas cortes del país? El modelo de comisiones de postulación, que ha llevado a la politización de la academia y de los gremios profesionales debe refundarse  en su totalidad.

Se debe apostar por un sistema de carrera judicial, en la que los jueces mejor capacitados, con mejor desempeño y honorabilidad, puedan ascender por los escalafones del sistema. Y que las más altas cortes se integren por los mejores juristas del país.

De suma urgencia es revisar el funcionamiento de la justicia. Una reforma que descongestione el sistema, a través de figuras como la Aceptación de Cargos, la revisión de plazos procesales, los requisitos para la recusación de jueces o de tramitación de amparos. También hay que reformar las condiciones para la prisión preventiva e implementar formas alternas de detención.

A nivel de gestión pública, el sistema de servicio civil requiere de un rediseño profundo. Es importante generar los mecanismos de evaluación y remuneración adecuados para atraer a los mejores profesionales a integrar el servicio público. Es importante revisar la estructuración de los pactos colectivos. El sistema de contrataciones públicas debe modernizarse, empezando por una separación funcional entre las compras y contrataciones. La estructura presupuestaria debe flexibilizarse: es imposible plantear política pública cuando más del 72% del presupuesto ya está comprometido en asignaciones pétreas. El listado geográfico de obras debe suprimirse. Mientras que los procesos de planificación anual deben basarse en una metodología de presupuesto abierto, de carácter multianual con un sistema de inversión blindado a la corrupción.

Guatemala necesita urgentemente una reforma que le saque de cuidados intensivos. Es el momento para que los actores políticamente relevantes dejen de lado sus discursos vacíos y se comprometan con una agenda mínima que permita reencauzar el destino de la nación.

¿Analfabetismo legislativo o cruzada autoritaria?

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Hace semanas el Congreso de la República anunció que crearía una comisión especial para «verificar» el actuar de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Pido al lector que analicemos desde una perspectiva legal el proceder del Congreso y de su Junta Directiva.

 

 

La polémica comisión especial 

En ese orden de ideas, el Congreso aprobó hace dos semanas el acuerdo 12-2019 que dio vida a dicha comisión de investigación y establecen que uno de sus objetivos principales es: 

«Determinar la existencia de la comisión de acciones ilegales o arbitrarias por parte de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), que hayan atentado contra derechos fundamentales de los habitantes de la República de Guatemala».

La Corte le corrige la plana al Congreso

Basta con leer semejante enunciado para darse cuenta de la burda ilegalidad y usurpación de funciones que pretendía llevar a cabo el Congreso. ¿Es acaso tarea del Congreso administrar justicia? Es obvio que no. Por lo tanto, ¿en qué cabeza cabe pensar que el Congreso «determinará» si un hecho es ilegal o arbitrario? Esa es una tarea reservada para los jueces y magistrados de acuerdo con el artículo 203 de la Constitución.

Como no podía ser de otra forma, la Corte de Constitucionalidad (CC) resolvió otorgar un amparo provisional el pasado 7 de octubre (dentro de los expedientes acumulados No. 5279-2019, 5317-2019 y 5442-2019) y dejó sin efecto esta comisión especial y ordenó la suspensión de sus actividades.

El Congreso contra la razón

Derivado de la resolución de la CC, la Junta Directiva del Congreso ha anunciado que denunciará a los magistrados de dicho tribunal porque dictaron una resolución ilegal que «contraviene» el artículo 171 inciso m de la Constitución y limita, según ellos, la «facultades» del Congreso. Pero, ¿qué dice ese inciso del artículo 171 constitucional? Léase, que el Congreso puede:

«Nombrar comisiones de investigación en asuntos específicos de la administración pública, que planteen problemas de interés nacional». (El resaltado es propio)

Resalté el término «administración pública» porque la administración pública se refiere al ejercicio de la función ejecutiva del Estado. Y claro, la Constitución permite al Congreso, dentro de sus funciones de fiscalización, montar comisiones para investigar el proceder de algún órgano del poder Ejecutivo o de alguna entidad autónoma o descentralizada.

Pero cualquier estudiante de primer curso de Derecho o políticas tiene muy claro que administración pública y administración de justicia son cosas distintas. Por eso la Comisión especial que pretende montar el Congreso es ilegal, pues pretende inmiscuirse en asuntos propios de la administración de justicia además de, burdamente, pretender «determina» si se cometieron ilegalidades como si fuesen parte del poder judicial.

Por eso pregunto, ¿por qué pretenden los diputados denunciar penalmente a los magistrados de la CC? De ahí el título de esta columna: en el mejor de los casos, su incompetencia es de tal nivel que no advierten que han cometido una ilegalidad burda y del tamaño de una casa; en el peor de los casos, intentan fraguar un golpe contra la Corte de Constitucionalidad. Sea por incompetentes o por deliberadamente planificar una cruzada contra el tribunal constitucional por mala fe, el asunto es grave.

¿Habría vacío legal si no hay magistrados designados antes del 13 de octubre?

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El Consejo de la Carrera Judicial sometió a consideración un proyecto de reglamento que la CSJ decidió no aprobar. El Consejo ha decidido proceder por su cuenta y evaluar a los jueces y magistrados mediante una «disposición temporal». Sin embargo, esto parece más bien una intentona para acelerar el proceso de designación de magistrados. 

 

Como bien expliqué en otra columna, el 16 de septiembre un amparo provisional resuelto por la Corte de Constitucionalidad (CC) suspendió el trabajo de las Comisiones de Postulación.

El asunto más complejo es el relacionado con el Consejo de la Carrera Judicial y la obligación de cumplir con lo establecido en el artículo 76 del decreto 32-2016: esto es, emitir un reglamento para evaluar a los jueces y magistrados de carrera que estén interesados en postularse para el cargo de magistrados de Corte Suprema de Justicia (CSJ) o Cortes de Apelaciones (CdeA).

Ahora bien, el gran problema es que cumplir con este último requisito parece una tarea de largo tiempo. Veamos lo que debe suceder para que se considere satisfactoriamente cumplido este requisito:

  1. El artículo 32 de la ley de la Carrera Judicial establece que la Unidad de Evaluación y Desempeño del Consejo «(…) mediante la aplicación de instrumentos y técnicas objetivamente diseñados, certificados y de conformidad con estándares nacionales e internacionales, acordes en cada área, evaluará el desempeño y comportamiento de los jueces y magistrados anualmente.» (Resaltado propio)
  2. Que el funcionario debe ser notificado del resultado de su evaluación y puede plantear un recurso de reconsideración y si no queda satisfecho deberá plantear un recurso de revisión que debería conocer el Consejo de la Carrera Judicial.
  3. El mismo artículo señala que debe haber un reglamento específico que regule esta materia.

 

¿Qué ha pasado hasta hoy? ¿cumpliremos con los estándares internacionales?

El Consejo de la Carrera Judicial sometió a consideración un proyecto de reglamento que la CSJ decidió no aprobar. Ahora, el Consejo ha decidido proceder por su cuenta y evaluar a los jueces y magistrados mediante una «disposición temporal». Esto parece más bien una intentona para acelerar el proceso de designación de magistrados, pero tiene varios problemas legales en potencia.

En primer lugar, como dice la ley, la evaluación debe responder a estándares nacionales e internacionales y a criterios objetivos. Este punto debe tomarse en serio, pues uno de los grandes vicios que acecha a nuestro sistema de elección de cortes es precisamente que carecemos de instrumentos que garanticen esos estándares. Por ejemplo, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha dicho:

«La Comisión ha considerado en cuanto al mérito personal que se debe elegir personas que sean íntegras, idóneas, que cuenten con la formación o calificaciones jurídicas apropiadas. Asimismo, en cuanto a la capacidad profesional, la CIDH ha insistido en que cada uno de los aspectos a valorar debe hacerse con base en criterios objetivos.» (resaltado propio).

Y con más contundencia aún, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el Caso Reverón Trujillo Vs. Venezuela (sí, esa dictadura que tiene decenas de quejas por violar la independencia judicial y con la cual compartimos vicios en materia de independencia judicial) estableció:

«(…) todo proceso de nombramiento debe tener como función no sólo la escogencia según los méritos y calidades del aspirante, sino el aseguramiento de la igualdad de oportunidades en el acceso al Poder Judicial. En consecuencia, se debe seleccionar a los jueces exclusivamente por el mérito personal y   su capacidad profesional, a través de mecanismos objetivos de selección y permanencia que tengan en cuenta la singularidad y especificidad de las funciones que se van a desempeñar.» (Resaltado propio)

Y más adelante sentencia: «Finalmente, cuando los Estados establezcan procedimientos para el nombramiento de sus jueces, debe tenerse en cuenta que no cualquier procedimiento satisface las condiciones que exige la Convención para la implementación adecuada de un verdadero régimen independiente. (…)»

Este último párrafo es vital para entender lo que vivimos: no cualquier proceso que se invente el Consejo de la Carrera Judicial cumplirá los requisitos de independencia judicial que exigen los estándares internacionales. Recordemos que, encima, nuestra propia Corte de Constitucionalidad en el expediente 3340-2013, la anterior magistratura de la CC dijo: «por estar sometidos a la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, resulta obligatoria la observancia de las sentencias emitidas por esa Corte, aunque en estas no figure el Estado de Guatemala como parte, ya que en ellas se establece la forma de interpretar el contenido de las normas de la Convención y su alcance.» (resaltado propio).

De esta manera, la discusión sobre la objetividad de los mecanismos de evaluación de jueces y magistrados puede conducirnos a una crisis profunda. Me refiero a que si el Consejo de la Carrera Judicial emplea un proceso que no garantice objetividad y una correcta valoración del mérito de los jueces evaluados, cabría un amparo contra un eventual modo insatisfactorio de evaluación porque violaría lo dispuesto en la Convención Americana de Derechos Humanos como hemos podido leer en párrafos anteriores.

¿Pero no hay un plazo fatal que vence el 13 de octubre? Esto ya pasó antes y la CC ya le encontró solución

Hay varias voces de colegas que ponen énfasis en la fatalidad del plazo en que vence el nombramiento de magistrados de CSJ y CdeA. La preocupación es legítima, pero estamos ante un dilema: por un lado, el plazo de 5 años que establecen los artículos constitucionales 215 y 217, pero por otro lado la obligación de elegir jueces imparciales mediante procesos objetivos y acordes a la correcta aplicación del artículo 25 de la Convención Americana de Derechos Humanos.

Ante el evidente conflicto de derechos del mismo rango, ¿qué debe prevalecer? ¿el plazo fatal que vence el 13 de octubre o la garantía de un proceso objetivo de nombramiento de jueces y magistrados? Para mí lo razonable es lo resuelto por la CC y en consecuencia procurar la mayor objetividad posible en la selección de magistrados aún y cuando eso implique valernos del artículo 71 de la Ley del Organismo Judicial que establece que los magistrados que actualmente ocupan el cargo deben continuar en ejercicio del mismo hasta que se concrete el nombramiento de quien deba sucederles.

No es una ocurrencia mía solamente, ya vivimos algo similar. En 2014 la toma de posesión de magistrados de CSJ fue hasta el 24 de noviembre de ese mismo año (y no el 13 de octubre como debía ser). La CC en aquel momento otorgó un amparo provisional mediante el cual suspendía la designación de nueva CSJ y en aquel auto[1], firmado por Gloria Porras, Alejandro Maldonado Aguirre, Héctor Hugo Pérez Aguilera, Juan Carlos Medina Salas y Carmen María Gutiérrez, la CC estableció que:

«Derivado de esta decisión, con fundamento en lo que establece el artículo 71 de la Ley del Organismo Judicial, los abogados que actualmente ejercen los cargos de Magistrados de la Corte Suprema de Justicia y de las Salas de la Corte de Apelaciones y Otros Tribunales Colegiados de Igual Categoría, continuarán en ese ejercicio hasta la fecha en la que se concrete la toma de posesión de quienes los sucedan. La Presidencia del Organismo Judicial y de la Corte Suprema de Justicia debe asumirla, el trece de octubre del presente año [2014], quien corresponde de conformidad con lo que establece el artículo 214 de la Constitución Política de la República de Guatemala (…)» (Resaltado propio)

[1] Expedientes Acumulados 4639-2014, 4645-2013, 4646-2014 y 4647-2014.

Nuevos tipos de movilizaciones sociales

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Espontáneas y autónomas, pero sin liderazgos ni programas.

 

Dos autores contemporáneos, Thomas Friedman y Moisés Naim, han descrito en sus textos The World is Flat  y El Fin del Poder las correlaciones de poder en el siglo XXI. Ambos, sostienen la tesis que la tecnología, las nuevas formas de comunicación y la revolución de la información, han transformado las relaciones de influencia y poder en las sociedades.

Veamos algunos ejemplos. Hace veinte años, los programadores de contenido de las televisoras tenían el poder sobre el consumo de material televisivo y cinematográfico. Como televidentes, estábamos obligados a ver lo que el canal programaba. Ahora, en el siglo XXI, gracias a Netflix y YouTube, los consumidores tienen la libertad de sintonizar la película, la serie o cualquier contenido que desee, sin importar lo que digan los canales.

Caso similar ocurre con la radio y los podcasts. Lo mismo ha ocurrido con la propagación de información, los teléfonos inteligentes y las redes sociales han convertido a los ciudadanos en periodistas. El mismo ciudadano informa de los hechos que acontecen en el día a día. Lo mismo ocurre con la formación de opinión, dado que ahora cualquier usuario de redes sociales se convierte en un generador de contenidos.

En pocas palabras, el poder y el mundo ahora son más horizontales que nunca. Esa horizontalidad también se traslapa al mundo de los movimientos sociales.

Históricamente, las manifestaciones, las movilizaciones sociales y las revoluciones tenían características jerarquizadas y verticalizadas. Generalmente la convocatoria a una protesta provenía de un líder particular, un actor con legitimidad, liderazgo o recursos; había un discurso programático. Había organización, logística y un liderazgo visible. Pensemos en el magisterio y Joviel Acevedo, o en el movimiento campesino como referentes de este modelo.

Por el contrario, en la actualidad se produce el fenómeno de la manifestación 2.0. Estos son movimientos sociales sin una conducción clara, sin liderazgos identificados, donde la autonomía y espontaneidad pesan más que los mensajes o discursos programáticos -generadas vía redes sociales en donde la espontaneidad del individuo es la que vale- si el individuo se identifica con la razón de la manifestación, sale a la calle. Si el tema de la misma no le hace click, sencillamente el individuo se queda en su casa.

Las movilizaciones anti-corrupción de Guatemala de 2015, las marchas en rechazo al régimen de Juan Orlando Hernández en Honduras, o las movilizaciones contra el autoritarismo del gobierno de Ortega en Nicaragua de 2018, son ejemplos recientes de estas dinámicas.

La conclusión es sencilla de enumerar pero compleja de entender. En los movimientos 2.0 ya no importa quién convoca o quién es el líder. Importa el individuo como ciudadano. Si el individuo se siente identificado con el tema de la marcha, sale a la calle.

Pero esta espontaneidad y autonomía de los movimientos 2.0 le condena a carecer de un discurso programático o de una línea de dirección. Por ello, este tipo de manifestaciones rara vez trascienden a la llamarada coyuntural que las desató. Pocas veces se convierten en movimientos políticos organizados y rara vez generan propuestas articuladas de política pública o de reforma legislativa que permita institucionalizar sus cambios.

¿Puede el presidente Morales prohibir el uso de bolsas, plásticos y otros artículos?

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Un análisis sobre la prohibición de las bolsas plásticas y duroport en Guatemala. 

 

El presidente Morales emitió un acuerdo gubernativo (189-2019), en consejo de ministros, el cual expresa en su artículo 1:

«Se prohíbe el uso y distribución de bolsas plásticas de un solo uso en sus diferentes presentaciones formas y diseños, pajillas plásticas en sus diferentes presentaciones, formas y diseños, platos y vasos plásticos desechables en todas sus presentaciones, formas y diseños incluyendo mezcladores o agitadores plásticos desechables y contenedores o recipientes para almacenamiento y traslado de alimentos de plástico desechables o de poliestireno expandido (duroport), en sus diferentes presentaciones, formas y diseños.»

Para efectos de esta reflexión, es irrelevante si estamos o no de acuerdo con prohibir el uso de bolsas plásticas y demás objetos relacionados. La pregunta de mi reflexión es: ¿puede el presidente prohibir el plástico a través de un simple acuerdo gubernativo?

La facultad del presidente, como parte del poder ejecutivo, de dictar este tipo de resoluciones nace de la literal e del artículo 183 de la Constitución que establece como facultad presidencial «[s]ancionar, promulgar, ejecutar y hacer que se ejecuten las leyes; dictar los decretos para los que estuviere facultado por la Constitución, así como los acuerdos, reglamentos y órdenes para el estricto cumplimiento de las leyes, sin alterar su espíritu.»

Es decir, como parte de su función ejecutiva, el presidente puede dictar aquellos acuerdos gubernativos o reglamentos que tengan como fin hacer viable la aplicación de una ley que sancionó el Congreso. Pero la última oración del inciso antes citado tiene la clave: los acuerdos gubernativos no pueden alterar el espíritu de la ley.

Hay una ley que regula lo relativo a la protección del medio ambiente y es el decreto 68-86 del Congreso. Esta normativa, en su artículo 12, literal b, establece que uno de los objetivos de esa ley es:

«La prevención, regulación y control de cualesquiera de las causas o actividades que origine deterioro del medio ambiente y contaminación de los sistemas ecológicos, y excepcionalmente, la prohibición en casos que afecten la calidad de vida y el bien común, calificados así, previo dictámenes científicos y técnicos emitidos por organismos competentes;»

No queda claro que el acuerdo gubernativo del presidente cumpla con los requisitos técnicos que menciona dicho artículo. Pero, más interesante aún es la discusión relativa a definir si la prohibición, en los términos que expuse en el primer párrafo, es parte de ese «espíritu de la ley» o si, más bien, el presidente está dictando una norma de observancia general.

Mi opinión es que esa prohibición es, efectivamente, una norma de observancia general y en ese sentido vulnera uno de los principios menos tutelados por nuestras cortes: la zona de reserva legal. Si damos un vistazo al artículo 157 de la Constitución nos encontraremos con que «La potestad legislativa corresponde al Congreso de la República, compuesto por diputados electos directamente por el pueblo en sufragio universal y secreto (…)».

¿No está acaso el presidente Morales usurpando funciones legislativas con esta prohibición? Insisto: al margen de nuestra opinión sobre la conveniencia o no de regular o prohibir el uso del plástico, lo cierto es que es una discusión que debería tener lugar en el Congreso de la República.

Pienso que, por las razones anteriormente expuestas, este acuerdo gubernativo podría ser impugnado a través de una acción de inconstitucionalidad.

Y creo que no es comparable a los casos en los cuales son las municipalidades deciden regular el uso del plástico. Eso merece un análisis aparte de las competencias del gobierno municipal.

La pregunta es, ¿será impugnado el acuerdo gubernativo? Sea cual fuere la decisión de las cortes, sentaría un interesante precedente en lo relativo a la potestad legislativa y a los ámbitos de competencias y alcances de las atribuciones reglamentarias del presidente.

Escolástica y debate político

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Dejar de repetir verdades y apostar por el debate.

 

Durante la Edad Media, el escolasticismo fue el movimiento filosófico que sustentó las enseñanzas del cristianismo. Su metodología se basaba en el principio de autoridad: una premisa se aceptaba como válida solo por estar contenida en un texto sagrado. No había espacio para el cuestionamiento, mucho menos para debatir ideas contrarias. Todo el razonamiento y la construcción argumentativa se basaba en esa premisa incuestionable. Pero la premisa originaria no se debatía.

Pero esto cambió. La modernidad de Occidente devino a partir de los cuestionamientos a las verdades absolutas. El Renacimiento disputó la superioridad de la religión sobre el hombre; la Revolución Científica revisó las premisas aceptadas sobre la naturaleza. La Ilustración y las revoluciones liberales cuestionaron el statu quo y el absolutismo.

Pero en Guatemala nos quedamos en el medioevo. Somos una sociedad escolástica, puesto que rehuimos del debate. Esto refleja un modelo de enseñanza que privilegia el adoctrinamiento sobre el pensamiento crítico. Pero también refleja la intolerancia. Cuando los argumentos ya no dan, recurrimos a inferencias ad hominem (atacar a la persona y no sus ideas), ad verecundiam (aceptar una verdad por el prestigio de su locutor), o ad baculum (apelar a la fuerza por encima de la idea).

Con esta base intelectual, resulta surrealista imaginar que el debate político podría ser diferente. A nivel ideológico, creemos que nuestra visión de sociedad está escrita en piedra, y que las recetas antagónicas son expresiones de intereses ocultos. Cuando los argumentos se agotan, se descalifica al rival tachándolo de “oligarca retrógrado”, “neoliberal vendepatrias” o “vividor socialista”. A partir de ahí, discutir sobre la sociedad que queremos, el modelo de desarrollo al que aspiramos, o la forma de alcanzarlo, resulta imposible.

Más difícil es debatir propuestas partidistas. Quien aplaude una acción de Gobierno se convierte en apologista de Jimmy Morales; quien le critica, en un “golpista”. Bajo esta categorización escolástica, el análisis objetivo, la fiscalización ciudadana, o la prensa independiente se consideran herejías modernas.

A lo anterior se agrega una práctica recurrente en el debate: el incesto intelectual que genera el mundo de las redes sociales. Derivado de los algoritmos utilizados por Facebook y Twitter, que privilegian los contenidos que resultan afines a los patrones de consumo de los usuarios, es muy común que la información a la que cada persona tiene acceso es un reflejo de la “burbuja” en la que interactúa, por lo que pocas veces se produce una verdadera examinación de ideas y argumentos.

Quizá un primer paso para cambiar nuestra política pasa por superar el escolasticismo intelectual. Aprender a debatir propuestas y no a descalificar interlocutores; reconocer que debemos dejar de ser un país de suposiciones y prejuicios, para convertirnos en un país de ideas.

Independencia y libertad: una confusión interesada

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Corto

Lo que celebramos cada 15 de septiembre es el primer ejercicio de soberanía y el primer brote de identidad nacional, no la materialización de nuestra libertad.

En las últimas semanas, y debido a la celebración del mes de la independencia de Centroamérica, han proliferado análisis y opiniones sobre el significado y el impacto del 15 de septiembre de 1821 para Guatemala y la región. En su mayoría, estas reflexiones han estado plagadas de imprecisiones y confusiones en torno a dos conceptos radicalmente distintos: independencia y libertad. Dos conceptos que, si bien no son equivalentes, estuvieron coyuntural y excepcionalmente amalgamados en lo que muchos historiadores han denominado las “revoluciones hispanoamericanas” o la conformación de los Estados-nación latinoamericanos en el siglo XIX.

De tal suerte que se hace necesario precisar conceptualmente estos dos términos para entender los complejos procesos que dieron forma al nacimiento de los proyectos nacionales[1] latinoamericanos y sus posteriores intentos republicanos[2].

En ese sentido, la primera distinción entre los dos términos (y una de las más clarificantes), la hizo el general y prócer colombiano Francisco de Paula Santander con su celebérrima frase «las armas os han dado la independencia, pero solo las leyes os darán la libertad».

Atendiendo a esta diferenciación, entendemos entonces que la independencia se relaciona con la separación del nexo colonial a través del ejercicio de soberanía nacional que se manifiesta en el principio de autodeterminación para elegir formas de gobierno y representantes[3].

Por otra parte, la libertad tiene qué ver con la relación Estado-ciudadanía en la cual los ciudadanos son libres siempre y cuando no encuentren impedimentos del poder político arbitario y absoluto, el cual se limita mediante leyes que estipulan una serie de derechos. De manera que, tal como dijo Marco Tulio Cicerón «seamos esclavos de las leyes para poder vivir en libertad», la libertad se consuma cuando obedecemos leyes, no a tiranos. Por ende, no cualquier arreglo jurídico es capaz de otorgar libertad, sino sólo aquellos fundamentados en los principios del Estado de derecho, propios del constitucionalismo liberal[4].

Sin embargo, hay que mencionar que parte de la confusión entre independencia y libertad (en ese orden, o viceversa), probablemente radica en una distorsión del concepto de libertad entendida como “autorrealización”, lo cual no tiene nada que ver con la libertad en las leyes en un Estado de derecho, sino, como diría Giovanni Sartori, con un criterio in interiore hominis que se relaciona con el logro de un estado de autonomía personal, separado de un estado de tutela o potestad y que en todo caso es materia del Derecho de las personas, no de la Filosofía Política.

De manera que, en lo tocante a los procesos históricos, una nación puede ser independiente y no libre; o puede ser libre y no independiente[5]. El problema radica en que en toda América Latina (con sus matices), los artífices de la independencia fueron también los autores de las Constituciones y del arreglo institucional de los proyectos nacionales. De allí la confusión interesada y el intento de “fundir” estos dos elementos en la conciencia histórica latinoamericana como relato fundacional identitario de esas comunidades imaginadas que llamamos naciones y como fuente de legitimidad de la nueva élite política[6].

Así que lo que celebramos cada 15 de septiembre es el primer ejercicio de soberanía y el primer brote de identidad nacional, no la materialización de nuestra libertad.

 

[1] Por proyecto nacional se entiende, los trabajos políticos, jurídicos y sociales que comenzaron en la América Española una vez abolida la monarquía colonial y que están fundados esencialmente en la noción de soberanía nacional. (Ver Carrera Damas, Germán. Formación histórico-social de América Latina. Caracas. UCV-CENDES. 2009).

[2] En este punto definiremos República bajo las consideraciones de teóricos como Phillip Pettit o Antonio García-Trevijano. Entendiendo república como algo más que una forma de Estado no monárquica, sino como una organización estatal subordinada a las leyes impersonales, con dispersión (más que división) de poderes, etc.

[3] Chust Calero, Manuel (ed.) Las independencias Iberoamericanas en su laberinto. Universitát de Valencia. 2010

[4] Sartori, Giovanni ¿Qué es la democracia? Madrid. Taurus. 2007. Pp. 153-158

[5] Carrera Damas, Germán. La independencia cuestionada. Caracas. Editorial Alfa. 2016

[6] Anderson, Benedict. Comunidades imaginadas. México. FCE. 1993. Pp. 22-25 / Hobsbawm, Eric. Nations and nationalism since 1780. Cambridge University Press. 1990. Pp. 16-45

El Ejército Nacional de la Revolución

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Las raíces del conflicto político se encuentran en la Constitución del 45.

 

La Constitución de 1945 es considerada como referente de democratización, ya que materializaba las aspiraciones de libertad de las gestas de junio y octubre del 44, y contenía una serie de garantías sociales y laborales. No obstante, la misma Constitución abrió un flanco que se convertiría en causal de inestabilidad entre 1949 y 1960.

Con el fin de minimizar la instrumentalización de la fuerza armada, los constituyentes diseñaron un modelo de dispersión de poder para el Ejército. El Presidente fungía como Comandante en Jefe y dictaba sus órdenes a través del Ministro de la Defensa. Y como balance al poder del Ejecutivo, se creó la figura de Jefe de las Fuerzas Armadas, nombrado por el Congreso.

Jacobo Árbenz, oficial de escuela y miembro de la Junta de Gobierno, fue nombrado Ministro de la Defensa; mientras Francisco Javier Arana, oficial de línea y miembro de la Junta, fue designado Jefe de las Fuerzas Armadas. El problema es evidente: se rompió la unidad de mando, y se abrió el espacio para el fraccionamiento entre aranistas y arbencistas.

El divisionismo se patentizó al buscar al sucesor de Arévalo, luego del Pacto del Barranco de 1945. El ala moderada de los revolucionarios apoyó a Arana, bajo la premisa que había que consolidar las primeras reformas de la revolución; mientras el ala reformista apoyó a Árbenz, bajo la premisa de ampliar las reformas a lo económico y social.

El resto de la historia todos la conocemos. Arana es asesinado en un confuso incidente en 1949, en el que se infiere la participación -directa o indirecta- de Árbenz. Habiendo sido castrados de su líder, los aranistas protagonizaron una serie de cuartelazos entre 1949 y 1951, uno de ellos, dirigido por Carlos Castillo Armas. Mientras que la oficialidad arbencista se consolidó en el poder tras el triunfo de Jacobo Árbenz en las elecciones de noviembre del 50.

El movimiento de la Liberación, de 1954, fue dirigido por algunos oficiales aranistas exiliados a raíz de los cuartelazos anteriores; y la inacción del Ejército ante la Liberación fue producto del pacto entre oficiales del alto mando afines a Arana y dirigentes liberacionistas. El triunfo liberacionista conllevó el desplazamiento de los arbencistas, cuya oficialidad -humillada por no haber defendido a su Presidente- protagonizaría los levantamientos de 1957, y la Conjura del Niño Jesús de noviembre de 1960, que marcaría el inicio de la insurrección armada.

Las raíces del conflicto político de la segunda mitad del siglo XX y el aborto temprano de la Revolución se encuentran en el mismo diseño del Ejército de la Revolución. Al romper la unidad de mando y politizar a la fuerza armada, la Constitución del 45 se condenó a sí misma.

Newslatter

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