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El malestar hacia la globalización

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El péndulo de la historia pareciera inclinarse hacia una nueva era de inestabilidad mundial.

 

Discursos polarizantes, nacionalistas y aislacionistas, fronteras que parecieran cerrarse cada vez más, autonomismo y separatismo, xenofobia, revueltas sociales violentas contra el aumento de algún rubro o la eliminación de algún subsidio, desafección hacia los sistemas democráticos, descreimiento con la clase política, etc.; son señales unívocas de malestar generalizado. ¿Pero de malestar frente a qué? ¿Qué tienen todos estos signos en común?

La izquierda aduce una vuelta al neoliberalismo debido a la reciente precarización del trabajo que ha traído consigo la incursión de nuevas y exitosas formas de provisión de bienes y servicios a través de plataformas como Uber, Lyft, Airbnb, o Freelancer.com, que constituyen la llamada gig economy (o economía de “trabajitos”) y que alejan cada vez más a los ciudadanos del siglo XXI de las confortabilidades y seguridades de ese ideal de clase media del que disfrutaron nuestros padres y abuelos durante las décadas de la posguerra.

En ese sentido, si bien desde los años ochenta estamos presenciando la crisis del Estado de bienestar; hoy en día es evidente y palpable el colapso de los Estados nacionales para proveer bienes públicos y garantizar una serie de derechos sociales. Básicamente, las demandas de estos sectores son más protección del Estado en cuanto a seguridad laboral y aumento del gasto público para transferencias sociales; frente a las amenazas transnacionales que plantea la revolución tecnológica y la transformación cada vez más vertiginosa del empleo -que cada vez pareciera ser más especializado- lo cual genera una brecha casi insalvable en términos de capital humano.

Por otra parte, la derecha también sostiene un discurso radical aislacionista y de fronteras cerradas, muchas veces anti-inmigrantes; que también rehúye de la integración económica regional ante amenazas de tipo transnacional. Escuchamos defensas a ultranza de las economías nacionales, de promoción de medidas proteccionistas a la importación de ciertos bienes y servicios del extranjero, además de un profundo rechazo a instancias multilaterales de orden político y económico.

Todo este malestar ha ido erosionando los sistemas democráticos basados en el consenso y la apertura, al exacerbar discursos polarizantes, anti-sistema y de corte populista. Las nuevas generaciones sienten cada vez más desafección hacia la democracia como forma de gobierno y a la política en general como vía para resolver problemas públicos.

Desde 2016, prestigiosos think-tanks como Brookings o revistas como The Economist, han vaticinado el fin de la segunda era de la globalización que comenzó en los años noventa. La esencia de la globalización es el movimiento de bienes y servicios, de dinero y de personas con la menor cantidad posible de fronteras o barreras internacionales.

La primera era de la globalización ocurrió hace más de cien años, entre 1870 y 1914, y terminó precisamente tras el estallido de la Primera Guerra Mundial. En palabras del historiador inglés Tony Judt, “la primera era de la globalización llegó a un final estremecedor”[1]. De hecho, el período previo a la Primera Guerra Mundial es visto por historiadores y economistas como la realización más completa del paradigma de economía abierta librecambista. Para ese momento, la rápida expansión del comercio internacional, basado principalmente en el intercambio de manufacturas terminadas por parte de economías desarrolladas y de commodities en economías subdesarrolladas, permitía un flujo libre de capitales con altísimos márgenes de retorno[2].

Para ese entonces, en las décadas previas a la Gran Guerra, de industrialización vertiginosa, un conflicto internacional de las proporciones ciclópeas con las que ocurrió, parecía imposible: “Nadie creía en las guerras, las revoluciones ni las subversiones. Todo lo radical y violento parecía imposible en aquella era de la razón”[3] diría el escritor austríaco Stefan Zweig en sus memorias sobre la Europa previa a 1914. Cualquier brote de barbarie o bestialidad colectiva era visto como una rémora del pasado más que superada. Sin embargo, la competencia entre potencias, el mundo multipolar que se erigía gracias a expansión del comercio internacional, de la industrialización y del desarrollo de las ventajas comparativas de cada nación europea, hizo también que se extendiera la rivalidad militar y la paranoia ante ese rápido crecimiento y que las otrora fuertes alianzas diplomáticas (incluso unidas con lazos de sangre desde la era victoriana), se vieran cada vez más mermadas e ineficaces[4].

Lo que vemos hoy, trae remembranzas de ese mismo malestar de principios del siglo pasado, donde un mundo de certezas y de viejos imperios parecía derrumbarse y en donde aparecían por primera vez la sociedad de masas y las ingentes migraciones humanas hacia las grandes ciudades industrializadas. También proliferaban los discursos nacionalistas como reacción al hecho de que los mercados internacionales habían desplazado al Estado-nación como la forma política por excelencia de organización de la vida humana[5].

Desde las postrimerías del siglo XX, las preguntas sobre el futuro del Estado-nación[6] han sido cada vez más comunes, ante una realidad de fuerzas demográficas, ambientales y tecnológicas de naturaleza transnacional que presentan retos importantes a las naciones en cuanto a sus estructuras sociales, patrones culturales y sus ventajas económicas. Por esta razón, no todos los países están preparados de igual forma para lidiar con estas transformaciones globales que necesariamente generan ganadores y perdedores. Y también es por eso que, independientemente de las ideologías detrás de estas demandas, los ciudadanos parecieran pedir cada vez más la actuación del Estado-nación para detener estas oleadas globalizadoras de penetración de nuevos mercados transnacionales que retan las políticas de pleno empleo; pero también de movilidad humana hacia los grandes centros de poder económico, que abaratan los salarios de los nacionales.

Estas actitudes remiten a comportamientos colectivos ya estudiados por la psicología social y que tienen que ver con los límites del “yo” frente al mundo exterior, bajo un proceso histórico que ha consolidado la “individuación” o de “emergencia del yo” desde los siervos de la sociedad feudal, hasta los emprendedores de la sociedad comercial. Este proceso histórico de individuación, por un lado, ha generado progreso y bienestar material, pero también aislamiento y soledad y ha llevado cada vez más al hombre contemporáneo a refugiarse en la “evasión” a la libertad[7], sin saber que ese malestar que le genera un mundo de incertidumbres, paradójicamente, es necesario para su “autorrealización”.

Esta evasión o miedo a la libertad también está estrechamente vinculada a la mentalidad anti-capitalista y el aborrecimiento al lucro[8]. Muy pocos se percatan del nivel de vida que ha alcanzado gran parte de la humanidad en los últimos dos siglos gracias al capitalismo, a las economías abiertas y a los sistemas democráticos. Logros y datos que autores como Matt Ridley[9], han intentado transmitir en sus investigaciones.

A pesar de toda esta evidencia factual de que hemos alcanzado niveles importantes de prosperidad como nunca antes en nuestra historia, los síntomas de malestar frente a las desigualdades que crea el progreso, de sublimación y represión que produce la vida civilizada, son cada vez más contundentes y el péndulo de la historia pareciera inclinarse hacia una nueva era de inestabilidad mundial.

 

Referencias: 

[1] Judt, Tony. Algo va mal. Barcelona. Taurus. 2010. Pp. 131

[2] Frieden, Jeffry A. Capitalismo global. El trasfondo económico de la historia del siglo XX. Barcelona. Editorial Crítica. 2007. Pp. 11-14

[3] Zweig, Stefan. El mundo de ayer. Barcelona. Acantilado. 2009. Pp. 10

[4] Kennedy, Paul. The rise and fall of the great powers. Londres. Unwin Hyman. 1988. Pp. 249-250

[5] Judt, Tony. Ídem.

[6] Kennedy, Paul. Preparing for the twenty first century. New York. Random House. 1993

[7] Fromm, Erich. El miedo a la libertad. Buenos Aires. Paidós. 1986. Pp. 15

[8] Von Mises, Ludwig. La mentalidad anticapitalista. Madrid. Unión Editorial. 2011

[9] Ridley, Matt. The rational optimist. New York. Harper Collins. 2010

Por una región civilizada

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Construir una Centroamérica civilizada, democrática, republicana y moderna necesita carácter.

Centroamérica está formada por un grupo de países con historias y testimonios fuertes, polémicos, con épocas de enormes frustraciones y con años de grandes esperanzas. En los últimos 80 años hemos vivido dictaduras militares, momentos de democracia, autocracias contagiadas con el Socialismo del Siglo XXI y bandas criminales organizadas como partidos políticos que buscan el poder para convertir gobiernos en botín y países en narco-Estados o Estados criminales.

Somos una región de países pequeños sin visión de países grandes y con élites provincianas y acomodadas. Nuestras economías no crecen suficiente y nuestros dramas sociales y políticos desbordan nuestra capacidad para encontrar consensos y tomar las decisiones que logren resolver nuestros problemas desde la raíz.

Alcanzar el éxito en la región pasa por la creación de la Comunidad Económica de Centroamérica. Formar un mercado grande con economías de escala y buena infraestructura. Hacer de nuestros países un territorio libre y sin fronteras de ninguna clase, con gobiernos democráticos y republicanos, y con Estados de Derecho potentes e inquebrantables.

La clave sigue siendo la misma: Democracia, libertad, respeto a la ley y capacidad gerencial y política para gobernarnos. Y con la masa crítica para lograr tracción y crecimiento.

El Salvador tiene un nuevo gobierno que intenta construir una nueva cultura política. Si respeta las reglas de la democracia y torna decisiones estratégicas, puede recuperarse y dar la sorpresa.

Después de varios meses de un proceso electoral viciado e inventado para favorecer a un partido político cuestionado, que finalmente perdió la elección; y contra toda expectativa, Guatemala tiene hoy presidente electo y una nueva oportunidad.

En cuatro países de la región necesitamos rescatar y consolidar nuestras democracias. Nos toca aprender a practicar la política desde los principios y los valores no de los intereses y la ambición; y desde el respeto y el consenso no de la trampa y el conflicto.

Este proceso de aprendizaje debe ser profundo y de renovación y cambio político.

Los ciudadanos, en especial los jóvenes de la región deben rescatar una ilusión  entusiasta por la política y por la democracia. A pesar de todo, a pesar de las decepciones, de las faltas, los vacíos y las traiciones; y como lo confirman la historia y la estadística, el desarrollo y el éxito de los pueblos tiene nombre y apellido; y es Democracia liberal y republicana con Estado de Derecho.

Estas palabras han costado siglos, generaciones, sacrificios, dolores y sangre a quienes las han hecho realidad. Por eso, no podemos claudicar, no debemos desmayar.

Construir una región civilizada, democrática, republicana y moderna necesita carácter, determinación y constancia. 

Por eso es tan importante el compromiso decidido de los ciudadanos para participar en los cimientos de nuevos países; naciones donde la corrupción y la impunidad sean cosa del pasado. 

Países donde la justicia y el Estado de Derecho tienen la preeminencia indispensable y el respeto indiscutible. Naciones en las que somos capaces de alcanzar acuerdos suficientes que nos permitan avanzar y resolver.

Para nadie es secreto la devastación institucional acumulada y creciente que viven nuestras democracias, y la amenaza que esto representa para el Estado de Derecho y para la libertad de la región. En Nicaragua, por el momento, hay una dictadura.

Estados sin libertad, sin democracia y sin Estados de Derecho son Estados fracasados y condenados a la oscuridad. 

Los ciudadanos de Centroamérica tienen la palabra.

¿Habría vacío legal si no hay magistrados designados antes del 13 de octubre?

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El Consejo de la Carrera Judicial sometió a consideración un proyecto de reglamento que la CSJ decidió no aprobar. El Consejo ha decidido proceder por su cuenta y evaluar a los jueces y magistrados mediante una «disposición temporal». Sin embargo, esto parece más bien una intentona para acelerar el proceso de designación de magistrados. 

 

Como bien expliqué en otra columna, el 16 de septiembre un amparo provisional resuelto por la Corte de Constitucionalidad (CC) suspendió el trabajo de las Comisiones de Postulación.

El asunto más complejo es el relacionado con el Consejo de la Carrera Judicial y la obligación de cumplir con lo establecido en el artículo 76 del decreto 32-2016: esto es, emitir un reglamento para evaluar a los jueces y magistrados de carrera que estén interesados en postularse para el cargo de magistrados de Corte Suprema de Justicia (CSJ) o Cortes de Apelaciones (CdeA).

Ahora bien, el gran problema es que cumplir con este último requisito parece una tarea de largo tiempo. Veamos lo que debe suceder para que se considere satisfactoriamente cumplido este requisito:

  1. El artículo 32 de la ley de la Carrera Judicial establece que la Unidad de Evaluación y Desempeño del Consejo «(…) mediante la aplicación de instrumentos y técnicas objetivamente diseñados, certificados y de conformidad con estándares nacionales e internacionales, acordes en cada área, evaluará el desempeño y comportamiento de los jueces y magistrados anualmente.» (Resaltado propio)
  2. Que el funcionario debe ser notificado del resultado de su evaluación y puede plantear un recurso de reconsideración y si no queda satisfecho deberá plantear un recurso de revisión que debería conocer el Consejo de la Carrera Judicial.
  3. El mismo artículo señala que debe haber un reglamento específico que regule esta materia.

 

¿Qué ha pasado hasta hoy? ¿cumpliremos con los estándares internacionales?

El Consejo de la Carrera Judicial sometió a consideración un proyecto de reglamento que la CSJ decidió no aprobar. Ahora, el Consejo ha decidido proceder por su cuenta y evaluar a los jueces y magistrados mediante una «disposición temporal». Esto parece más bien una intentona para acelerar el proceso de designación de magistrados, pero tiene varios problemas legales en potencia.

En primer lugar, como dice la ley, la evaluación debe responder a estándares nacionales e internacionales y a criterios objetivos. Este punto debe tomarse en serio, pues uno de los grandes vicios que acecha a nuestro sistema de elección de cortes es precisamente que carecemos de instrumentos que garanticen esos estándares. Por ejemplo, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha dicho:

«La Comisión ha considerado en cuanto al mérito personal que se debe elegir personas que sean íntegras, idóneas, que cuenten con la formación o calificaciones jurídicas apropiadas. Asimismo, en cuanto a la capacidad profesional, la CIDH ha insistido en que cada uno de los aspectos a valorar debe hacerse con base en criterios objetivos.» (resaltado propio).

Y con más contundencia aún, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el Caso Reverón Trujillo Vs. Venezuela (sí, esa dictadura que tiene decenas de quejas por violar la independencia judicial y con la cual compartimos vicios en materia de independencia judicial) estableció:

«(…) todo proceso de nombramiento debe tener como función no sólo la escogencia según los méritos y calidades del aspirante, sino el aseguramiento de la igualdad de oportunidades en el acceso al Poder Judicial. En consecuencia, se debe seleccionar a los jueces exclusivamente por el mérito personal y   su capacidad profesional, a través de mecanismos objetivos de selección y permanencia que tengan en cuenta la singularidad y especificidad de las funciones que se van a desempeñar.» (Resaltado propio)

Y más adelante sentencia: «Finalmente, cuando los Estados establezcan procedimientos para el nombramiento de sus jueces, debe tenerse en cuenta que no cualquier procedimiento satisface las condiciones que exige la Convención para la implementación adecuada de un verdadero régimen independiente. (…)»

Este último párrafo es vital para entender lo que vivimos: no cualquier proceso que se invente el Consejo de la Carrera Judicial cumplirá los requisitos de independencia judicial que exigen los estándares internacionales. Recordemos que, encima, nuestra propia Corte de Constitucionalidad en el expediente 3340-2013, la anterior magistratura de la CC dijo: «por estar sometidos a la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, resulta obligatoria la observancia de las sentencias emitidas por esa Corte, aunque en estas no figure el Estado de Guatemala como parte, ya que en ellas se establece la forma de interpretar el contenido de las normas de la Convención y su alcance.» (resaltado propio).

De esta manera, la discusión sobre la objetividad de los mecanismos de evaluación de jueces y magistrados puede conducirnos a una crisis profunda. Me refiero a que si el Consejo de la Carrera Judicial emplea un proceso que no garantice objetividad y una correcta valoración del mérito de los jueces evaluados, cabría un amparo contra un eventual modo insatisfactorio de evaluación porque violaría lo dispuesto en la Convención Americana de Derechos Humanos como hemos podido leer en párrafos anteriores.

¿Pero no hay un plazo fatal que vence el 13 de octubre? Esto ya pasó antes y la CC ya le encontró solución

Hay varias voces de colegas que ponen énfasis en la fatalidad del plazo en que vence el nombramiento de magistrados de CSJ y CdeA. La preocupación es legítima, pero estamos ante un dilema: por un lado, el plazo de 5 años que establecen los artículos constitucionales 215 y 217, pero por otro lado la obligación de elegir jueces imparciales mediante procesos objetivos y acordes a la correcta aplicación del artículo 25 de la Convención Americana de Derechos Humanos.

Ante el evidente conflicto de derechos del mismo rango, ¿qué debe prevalecer? ¿el plazo fatal que vence el 13 de octubre o la garantía de un proceso objetivo de nombramiento de jueces y magistrados? Para mí lo razonable es lo resuelto por la CC y en consecuencia procurar la mayor objetividad posible en la selección de magistrados aún y cuando eso implique valernos del artículo 71 de la Ley del Organismo Judicial que establece que los magistrados que actualmente ocupan el cargo deben continuar en ejercicio del mismo hasta que se concrete el nombramiento de quien deba sucederles.

No es una ocurrencia mía solamente, ya vivimos algo similar. En 2014 la toma de posesión de magistrados de CSJ fue hasta el 24 de noviembre de ese mismo año (y no el 13 de octubre como debía ser). La CC en aquel momento otorgó un amparo provisional mediante el cual suspendía la designación de nueva CSJ y en aquel auto[1], firmado por Gloria Porras, Alejandro Maldonado Aguirre, Héctor Hugo Pérez Aguilera, Juan Carlos Medina Salas y Carmen María Gutiérrez, la CC estableció que:

«Derivado de esta decisión, con fundamento en lo que establece el artículo 71 de la Ley del Organismo Judicial, los abogados que actualmente ejercen los cargos de Magistrados de la Corte Suprema de Justicia y de las Salas de la Corte de Apelaciones y Otros Tribunales Colegiados de Igual Categoría, continuarán en ese ejercicio hasta la fecha en la que se concrete la toma de posesión de quienes los sucedan. La Presidencia del Organismo Judicial y de la Corte Suprema de Justicia debe asumirla, el trece de octubre del presente año [2014], quien corresponde de conformidad con lo que establece el artículo 214 de la Constitución Política de la República de Guatemala (…)» (Resaltado propio)

[1] Expedientes Acumulados 4639-2014, 4645-2013, 4646-2014 y 4647-2014.

Nuevos tipos de movilizaciones sociales

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Espontáneas y autónomas, pero sin liderazgos ni programas.

 

Dos autores contemporáneos, Thomas Friedman y Moisés Naim, han descrito en sus textos The World is Flat  y El Fin del Poder las correlaciones de poder en el siglo XXI. Ambos, sostienen la tesis que la tecnología, las nuevas formas de comunicación y la revolución de la información, han transformado las relaciones de influencia y poder en las sociedades.

Veamos algunos ejemplos. Hace veinte años, los programadores de contenido de las televisoras tenían el poder sobre el consumo de material televisivo y cinematográfico. Como televidentes, estábamos obligados a ver lo que el canal programaba. Ahora, en el siglo XXI, gracias a Netflix y YouTube, los consumidores tienen la libertad de sintonizar la película, la serie o cualquier contenido que desee, sin importar lo que digan los canales.

Caso similar ocurre con la radio y los podcasts. Lo mismo ha ocurrido con la propagación de información, los teléfonos inteligentes y las redes sociales han convertido a los ciudadanos en periodistas. El mismo ciudadano informa de los hechos que acontecen en el día a día. Lo mismo ocurre con la formación de opinión, dado que ahora cualquier usuario de redes sociales se convierte en un generador de contenidos.

En pocas palabras, el poder y el mundo ahora son más horizontales que nunca. Esa horizontalidad también se traslapa al mundo de los movimientos sociales.

Históricamente, las manifestaciones, las movilizaciones sociales y las revoluciones tenían características jerarquizadas y verticalizadas. Generalmente la convocatoria a una protesta provenía de un líder particular, un actor con legitimidad, liderazgo o recursos; había un discurso programático. Había organización, logística y un liderazgo visible. Pensemos en el magisterio y Joviel Acevedo, o en el movimiento campesino como referentes de este modelo.

Por el contrario, en la actualidad se produce el fenómeno de la manifestación 2.0. Estos son movimientos sociales sin una conducción clara, sin liderazgos identificados, donde la autonomía y espontaneidad pesan más que los mensajes o discursos programáticos -generadas vía redes sociales en donde la espontaneidad del individuo es la que vale- si el individuo se identifica con la razón de la manifestación, sale a la calle. Si el tema de la misma no le hace click, sencillamente el individuo se queda en su casa.

Las movilizaciones anti-corrupción de Guatemala de 2015, las marchas en rechazo al régimen de Juan Orlando Hernández en Honduras, o las movilizaciones contra el autoritarismo del gobierno de Ortega en Nicaragua de 2018, son ejemplos recientes de estas dinámicas.

La conclusión es sencilla de enumerar pero compleja de entender. En los movimientos 2.0 ya no importa quién convoca o quién es el líder. Importa el individuo como ciudadano. Si el individuo se siente identificado con el tema de la marcha, sale a la calle.

Pero esta espontaneidad y autonomía de los movimientos 2.0 le condena a carecer de un discurso programático o de una línea de dirección. Por ello, este tipo de manifestaciones rara vez trascienden a la llamarada coyuntural que las desató. Pocas veces se convierten en movimientos políticos organizados y rara vez generan propuestas articuladas de política pública o de reforma legislativa que permita institucionalizar sus cambios.

¿Puede el presidente Morales prohibir el uso de bolsas, plásticos y otros artículos?

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Un análisis sobre la prohibición de las bolsas plásticas y duroport en Guatemala. 

 

El presidente Morales emitió un acuerdo gubernativo (189-2019), en consejo de ministros, el cual expresa en su artículo 1:

«Se prohíbe el uso y distribución de bolsas plásticas de un solo uso en sus diferentes presentaciones formas y diseños, pajillas plásticas en sus diferentes presentaciones, formas y diseños, platos y vasos plásticos desechables en todas sus presentaciones, formas y diseños incluyendo mezcladores o agitadores plásticos desechables y contenedores o recipientes para almacenamiento y traslado de alimentos de plástico desechables o de poliestireno expandido (duroport), en sus diferentes presentaciones, formas y diseños.»

Para efectos de esta reflexión, es irrelevante si estamos o no de acuerdo con prohibir el uso de bolsas plásticas y demás objetos relacionados. La pregunta de mi reflexión es: ¿puede el presidente prohibir el plástico a través de un simple acuerdo gubernativo?

La facultad del presidente, como parte del poder ejecutivo, de dictar este tipo de resoluciones nace de la literal e del artículo 183 de la Constitución que establece como facultad presidencial «[s]ancionar, promulgar, ejecutar y hacer que se ejecuten las leyes; dictar los decretos para los que estuviere facultado por la Constitución, así como los acuerdos, reglamentos y órdenes para el estricto cumplimiento de las leyes, sin alterar su espíritu.»

Es decir, como parte de su función ejecutiva, el presidente puede dictar aquellos acuerdos gubernativos o reglamentos que tengan como fin hacer viable la aplicación de una ley que sancionó el Congreso. Pero la última oración del inciso antes citado tiene la clave: los acuerdos gubernativos no pueden alterar el espíritu de la ley.

Hay una ley que regula lo relativo a la protección del medio ambiente y es el decreto 68-86 del Congreso. Esta normativa, en su artículo 12, literal b, establece que uno de los objetivos de esa ley es:

«La prevención, regulación y control de cualesquiera de las causas o actividades que origine deterioro del medio ambiente y contaminación de los sistemas ecológicos, y excepcionalmente, la prohibición en casos que afecten la calidad de vida y el bien común, calificados así, previo dictámenes científicos y técnicos emitidos por organismos competentes;»

No queda claro que el acuerdo gubernativo del presidente cumpla con los requisitos técnicos que menciona dicho artículo. Pero, más interesante aún es la discusión relativa a definir si la prohibición, en los términos que expuse en el primer párrafo, es parte de ese «espíritu de la ley» o si, más bien, el presidente está dictando una norma de observancia general.

Mi opinión es que esa prohibición es, efectivamente, una norma de observancia general y en ese sentido vulnera uno de los principios menos tutelados por nuestras cortes: la zona de reserva legal. Si damos un vistazo al artículo 157 de la Constitución nos encontraremos con que «La potestad legislativa corresponde al Congreso de la República, compuesto por diputados electos directamente por el pueblo en sufragio universal y secreto (…)».

¿No está acaso el presidente Morales usurpando funciones legislativas con esta prohibición? Insisto: al margen de nuestra opinión sobre la conveniencia o no de regular o prohibir el uso del plástico, lo cierto es que es una discusión que debería tener lugar en el Congreso de la República.

Pienso que, por las razones anteriormente expuestas, este acuerdo gubernativo podría ser impugnado a través de una acción de inconstitucionalidad.

Y creo que no es comparable a los casos en los cuales son las municipalidades deciden regular el uso del plástico. Eso merece un análisis aparte de las competencias del gobierno municipal.

La pregunta es, ¿será impugnado el acuerdo gubernativo? Sea cual fuere la decisión de las cortes, sentaría un interesante precedente en lo relativo a la potestad legislativa y a los ámbitos de competencias y alcances de las atribuciones reglamentarias del presidente.

Escolástica y debate político

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Dejar de repetir verdades y apostar por el debate.

 

Durante la Edad Media, el escolasticismo fue el movimiento filosófico que sustentó las enseñanzas del cristianismo. Su metodología se basaba en el principio de autoridad: una premisa se aceptaba como válida solo por estar contenida en un texto sagrado. No había espacio para el cuestionamiento, mucho menos para debatir ideas contrarias. Todo el razonamiento y la construcción argumentativa se basaba en esa premisa incuestionable. Pero la premisa originaria no se debatía.

Pero esto cambió. La modernidad de Occidente devino a partir de los cuestionamientos a las verdades absolutas. El Renacimiento disputó la superioridad de la religión sobre el hombre; la Revolución Científica revisó las premisas aceptadas sobre la naturaleza. La Ilustración y las revoluciones liberales cuestionaron el statu quo y el absolutismo.

Pero en Guatemala nos quedamos en el medioevo. Somos una sociedad escolástica, puesto que rehuimos del debate. Esto refleja un modelo de enseñanza que privilegia el adoctrinamiento sobre el pensamiento crítico. Pero también refleja la intolerancia. Cuando los argumentos ya no dan, recurrimos a inferencias ad hominem (atacar a la persona y no sus ideas), ad verecundiam (aceptar una verdad por el prestigio de su locutor), o ad baculum (apelar a la fuerza por encima de la idea).

Con esta base intelectual, resulta surrealista imaginar que el debate político podría ser diferente. A nivel ideológico, creemos que nuestra visión de sociedad está escrita en piedra, y que las recetas antagónicas son expresiones de intereses ocultos. Cuando los argumentos se agotan, se descalifica al rival tachándolo de “oligarca retrógrado”, “neoliberal vendepatrias” o “vividor socialista”. A partir de ahí, discutir sobre la sociedad que queremos, el modelo de desarrollo al que aspiramos, o la forma de alcanzarlo, resulta imposible.

Más difícil es debatir propuestas partidistas. Quien aplaude una acción de Gobierno se convierte en apologista de Jimmy Morales; quien le critica, en un “golpista”. Bajo esta categorización escolástica, el análisis objetivo, la fiscalización ciudadana, o la prensa independiente se consideran herejías modernas.

A lo anterior se agrega una práctica recurrente en el debate: el incesto intelectual que genera el mundo de las redes sociales. Derivado de los algoritmos utilizados por Facebook y Twitter, que privilegian los contenidos que resultan afines a los patrones de consumo de los usuarios, es muy común que la información a la que cada persona tiene acceso es un reflejo de la “burbuja” en la que interactúa, por lo que pocas veces se produce una verdadera examinación de ideas y argumentos.

Quizá un primer paso para cambiar nuestra política pasa por superar el escolasticismo intelectual. Aprender a debatir propuestas y no a descalificar interlocutores; reconocer que debemos dejar de ser un país de suposiciones y prejuicios, para convertirnos en un país de ideas.

Reformar o morir

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Las revoluciones sangrientas y los dictadores usualmente surgen en sociedades que se niegan a cambiar.

 

Esta semana se cumplieron cuatro años de la renuncia de Otto Pérez Molina de la presidencia. Aquel lejano septiembre de 2015 nos abriría una brecha de esperanza a los guatemaltecos, ya que nos sentíamos empoderados y creíamos que era posible construir un país en el cual la corrupción y el abuso de poder finalmente serían castigados con severidad, por un Sistema de Justicia que parecía lograr cierta independencia. 

Aquello quedó atrás y cuatro años después, ya sin la fuerza y el apoyo  que algún día logró la lucha contra la corrupción, enfrentamos el desafío de transformar el Estado inoperante, corrupto y cooptado que actualmente tenemos. Algunos tratan de ser autocomplacientes y dicen que no estamos tan mal. Pero el Índice de Estado de Derecho 2019 nos coloca entre los últimos seis lugares de América Latina y el Caribe. ¿Es posible atraer grandes cantidades de inversión extranjera a Guatemala, si somos catalogados como un paraíso de impunidad y corrupción?

El sistema capitalista y de libre mercado sacó de la pobreza a millones de personas en los últimos doscientos cincuenta años, permitiendo que Occidente emergiera y se desarrollara como nunca antes en la historia de la humanidad. Pero el capitalismo requiere de un Estado mínimamente funcional, que sea capaz de tener presencia e imponer orden en el territorio que administra, impartiendo justicia con independencia y brindando ciertos servicios públicos básicos.

El problema es que nosotros hemos sido incapaces de construir un Estado con ese mínimo de funcionalidad. En Guatemala, los grupos políticos constantemente buscan el poder para beneficiarse cínicamente de los fondos públicos y para que su esquema de latrocinio funcione a la perfección, necesitan tener el Sistema de Justicia subyugado y a sus órdenes. Es prácticamente imposible que un Estado pueda funcionar adecuadamente, con niveles tan altos de corrupción como los que presenta Guatemala. ¿De verdad somos tan ingenuos de pensar que el capitalismo surgirá exitosamente con una institucionalidad tan ruinosa?

Luego del fin del ciclo político que inició en 2015 y que terminó esta semana con sus saldos positivos y negativos, los guatemaltecos no podemos ser autocomplacientes y asumir que este país puede desarrollarse con el Sistema de Justicia tan poroso y endeble que tiene. Y no sólo es la justicia la que funciona mal en este país. Es el Estado y el sistema político en general el que es incapaz de generar las condiciones indispensables para el desarrollo.

Por eso, las principales amenazas que enfrenta Guatemala en estos momentos son la autocomplacencia, el inmovilismo  y el conservadurismo a ultranza. La Rusia de Nicolás II sucumbió al comunismo, precisamente por su negativa a evolucionar y construir instituciones más democráticas y funcionales.  Si el Zar hubiese accedido a realizar cambios graduales en la dirección correcta, tal vez jamás hubiesen conocido los horrores del comunismo.

Las revoluciones sangrientas y los dictadores usualmente surgen en sociedades que se niegan a cambiar. Es la historia de Venezuela de finales de los años noventa. La negativa al cambio,  fermentó el clima político para que emergiera Hugo Chávez, con el resultado que hoy todos sabemos.

¿Quién debe liderar el cambio de esta sociedad? El nuevo gobierno que asumirá el 14 de enero de 2020, es el llamado a cumplir ese rol.  Si bien tendrá un congreso fragmentado y posiblemente hostil, el  próximo Ejecutivo podría impulsar una agenda de reformas en el Legislativo que nos permita construir una institucionalidad más transparente y funcional.

El peor escenario para el país, sería que el próximo gobierno desaproveche la oportunidad de realizar reformas y termine envuelto en escándalos de corrupción. Sería condenarnos a que dentro de cuatro años, surjan proyectos políticos rapaces, radicales y dictatoriales, que finalmente destruyan y den muerte a nuestra frágil e incipiente democracia. Ojalá y aprendamos de la historia.

Columna publicada en El Periódico.

Las irresponsables voces que claman fraude electoral

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«Fraude electoral» en sentido amplio puede tener tiene varios significados.

El fraude el día de la elección se puede fraguar si el padrón electoral no es transparente, si los horarios de apertura de los centros de votación no se respetan, si no se permite a los votantes emitir su voto con libertad o si en el momento del conteo hacen amaños para alterar deliberadamente los resultados a favor de un candidato.

En estos días ciertos grupos han denunciado un «fraude electoral» en las elecciones del pasado 16 de junio. No queda clara cuál es la hipótesis de estos, pero aparentemente denuncian un fraude en el conteo de votos. Lo que motiva su molestia es la inconsistencia que mostraban los datos que ofrecía el Tribunal Supremo Electoral (TSE) en su sitio web y los que reportan algunas actas.

Lo que se dio a conocer es que errores humanos en la digitación de datos y errores en la programación del software que registra los votos son los responsables de tremenda confusión. En algunos casos los digitadores cometieron errores en la tabulación de datos y en el caso de las alcaldías y diputaciones, el error se debió a la programación debido a que había más de 20 partidos y el diseño original no preveía esa situación.

No cabe duda que los errores son garrafales y el TSE tiene una cuota enorme de responsabilidad en estos errores atribuibles a una mala planificación. Tampoco cabe duda que el TSE tuvo una deficiente comunicación para informar a la población acerca de los errores cometidos. Felizmente, eso sí, el TSE anunció que a partir del lunes, 24 de junio, empezará un proceso de revisión acta por acta para asegurarse que los datos sean los correctos.

El hecho de que sea posible realizar un cotejo de las actas es muestra de que no podemos hablar de un fraude electoral. De haber sido fraudulento no habría posibilidad de fiscalizar el proceso de digitación. Ir más atrás no tiene sentido. Lo que figura en las actas es lo que consignaron los 9,850 guatemaltecos que integraron las juntas receptoras de votos en cada mesa de cada centro electoral, para hacer fraude habría que contar con su complicidad, algo virtualmente imposible. Además, estas juntas estuvieron vigiladas por los fiscales de los partidos y por observadores internacionales. De hecho, la misión de la OEA para la observación de las elecciones se pronunció tajantemente al afirmar que no hubo fraude.

Con esto no digo que las cosas sean color de rosa en nuestro país. Nadie duda que nuestro sistema político adolece de múltiples fallos. De hecho, el índice de democracia de la revista The Economist nos califica como un régimen híbrido entre una democracia y un régimen autoritario. De hecho, Guatemala tiene la quinta peor calificación de la región y superamos únicamente a Haití, también considerado régimen híbrido, y a Nicaragua, Venezuela y Cuba, los tres considerados regímenes autoritarios.

Pero una de las pocas cosas de las que podemos estar orgullosos los guatemaltecos es precisamente de la transparencia del evento electoral y su conteo. Es profundamente lamentable que el partido de gobierno, con su rotundo fracaso al obtener el peor resultado de un partido oficial en la era democrática, hable de fraude electoral. Tampoco que el MLP, que dio la sorpresa en las urnas gracias al voto antisistema, pero que demostró no tener demasiada afinidad de sus bases al lograr apenas un diputado y no ganar una sola alcaldía, se cuelgue del discurso del fraude para intentar revertir el resultado. No podemos tolerar que voces radicales griten fraude sin una sola evidencia sólida para demostrarlo.

La migración: el camino de la muerte

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Los migrantes huyen de la pobreza, del hambre, de la falta de libertad y de la violencia.

 

El testimonio del fracaso de las naciones está en la prueba de coraje y sacrifico que nos dan quienes emprenden el peligroso camino de la migración ilegal, en busca de un mejor destino.

Estados Unidos y Europa son ese envidiable escenario donde las necesidades elementales han sido reemplazadas por otras de rango más alto y los ciudadanos han alcanzado una posición de la que nosotros, como en la alegoría platónica, sólo observamos sus sombras.

Los millones de seres humanos que cruzan clandestinamente las fronteras de esa geografía a la que llamamos primer mundo, van en busca de una oportunidad de vida, de prosperidad, paz y respeto a su integridad física.

Buscan seguridad legal sabiendo que violan la ley, pero sienten que ejercitan un derecho natural y moral que ninguna norma jurídica ha podido contener.

El sueño de atravesar el Río Grande o los riesgos de cruzar las barreras electrificadas de Tijuana, o los muelles de Marsella, o el estrecho de Gibraltar, son solo algunos de los peligros que han costado vidas y separado familias.

Y esto, por huir de la pobreza, del hambre, de la falta de libertad, de la violencia, del desempleo y la desesperanza.

Esa válvula de escape de presión social que es la migración ilegal, se está cerrando. El primer mundo siente que llenó su cuota de latinos y, que hoy, nos toca a nosotros responder y resolver.

Cuando reflexionaba sobre estos temas, recordé que vivimos tiempos marcados por el declive del hombre público, el desprecio por la política y la decepción en la democracia.

En cuatro de los países de Centro América, la pobreza se hizo un mal permanente, la inversión es insuficiente y las oportunidades escasas.

La corrupción es la regla y la impunidad la norma. El Estado es el actor principal en la estafa y el crimen, y el cómplice mayor de la violencia.

Hemos construido una clase política decadente e inservible; un reflejo de nuestras élites y una manifestación de la quiebra moral de la sociedad.

Cuando una nación es víctima de estos males, se hace evidente que la política es un fracaso y que las élites, superficiales e indiferentes , esperan ciegas y sordas la implosión que la historia repite una y otra vez sin que se aprenda la lección.

Nicaragua es el caso dramático. El paradigma congelado en el tiempo y las dictaduras, un pueblo que se resiste y que seguirá luchando hasta rescatar su libertad y refundar su democracia.

No es fácil vivir en una región en laque sus países están entre los últimos cinco lugares del continente en todas las calificaciones socioeconómicas. No es fácil vivir en una región que produce pobreza y expulsa a su gente.

La causa del fracaso de nuestros países está en la política Y también, en la política está la solución. Centroamérica tiene una deuda con la democracia que va mucho más allá de promulgar leyes o celebrar elecciones.

En Nicaragua la deuda es más grande pues las elecciones son un fraude y la dictadura asesina al pueblo, mientras el mundo observa con indiferencia e hipocresía. La OEA, la ONU y la Comunidad Internacional protestan, pero no pasan de palabras vacías.

A Centroamérica, los centroamericanos le debemos la construcción de una institucionalidad confiable que garantice la supremacía de la ley, la vigencia del Estado de Derecho y el respeto a las libertades civiles que algunos gobernantes sin escrúpulos insisten en violar.

A Centroamérica le debemos un nuevo testimonio de coraje y sacrificio que nos comprometa a construir una región exitosa, desarrollada y con oportunidades para todos.

El objetivo estratégico: Elección de Salas de Apelaciones

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La trascendencia de la elección de magistrados de apelaciones.

Uno de los principios de todo sistema republicano es la alternabilidad y no concurrencia en el ejercicio de los cargos públicos. Esto se refiere a la necesidad de utilizar recetas institucionales que permitan que la elección (o designación) de las autoridades de los poderes del Estado no ocurran al unísono.

En el caso de Guatemala, la reforma constitucional de 1993 estableció un sistema concurrente (o al unísono) para la elección presidencial, diputados al Congreso de la República y de alcaldes y corporaciones municipales. Pero dejó la no-concurrencia en el período de magistrados de Corte Suprema de Justicia y Salas de Apelaciones (cuyos períodos son de cinco años), además de las instituciones de control (Tribunal Supremo Electoral, Fiscal General, Corte de Constitucionalidad, etc.)

Sin embargo, bajo el diseño vigente, cada veinte años (múltiplo de cuatro y cinco) concurren en temporalidad las elecciones de las autoridades de los tres poderes del Estado: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Y resulta que este 2019 es precisamente uno de los años en el que se producirá tal ocurrencia.

A las elecciones generales del pasado 16 junio, en las que se eligió autoridades para el Ejecutivo, Congreso y corporaciones municipales, se suma que antes del 13 de octubre, el Congreso deberá elegir a los 13 magistrados de Corte Suprema de Justicia y los 256 magistrados de salas de apelaciones.

Naturalmente, la atención pública se ha enfocado en las elecciones políticas de Ejecutivo y Congreso. Y los grupos de veeduría social se enfocan particularmente en la elección de magistrados de CSJ.

Sin embargo, quizá la elección más relevante para el futuro de la lucha contra la corrupción es la designación de magistrados de apelaciones. Recordemos. Las salas de apelaciones tienen la competencia para conocer en segunda instancia los procesos establecidos en la ley; además de conocer los recursos de apelación de los autos definitivos y la apelación especial contra los fallos emitidos por los tribunales de sentencia.

O dicho en forma más sencilla, conocen en segunda instancia sobre la mayoría de las resoluciones que emiten los jueces de primera instancia o tribunales de sentencia. Algunos de los ejemplos comunes incluyen recusaciones a jueces contralores o jueces de sentencia; apelaciones relacionadas a autos de procesamiento, apertura a juicio, medidas de coerción o medidas sustitutivas, etc. También conocen apelaciones especiales de sentencias ya emitidas, como seguramente ocurrirá con procesos como IGSS-Pisa, Lago de Amatitlán, etc.

Por tal razón, para los actores interesados en librarse de la acción de la justicia, tomar control de las salas de apelaciones se vuelve el objetivo estratégico para poner fin a la lucha contra la corrupción.

La ruta ha sido clara. La decisión de no renovar el mandato de CICIG generó un marco temporal para el club de los desvelados: más allá de septiembre 2019, que la presentación de casos de alto impacto llegará a su fin. Las acciones de hecho de septiembre 2018 a la fecha han tenido como objetivo evitar que salgan a luz más investigaciones. Pero tomando control de salas de apelaciones se aseguran de que los actores que ya enfrentan proceso penal puedan, por la vía política, incidir en el futuro procesal de sus casos. Para personajes como Otto Pérez, Roxana Baldetti, Juan de Dios Rodríguez, su única esperanza inmediata es que las salas les resulten más amigables a sus causas.

Y así, detrás de la elección presidencial, de las elecciones legislativas o de la misma Corte Suprema de Justicia, la elección de magistrados de apelaciones constituye uno de los procesos estratégicos que determinará si la experiencia 2015-2019 se institucionaliza, o si fue meramente un episodio efímero en la historia de Guatemala.

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